En tiempos remotos, dicen las crónicas islandesas, hombres de las Islas Occidentales vinieron a vivir a este país y, cuando partieron, dejaron tras de sí cruces, campanas y otros objetos utilizados en la práctica de la hechicería. De fuentes latinas pueden conocerse los nombres de los que zarparon de las Islas Occidentales para venir aquí, en la primera época del Papado. Su dirigente era Kólumkilli el irlandés, un hechicero de amplia reputación. En esos días el suelo de Islandia tenía una gran fertilidad. Pero cuando los noruegos vinieron a establecerse aquí, los hechiceros occidentales se vieron obligados a huir del país, y los escritos antiguos dicen que Kólumkilli, decidido a vengarse, echó una maldición sobre los invasores, jurando que jamás prosperarían aquí y otras cosas del mismo tenor, gran parte de lo cual, por lo que parece, se ha cumplido. Más tarde en la historia, los noruegos de Islandia comenzaron a alejarse de sus verdaderas creencias y a adoptar las idolatrías de pueblos no afines a ellos. Y entonces se asentó el caos en la tierra; los dioses de los noruegos fueron escarnecidos y se introdujeron nuevos dioses y santos, algunos del Oriente y otros del Occidente. Las crónicas nos dicen cómo se construyó en esa época una iglesia a Kólumkilli en el valle donde más tarde se levantó la granja llamada Albogastaðir del Páramo. Ésta, en los tiempos antiguos, había sido la residencia de un caudillo. El gobernador Jón Reykdalín de Utirauðsmyri reunió muchos datos acerca de este valle cenagoso después de que el edificio fue finalmente destruido en las grandes apariciones espectrales del año 1750. El propio gobernador vio y oyó los distintos sucesos extraordinarios que ocurrieron aquí, como queda demostrado en su bien conocido Relato del Espíritu de Albogastaðir. Se escuchó al fantasma cantar en voz alta en la casa, desde mediados deporn hasta bien pasada la Pascua de Pentecostés, en que la gente huyó; en dos ocasiones pronunció su nombre al oído del gobernador, pero respondió a todas las demás preguntas con «ociosos versos latinos y desvergonzadas obscenidades».
De las muchas historias que se han narrado acerca de esta solitaria casa en su valle de páramos, la más notable es indudablemente una que data de mucho antes de la época del gobernador Jón, y puede que no esté fuera de lugar recordarla para satisfacción de las personas que no han viajado por los terrenos llanos situados junto al río, donde los siglos yacen lado a lado en senderos igualmente invadidos por la maleza, recorridos por los caballos de tiempos pasados; o para la de los que puedan desear hacer una visita al antiguo solar de la colina enclavada en los marjales mientras recorren el valle.
No puede haber sido más tarde que a fines del ministerio del Obispo Gudbrandur cuando cierta pareja arrendó Albogastaðir del Páramo. El nombre del esposo no ha quedado registrado, pero la esposa se llamaba Gunnvór o Guóvór y era una mujer de natural sumamente violento, con la reputación de ser versada en las ciencias ocultas y de poseer la capacidad de cambiar de forma. Su esposo, que parece haber sido el más cobarde de los seres, gozaba de muy poca libertad, ya que estaba por completo bajo el dominio de ella.
Por de pronto no prosperaron mucho con su labor agrícola, y pocas, por cierto, eran las personas que tenían para que les ayudaran. La leyenda dice que la mujer, debido a la pobreza en que vivían y a la abundante progenie, obligó a su marido a llevar a sus hijos recién nacidos al desierto y a dejarles allí para que muriesen. El hombre puso a algunos bajo rocas planas, en la montaña; sus gemidos pueden escucharse todavía en primavera, cuando la nieve empieza a fundirse. A otros les ató piedras y los arrojó al lago, en donde sus lloros pueden oírse a la luz de la luna de mitad del invierno, especialmente durante una helada o una tormenta.
Pero a medida que Gunnvor envejecía —dice la leyenda— comenzó a sentir sed de sangre humana. Y a tener hambre de tuétano humano. Y hasta se dice que tomó la sangre de sus hijos sobrevivientes y la bebió con su boca. Construyó una tarima para encantamientos, detrás de la casa, donde, en medio del fuego y el humo, solía cantar al demonio Kólumkilli en las noches de otoño. Se afirma que su esposo trató de huir y de divulgar sus fechorías en la comarca, pero ella le persiguió y, alcanzándole en el altozano de Rauðsmýri, le mató a pedradas y mutiló su cadáver. Se llevó sus huesos a la casa, a la tarima, pero dejó la carne y las entrañas para los cuervos e hizo correr en la región la voz de que él había muerto mientras recorría las montañas en busca de ovejas que se habían perdido.
Desde ese día en adelante la señora Gunnvór comenzó a prosperar y todos quedaron convencidos de que ello se debía a su maligno convenio con Kólumkilli; y pronto fue propietaria de gran cantidad de hermosos caballos.
En esos días se viajaba mucho por la región, tanto en verano, en que los hombres iban a pescar a los pies del Jókull, como en primavera, cuando los hombres acudían a Jókull desde lejos para comprar pescado seco. Pero, a medida que discurría el tiempo, se murmuraba en la región que, cuantos más caballos compraba Gunnvór, menos hospitalaria se tornaba hacia esos viajeros y, aunque era una mujer que concurría regularmente a la iglesia, como se acostumbraba en esa época, dicen los Anales que después del domingo de Pentecostés no podía ver el sol en un cielo despejado después de los servicios religiosos de la iglesia de Rauðsmýri.
Entonces comenzaron a correr por todas partes rumores relacionados con el fin del esposo de Gunnvór y con la forma en que ésta asesinaba a los hombres, a algunos por sus pertenencias y a otros por su sangre y su tuétano, y cómo perseguía a otros, a caballo, por las montañas. Bien; en el valle, al sur pero no a gran distancia de la casa, hay un lago llamado Igulvatn, nombre que ha conservado hasta la fecha. La mujer mataba a sus huéspedes en mitad de la noche, y ésta es la forma en que morían: les atacaba con una daga cuando dormían, les mordía la garganta y se bebía su sangre. Luego, después de desmembrar los cadáveres, usaba sus huesos como juguetes para ella y Kólumkilli. A algunos les perseguía hasta los páramos y les acometía con la espada, haciendo centellear la hoja mientras los ultimaba. En cuanto a fuerzas era la igual de cualquier hombre y, además, contaba con la ayuda del Malo. Todavía pueden verse coágulos de sangre en la nieve de las montañas, especialmente antes de la Pascua de Navidad. La mujer llevaba los restos al valle y los arrojaba al lago, después de atarles piedras. Luego les robaba sus bienes, sus ropas, caballos y dinero, si lo tenían. Sus hijos eran todos idiotas y ladraban desde el tejado de la casa como perros, o bien se acuclillaban en el empedrado y mordían a los hombres, porque el Espíritu les había despojado del buen sentido y del habla humana. Hasta hoy en día se canta esta canción de cuna en las regiones situadas a ambos lados de los altos páramos:
Huésped de Gunnvór nadie fue
con ropas hermosas;
lo lleva hasta el ígulvatn,
tralalalá.
La sangre enrojece la hoja,
duerme, criatura, ya.
Huésped de Gunnvor nadie fue
con caballo de raza;
cómo brilla la espada,
tralalalá.
La sangre enrojece la hoja,
duerme, criatura, ya.
Huésped de Gunnvor nadie fue
con sangre humana;
nadie con tuétano en los huesos,
tralalalá.
La sangre enrojece la hoja,
duerme, criatura, ya.
Huésped de Gunnvor nadie fue
que temiera a Dios,
me rompió las costillas, la pierna, la cadera, los huesos de las manos,
ay lalalá.
La sangre enrojece la hoja,
duerme, criatura, ya.
Si en Kólumkilli confías,
así te llamará:
tuétano y sangre, tuétano y sangre,
y trololó.
La sangre enrojece la hoja,
duerme, criatura, ya.
Pero al fin sucedió que las odiosas fechorías de Gunnvór fueron conocidas. Había sido la perdición de muchos —hombres, mujeres y niños por igual— y había cantado por las noches al espíritu de Kólumkilli. Fue condenada en la asamblea de la comarca y le quebraron los huesos ante el portal de ejecuciones de la iglesia de Rauðsmýri, el domingo de Trinidad. Luego fue desmembrada y finalmente se la decapitó; y supo morir bien, pero maldijo a los hombres con extrañas maldiciones. Su tronco, cabeza y miembros fueron colocados en un talego de piel que se transportó a las montañas, al oeste de Albogastaðir, y se sepultó bajo un montículo de piedras, en lo más alto. El montículo puede verse aún en la actualidad, cubierto ya de hierba y llamado más tarde Túmulo de Gunna. La gente dice que no sufrirá desdichas el viajero que arroje una piedra más al montículo, en la primera ocasión en que cruce la montaña, pero algunos arrojan una piedra cada vez que pasan por allí, esperando, de ese modo, conseguir inmunidad.
Por molesta que la mujer Gunnvór pueda haber parecido en vida, superó con mucho su anterior conducta perversa después de su entierro. Consideró que descansaba mal en su túmulo y volvió caminando a su granja. Al mismo tiempo despertó a todos los hombres que había matado y la gente de Albogastaðir gozó de poca tranquilidad en cuanto las noches comenzaron a tornarse oscuras. La mujer continuó con sus antiguas prácticas, atormentando a los vivos y a los muertos por igual, tanto que siempre podían oírse en la granja, por la noche, fuertes gritos y aullidos, como si manadas de almas torturadas se lamentaran en el tejado y ante la ventana por sus grandes sufrimientos y poco descanso. A veces parecía como si un potentísimo hedor de azufre brotara de la tierra, llenando la casa con sus bocanadas, a tal punto que los hombres se ahogaban y los perros corrían de un lado a otro como locos. A veces Gunnvór corría por el tejado hasta que se estremecía cada una de las vigas, y al fin se creyó que ninguna casa estaba a salvo de sus malignos golpes y sus desvergonzadas cabalgatas nocturnas. Se trepaba a las espaldas de los hombres y sobre los lomos del ganado y aplastaba a las vacas. Enloquecía a hombres, mujeres y niños y atemorizaba a los ancianos, y no retrocedía ni ante la señal de la cruz ni ante los encantamientos mágicos. El relato dice que finalmente fue traído el sacerdote de Rauðsmýri para que la venciese, y que entonces ella, ante los admirabilísimos conocimientos del cura, huyó a la montaña, hendiéndola en el lugar en que ahora puede verse una grieta. Algunos afirman que fijó su morada en la montaña, en cuyo caso no es improbable que lo hiciese en forma de enana. Otros creen que habita mucho tiempo en el lago, asumiendo la forma de una serpiente o un monstruo acuático; y, en verdad, corre por boca de todos los hombres que hace ya muchas generaciones que un monstruo reside en el lago y se ha aparecido a muchísimos testigos, quienes lo atestiguaron bajo juramento, incluso aquellos que carecen de dotes de visionario. Algunos dicen que ese monstruo ha destruido tres veces la casa de Albogastaðir, otros que siete veces, de modo que ya ningún agricultor tuvo tranquilidad alguna allí; y la granja fue asolada porque continuamente la visitaban espectros de distintos aspectos. Y así, en tiempos del gobernador Jón Reykdalín, fue agregada a las tierras de Rauðsmýri, primeramente como aprisco para las ovejas en el invierno, de donde su nombre posterior de Casa Invernal, pero luego como corral para corderos.