El turista yanqui

EL TURISTA YANQUI mira todas las cosas con aire de comprador. Ante una catedral como ante una montaña, yo siempre me figuro que va a preguntar lo que cuestan. El otro día he oído a uno inquirir cuánto valía la casa de Voltaire, en Ferney, a veinte minutos de Ginebra. Miran el lago Leman como si fueran a decir:

—Ahí va el cheque. Mándennoslo ustedes a Cincinatti.

Le presenta usted un duque a un turista yanqui —un duque tronado, naturalmente, que uno no trata otra clase de duques—, y si el turista yanqui tiene hijas casaderas, es capaz de preguntarle a usted:

—¿Y ese duque que usted me ha presentado, cuánto cree usted que puede costar?

Han comprado duques nobilísimos, cuadros hermosísimos, castillos historiquísimos.

Cuando los otros turistas se extasían ante las ruinas, el yanqui los desprecia como gente poco práctica, que pierde el tiempo en palabras inútiles, y dirigiéndose al guía le pregunta:

—Estas ruinas, ¿qué es lo que valen?

—¡Oh! Estas ruinas, sabe usted…

—Nada, nada. ¿Cuánto valen?

—Mire usted. Estas ruinas tienen un gran valor histórico, un gran valor artístico.

—Pero, en fin, ¿cuánto valen en dinero? ¿Cuántos miles de dólares?

Si los turistas yanquis no han comprado ya el Mont-Blanc es porque piensan hacer en Chicago uno mucho más grande, con mucha más nieve, con muchas más crevasses y en el que muera mucha más gente.

Físicamente, el turista yanqui es más grande que el turista inglés. Viste esos trajes yanquis que le dan la apariencia de un globo y de los que se ha suprimido el chaleco como un ornamento inútil. Bebe muchos cocktails. Tiene efusiones hercúleas y destroza las manos de sus compañeros de mesa en shakekands de una cordialidad primitiva. Los trenes le parecen muy pequeños. Pregunta si hay cuarto de baño en estos trenes suizos que atraviesan todo el territorio federal en unas cuantas horas. En el hotel toma el ascensor para subir al principal, no porque pueda cansarle una docena de escaleras, sino porque se debe a su calidad de yanqui el ir al cuarto con mucha maquinaria y de un modo muy moderno. Luego hace a pie la ascensión del Mont-Blanc o de la Jungfrau.

—Usted es norteamericano, ¿eh? —se le pregunta al turista yanqui—. ¿Es usted súbdito norteamericano?

—Yo —contesta el turista yanqui— soy ciudadano de los Estados Unidos de América.

No sé qué intención ponen los yanquis en eso de ciudadano. Ello es que se llaman ciudadanos llenándose la boca con la palabreja, y que nunca se anuncian como súbditos, sino como ciudadanos.

El turista yanqui no abunda tanto como el turista inglés; pero tiene mucho más dinero. Lo gasta de una manera ordinaria, pero lo gasta. Un viaje de placer es para él tanto mejor cuanto más dinero le ha costado.

—¿Le ha resultado a usted bien su excursión por Suiza? —le preguntan al turista yanqui de regreso en Filadelfia.

—Muy bien. Ha sido una excursión deliciosa. Cinco mil dólares…