El grande hombre
encuentra chico su pueblo
—¿QUIÉN HA CAMBIADO mi pueblo? Las casas son más chatas, los techos más bajos, las calles más estrechas.
—Es que has crecido —me dicen.
—El grande hombre —añade un humorista local— no tiene holgura en su pueblo.
Yo creo que es cuestión de perspectiva. Si el lector es de un pueblo y ha regresado alguna vez a él, después de una larga permanencia en la ciudad, ¿no le ha sorprendido, como ahora me sorprende a mí, la pequeñez material de todas las cosas?
Yo encuentro mi pueblo más pequeño, más viejo, más triste. Esta tarde, aburrido y curioso, he subido al desván de mi casa. Yo tenía la idea de un desván amplio, enorme, en donde se podía jugar libremente al escondite. He precisado bajar la cabeza para entrar, y me he encontrado con un cuchitril. Arrumbado contra una pared estaba un arcón. ¡Cuántas veces oculto en ese arcón he oído yo los gritos de mi padre que me buscaba para hacerme estudiar!
—No sé dónde se mete ese chico —decía—. ¡A no ser que esté en el fondo de algún baúl!
Y, en efecto, yo estaba en el fondo de un baúl. Tengo desde muchacho el hábito de esconderme en los baúles, que me puede ser tan útil ahora, en la edad de las conquistas. Pero ¡qué viejo estaba aquel baúl amigo! ¡Qué pesado! La madera, carcomida; la tela, deshecha; la cerradura, mohosa… Fui a abrirlo, y los goznes parecía que se quejaban.
Poco después me decía mi madre:
—¿Te acuerdas de la Faneca, la hija de la señora Faneca?
—Sí.
—Se ha muerto.
—¡Pobrecilla!
—¿Y Antón, Antón el Furrinas? ¿No sabes? Aquel que tenía el genio tan vivo.
—Sí.
—Pues también se ha muerto.
Yo le pregunto por José el de las Cunchas, por Andrés el Garboso y por las hijas de la señora Pepa.
—José murió, y Andrés se fue a Buenos Aires. Las hijas de la señora Pepa eran tres. La mayor se ha muerto, la más pequeña se fue también a Buenos Aires y la del medio se casó. Ya tiene dos hijos que son mozos.
Resulta que de la mitad del pueblo, la mitad se ha muerto y la otra mitad se ha casado o se ha ido a Buenos Aires. Todo ha envejecido. Las casas son más pequeñas, los cristales están más sucios; las sillas, más cojas. Y, en un instante, el poeta se da cuenta también de que vuelve un poco viejo a su patria y de que las brisas del mundo, siquiera hasta ahora hayan sido primaverales, no despeinaron en vano su cabeza.
Hace viento. Se oyen rumorear las hojas de los árboles vecinos. Una racha violenta abre de golpe una puerta que estaba mal cerrada. Otra racha —tal vez la misma— nos trae el aullido de un perro y nos deja sin luz.