Los rusos existen

DETRÁS DE LA POBLACIÓN FLOTANTE de Ginebra hay una población fija, y esta población fija está compuesta de rusos. Ya sé que ustedes no creen en los rusos. Cuando el pobre Morote se presentaba con un ruso en Madrid, la gente se reía.

—¡Un ruso! ¡Vamos, hombre! ¡Mire usted que un ruso!

—Con ese ruso no tendrá usted frío, ¿eh?, amigo Morote.

—Es un ruso de la Cava Baja. Dentro de poco le veremos vendiendo pieles por la calle de Alcalá.

Y como rasgo supremo de ingenio, como cosa verdaderamente espiritual, no faltaba quien dijese:

—¡Miau!

A su paso para España, los rusos, como los chinos, como los irlandeses y los polacos, se detenían en L’Humanité. Allí los cogía Fabra Rivas y se los mandaba a Morote, una de las pocas personas serviciales, capaces de atender a un extranjero, que había en Madrid. Morote salía con los rusos a la calle; pero los pobres hombres fracasaban lamentablemente. Nadie los tomaba en serio. ¡Rusia! Bien que se cite de vez en cuando a un escritor ruso, probablemente un «camelo»; bien que algún telegrama de periódico hable vagamente de Rusia una vez a la semana; bien que la «Cusqui» presuma de haber conocido a un príncipe ruso en Moscou, pero nada más. De todo eso a la presentación de un ruso de carne y hueso, de un ruso vivo, hay una gran diferencia.

Y es que en Madrid no quieren reconocer la existencia de los rusos, ni de los chinos, ni de los finlandeses, ni de los polacos, ni de nadie absolutamente. Hasta hace poco no se reconocía ni la existencia de los alemanes. Al pobre muchacho que llegaba a Madrid, de vuelta de Alemania, después de haberse quemado las pestañas estudiando el alemán en unas gramáticas enormes, le decían que hablaba en «camelo».

—Conque alemán, ¿eh? Pues a ver si sabes cómo se dice «guaguagua» en alemán.

Pero los alemanes han invadido Madrid y Barcelona y España entera, y hay que creer en ellos. Se cree en ellos, se cree también en los ingleses y en los franceses; pero no se cree en nadie más. El madrileño no quiere creer que haya algo fuera de Madrid y del cocido a la madrileña y de los «timos» de los barrios bajos. Se figura que nadie tiene gracia más que él, que nadie se divierte más que él. ¡Los rusos! Unos hombres que no saben decir «¡pachasco!». Los rusos no existen.

Pues sí existen. Hay algo en el mundo más que la calle de Tudescos, gracias sean dadas a Dios, porque si no hubiera más que la calle de Tudescos en el mundo, el mundo no sería una cosa muy divertida. Yo no soy sospechoso en estos asuntos. Cuando algunas gentes me parece que no tienen una existencia nacional muy definida, lo digo, francamente. Así, yo he negado la existencia de los suizos; pero, en cambio, afirmo la de los rusos. En Ginebra, donde todavía no he visto a los suizos, he visto, en cambio, una infinidad de rusos.