Psicología del champagne

SI YO TUVIERA QUE ENSEÑARLE PARÍS a un amigo, le haría ver esto, lo otro y lo de más allá; un teatro, unas cuantas mujeres, los boulevares, un cabaret, y, por último, le convidaría a beber una botellita de champagne. El champagne sería, tal vez, lo que le diese una idea más exacta de Francia. El alma del champagne y el alma francesa son una misma alma. Yo haría la psicología de Francia en una botella de champagne, como un sabio estudia una epidemia en un conejo de Indias. En el champagne se encuentran todas las virtudes y todos los defectos del espíritu francés: la fanfarronería, la ligereza, el ruido, la vanidad…

Todos estos franceses tan farsantes y tan exuberantes parece que están un poco borrachos de champagne. Yo cojo a un inglés —al más serio, al más frío, al más seco de los ingleses—, lo emborracho de champagne, y durante dos o tres horas este inglés parecerá un francés. El alma de Francia es como el alma del champagne. ¡Pum! Un taponazo que llega al techo: espuma, brillo. Parece que va a pasar algo extraordinario y no pasa nada: se bebe una botella de champagne; se habla mucho; se hacen una porción de gestos. Dijérase que los bebedores están completamente borrachos; pero el alma del champagne es efímera, y la borrachera no dura casi nada. Los ingleses se emborrachan con whisky, que es una bebida muy silenciosa y muy seria. No gritan. No se mueven. Nadie los creería borrachos, y están borrachos perdidos. Uno viene a París y ve toda esta algarabía, y se cree que París es un pueblo terrible. Se va uno a Londres, ve aquella seriedad, aquel orden, aquel silencio, y uno se figura que Londres es un pueblo de costumbres ejemplares. Pues en Londres se hace infinitamente más de lo que se hace en París.

Para comprender bien París hay que beberse una botella de champagne, y yo siento no poder ofrecérsela a mis lectores. A cada pueblo se le debe juzgar, principalmente, por lo que come y por lo que bebe, y Francia bebe champagne. Una botella de champagne viene a ser una cosa así como La valse brune, como un discurso de Jaurés, como una poesía de Rostand, o como mademoiselle Jeanne de Tal o de Cual. Los americanos se entusiasman con el champagne y con todo lo demás de París. El champagne les parece elegante, refinado, mondaine, exquisito.

A mí me resulta una bebida cursi y petulante. «¡Oh, París!», decía yo cuando no lo conocía.

«¡Oh, el champagne!», exclamaba antes de haberlo probado por primera vez.

El champagne es París y es Francia. Es toda Francia.

Ustedes pueden objetarme lo siguiente:

—¡Pero si en Champagne no se produce ni una milésima parte del champagne que se consume! Todo el champagne que usted pueda beber no es más francés que chino. El champagne es una falsificación.

La Francia también es una falsificación. No tiene carácter. No tiene más que el nombre. La mayor parte de la música francesa no es francesa, ni la mayoría de los parisienses son parisienses. La Francia es como el champagne: alegre, ruidosa, brillante, petulante y artificial.