PONTEVEDRA ES, con relación a Vigo, lo que Madrid con relación a Barcelona. No tengo temor alguno en establecer esta relación entre Pontevedra y Vigo, porque la considero igualmente honrosa para ambas ciudades. En cuanto a su exactitud, ya verá el lector hasta qué punto logro justificarla.
En Pontevedra predomina el elemento oficial, mientras que en Vigo predomina el elemento industrial. El Gobierno civil, la Audiencia, la Diputación, el Instituto: he aquí los cuatro centros principales que sostienen la vida de Pontevedra. Una vida pequeña, pintoresca y blanda, que se parece mucho a la de Madrid. La vida de Vigo, por el contrario, es lo que, con un adjetivo patológico, suele llamarse una vida febril. El puerto de Vigo, a pesar de la estatua de Elduayen, es uno de los mejores de España. Los vigueses han sabido explotarlo y han ido construyendo frente a él una ciudad magnífica. Lo primero fue el puerto y lo segundo, la ciudad, que es como debe ser: hacer las ciudades para los puertos que las merecen, y no los puertos para las ciudades, que no los merecen nunca.
Actualmente, Vigo es una gran ciudad. Una ciudad rica, o por mejor decir, enriquecida de pronto. En este distingo está su único defecto. Parece que el dinero es igual adquirido inopinadamente que teniéndolo desde la infancia, y no lo es. El dinero que se adquiere de pronto hace cosas grandes, pero feas; buenas, pero de mal gusto. En Vigo hay edificios modernos tan caros como los mejores edificios modernos de Madrid. No les falta nada; pero siempre les sobra algo: un adorno, un alarde, un detalle de fantasía arquitectónica que destruye toda la armonía del conjunto. Un vigués me elogiaba estos encajes de piedra con los que han pretendido engalanarse casi todas las casas de la ciudad.
—¡Qué labor tan admirable! —me decía—. Parece hecha en queso.
En efecto, parecía hecha en queso. Teniendo un material tan noble, tan severo y tan augusto como la piedra, estos hombres tratan de disfrazarlo, y así han puesto en ridículo a la piedra.
Pero, con adornos o sin ellos, no hay duda de que Vigo es una gran ciudad. Yo imploro de los vigueses un poco de indulgencia por haberle aplicado a un pueblo de negocios un criterio artístico tan exigente. Con este criterio, en vez de ir a Vigo, debiera marcharme a Atenas, aunque no he hecho ninguna estafa que justificara mi estancia allí, a la vez que la costeara.
El viaje de Vigo a Pontevedra es uno de los más encantadores del mundo. No hubiera cambiado yo al hacerlo la ventanilla de mi departamento por el más hermoso balcón del palacio mejor situado. Parece imposible que en una hora se puedan contemplar tantas maravillas.
Los vigueses tienen el orgullo de Vigo. En Pontevedra me han contado que en los periódicos de Vigo es muy frecuente esta frase: «Vigo y su provincia». No respondo de la exactitud de la anécdota; pero encuentro digno de todos los elogios este sentimiento de superioridad, merced al cual Vigo va progresando con una rapidez tan asombrosa.
Pontevedra no progresa, pero se dispone a progresar. La he comparado a Madrid, y la comparación es exacta, pero no debiera serlo. Esta ciudad tiene, fuera de la vida oficial, un espléndido porvenir. Están comenzadas ya, a orillas del Lérez, las obras de un malecón que tendrá extraordinaria importancia. En el puerto de Marín —a media hora de Pontevedra en un abominable tranvía de vapor— también se están haciendo obras. Luego hay el proyecto de los ferrocarriles a la zona minera, y otro merced al cual el viaje de Pontevedra a Madrid, que dura ahora veintidós horas en el rápido, durará apenas unas trece horas.
Todo está llamado a darle un gran impulso a Pontevedra. Mientras tanto, el comercio va desarrollándose aquí poco a poco y hace sus operaciones con la más perfecta regularidad. Sobre el terreno he podido ver que cuanto se ha dicho en contra del comercio de Pontevedra es totalmente equivocado.
Pero lo más bonito de Pontevedra no es Pontevedra. Son sus alrededores, y sobre todo la carretera de Marín. En ella hay un lugar delicioso que se llama Los Placeres. En este lugar, Montero Ríos construyó un hotel para residencia de veraneantes. Ya he dicho que el lugar es delicioso; pero el hotel estaba vacío. El ilustre canonista resultó tan malo para hotelero como para jefe de Gobierno.
Lourizán, Los Placeres, Estribela, Cantoarena. Todo esto en la carretera de Marín. En la carretera de Vigo es digno de mención especial Puente-Sampayo, famoso por sus ostras y por una memorable derrota de los franceses. Pero nada semejante a las orillas del Lérez, un río que bien merece un artículo. Por si llego a hacérselo no quiero adelantar aquí noticia alguna.