El perro chico

EL LECTOR CONOCERÁ, SEGURAMENTE, seguramente, la historia de aquel hombre que, no poseyendo otro título ni otra distinción, se hizo poner en sus tarjetas un letrero que decía: «Suscriptor de El Imparcial». Esta historia, que es toda la historia de una vanidad, tendría un desenlace trágico si su protagonista hubiese viajado por los pueblos gallegos. Casas conozco yo cuyas puertas se cerrarían a cal y a lodo para el portador de la famosa tarjeta. El acto de suscribirse a El Imparcial, a El Liberal, a España Nueva, a El País, al Heraldo o a El Mundo constituye en muchos lugares por donde yo he pasado toda una profesión de fe política y religiosa. Es casi casi un pronunciamiento, y si no se le castiga con la cárcel, se le castiga con una especie de excomunión. Los curas campesinos, solemnemente revestidos con las ropas litúrgicas, maldicen desde el altar a todos los suscriptores de los periódicos rotativos. La revolución del 68 se considera aquí por muchas gentes como una vasta difusión de Imparciales. ¡Conspiradores de la Puerta del Sol! ¡Viejos amigos de Villacampa y de Casero, que sacáis humo de vuestras pipas para evocar, en sus espirales, las gloriosas memorias de la causa! Acordaos de estos héroes anónimos que, si pasarais por aquí, os darían la mano valiente que rasga a diario la faja de El Mundo, del Heraldo o de la España Nueva, y os dirían al oído:

—Yo soy de los de ustedes…

Bajo mi palabra, aseguro que en nada de cuanto digo tiene intervención la fantasía. La campaña emprendida contra la Prensa liberal se practica aquí constantemente, y recurriendo a toda clase de medios no ya sólo desde el púlpito, sino desde el confesionario. En mi pueblo se les ha negado la absolución a todos los suscriptores de El Mundo, de El Imparcial, del Heraldo y de El Liberal. Cada uno de ellos tuvo el mismo diálogo con el confesor:

—No le absolveré a usted mientras no se dé usted de baja en su periódico.

—Pero mire usted, padre. Yo necesito enterarme de lo que ocurre en el mundo. ¿Cómo quiere usted que deje el periódico?

—Suscríbase usted a uno de la buena Prensa.

—Eso no me compensará. La buena Prensa ¡es tan mala!

—Pues yo no puedo absolverlo a usted.

Y ninguno fue absuelto. Debo advertir que en mi pueblo el hecho de no recibir la absolución del confesor constituye para muchas gentes un verdadero conflicto. Todos los suscriptores de la mala Prensa quedaron en pecado mortal, y los que tenían recursos se fueron a buscar la absolución a Santiago. A Santiago van desde mi pueblo los enfermos incurables, y en la ocasión a que me refiero fueron los pecadores inabsolubles. ¿Qué hicieron allí? ¿Qué sabios teólogos buscaron en la vieja Compostela para obtener la paz de sus almas? Ello es que volvieron al pueblo con una autorización especial para seguir leyendo sus periódicos sin peligro de las penas eternas. «¡Cuánto puede el dinero!», decían luego los suscriptores pobres.

Estos suscriptores no tenían medios de ir a Santiago. ¡Qué habían de tenerlos! Aquí es muy frecuente el hecho de constituir una Sociedad por acciones para suscribirse a un periódico de Madrid. Se reúnen tres o cuatro socios, y entre todos ellos van pagando el importe de la suscripción con arreglo a una admirable teneduría de libros. El periódico pasa de socio a socio, y el último que lo lee se queda con él, indemnizándose así del tiempo que ha tardado en recibirlo.

Los periódicos regionales sufren también los ataques de la «buena Prensa», y acaso con más perjuicio que los periódicos de Madrid. Porque siendo esta una guerra de empresas periodísticas contra empresas periodísticas, se la exorna de un perfecto carácter sagrado. El perro chico, que no se puede conquistar con telegramas, se pretende atraer con sermones, con bendiciones y con excomuniones… ¡Jamás un perro chico había resplandecido tanto!