La paz del campo

DE TODA ESTA YA LARGA BUCÓLICA, he venido a sacar en limpio una reflexión que brindo, desde estas páginas, a los defensores de la ciudad: la paz del campo es el aburrimiento. A menudo, en mis excursiones por los valles y por las sierras, he oído decir:

—¡Qué poético es todo esto! ¡Qué hermoso! ¡Lástima que no tenga alguna distracción!

Esto, en efecto, no tiene distracciones; pero por ello tiene la paz y la poesía. La poesía, en su sentido bucólico, es sencillamente un aburrimiento metrosilábico. Cuando yo haga un artículo muy poético en elogio de la paz campesina, será que estoy aburridísimo. Hasta ahora se había creído que la poesía campestre sólo es aburrida al leerla; pero lo es también al escribirla.

Llega uno al campo, come, camina, duerme. No hay espectáculos, aventuras, ni conversaciones. A los pocos días comienza uno a ponerse muy triste y muy estúpido. Entonces no falta quien le diga a uno:

—Ya está usted más sosegado. ¡Qué diferencia entre esta vida y la vida agitada de Madrid! Aquello es un maremágnum. En cambio aquí, ¡qué paz!, ¡qué poesía! Todos ustedes debieran venirse aquí.

No comprenden que si todos nos viniésemos aquí, sería aquí donde fuese el maremágnum, palabra latina muy familiar en provincias. Creen que el bullicio de Madrid es un producto del suelo, como las fresas de Aranjuez, y que la paz campesina puede ser, al mismo tiempo, la paz ciudadana. Desgraciadamente, la paz es la soledad, y la soledad —lo mismo en poesía que en filosofía— es el aburrimiento. Aquel que venga al campo con una mujer o con un amigo, y que se distraiga, no comprenderá la paz del campo.

En el campo se encuentra la paz por falta de bullicio, así como en Madrid se la encuentra por falta de dinero. ¡Cuántas gentes hay en Madrid que se aburren todos los días sin darle a su aburrimiento la menor importancia! Pues ese mismo aburrimiento adquiriría en el campo una personalidad poética o filosófica que podría traducirse en máximas, como las de Séneca, o en versos, como los de fray Luis. Toda la poesía que se encierra entre estos amplios horizontes, toda la paz que inunda estos dilatados valles, cabría perfectamente en una buhardilla madrileña. Lo que ocurre es que el aburrimiento de las buhardillas no tiene decoración, ni literatura, porque los literatos las alquilan para escribir desde ellas en honor del campo.

—¡Qué tranquilidad! Allá, en Madrid, con tantos teatros, echará usted de menos este bienestar.

Al decir «este bienestar» quieren decirme «este aburrimiento». Ignoran que en Madrid hay teatros admirablemente dispuestos para aburrirse. Los críticos se meten con las obras aburridas, sin comprender todos la importancia lírica del aburrimiento, y el mismo público que se aburre suele protestar desaforadamente. Pero llega uno de los pateadores a provincias, se pasa tres o cuatro días en el campo, se aburre y dice:

—¡Qué sosiego más admirable!

Pongamos las cosas en su lugar. La paz es, casi siempre, la inacción y la estupidez. Allí donde haya mucha gente reunida es donde habrá menos paz. El que desee paz debe ir a buscarla solo, y la encontrará en el campo mejor que en la ciudad, porque en el campo es donde podrá aislarse más fácilmente. La paz no huele a tomillo, no tiene forma de valle ni color verde. Es un don espiritual incompatible con el tumulto y que se encuentra generalmente en el campo; pero carece de exactitud la suposición de que la paz se da como el trigo, por virtud especial de algunas tierras. Buscad la paz campesina aquellos que la necesitéis; pero para buscarla tenéis que renunciar a hacer chistes, a descifrar jeroglíficos y a comentar discursos, estas tres nobles ocupaciones de la inteligencia moderna.