En la tierra del Meco
CAMINO DE LA TOJA, ME HE DETENIDO unas cuantas horas en el Grove. Probablemente el lector creerá que el Grove no es nada más que un título del conde del Grove, cuando lo que ocurre es todo lo contrario: que el conde es el único título del pueblo. ¡Un pueblo pintoresco, laborioso y jovial, que se alimenta a base de mariscos! No quiero desacreditar a la Viña P, donde presentan los mariscos con relativa exactitud; pero lo cierto es que en Madrid, y fuera de ciertos centros, no se conoce apenas marisco ninguno. La ostra, el langostino, la almeja y el percebe, del que se tiene una idea completamente literaria. Eso es todo. Hay algunas referencias acerca del cangrejo; pero son falsas. El cangrejo, señores, no anda para atrás. ¿Quién habrá sido el autor de esta infame calumnia que ha pesado por tanto tiempo sobre la coraza del cangrejo? Ya sé todo lo que se arriesga al ponerse en contra de un estado de opinión tan formidable, y probablemente, el cangrejo no valdrá la pena de un movimiento romántico; pero en cumplimiento de mis deberes informativos, debo decir que el cangrejo no anda para atrás. En primer lugar, ¿quién ha visto el universo con los ojos de un cangrejo? Lo que para nosotros está delante puede para el cangrejo estar detrás, y viceversa. Por otro lado, yo creo que todo el mundo va hacia adelante, no siendo los liberales y los cordeleros. Se va hacia un punto, y hasta que se le ha traspuesto, aquel punto está delante de uno. Si se va en dirección contraria, el punto se queda atrás; pero como se va en dirección contraria, no se puede afirmar que se va hacia atrás. Es decir, que nunca se va hacia atrás.
—Está usted en un error —me ha dicho un amigo a quien le expuse estas consideraciones—. El término de comparación son los ojos. El que va hacia un sitio dirige los ojos a él y va hacia adelante. Pero supóngase usted que de pronto, sin dar vuelta, se pone a dar pasos en sentido contrario. Entonces va hacia atrás.
El sofisma sería incontrovertible si no existiesen los ciegos. ¿Es que los ciegos andan para atrás? Pero el caso es que el cangrejo anda en la misma dirección de sus miradas y viendo siempre el camino que va a recorrer. Los he observado con una gran atención, y estoy completamente seguro de lo que digo. Lo que ocurre es que el cangrejo tiene muchas patas y que, a veces, por no molestarse en dar una vuelta completa, se pone a mirar de reojo y anda de lado. En resumen: que el cangrejo no es, precisamente, lo que se llama un marchoso. Su facha es fea y su andar desgarbado; pero no anda hacia atrás.
Perdone el lector esta digresión, que vuelvo al Grove inmediatamente. Los mariscos del Grove, después de haber fortalecido a los grovenses o groveños, sirven para una de las industrias más antiguas de Galicia: la de las conchas de mariscos. Con esas conchas se hacen verdaderos objetos de arte recubriendo cajas y otra porción de objetos. Pero mi objeto es otro.
El Grove —digámoslo de una vez— es la tierra del Meco. El señor Montero Ríos ha contado ya en el Diario de Sesiones este cuento picaresco y jacarero, ahorrándome el trabajo de una reconstrucción total. Pero ¿quién era el Meco? ¿En qué época vivió? ¿Por qué lo mataron?
En el Grove circulan diversas versiones, porque la historia es remota y ha sido transmitida de abuelos a nietos en las veladas familiares. De todas estas versiones, la más extendida y la más verosímil es la que le atribuye al Meco el estado sacerdotal. El Meco era el cura del Grove, y, seguramente, vivió, poco más o poco menos, por los mismos años del arcipreste de Hita, aquel cura sinvergüenza, de buena mesa y blanda cama, que le hacía versos a las muchachas y otras cosas peores. Entonces la fe era respetada, y un arcipreste o un capellán podía de vez en cuando rendirle el debido honor a sus feligresas, sin peligro de que lo sacasen en El Cencerro. El cura del Grove era uno de aquellos curas. Comía, como ya he dicho que se come en el Grove, unas comidas a base de mariscos. ¡Pero mariscos de verdad, clientes de la Viña P, de Morán y de La Bombilla: langostas sin pintar de encarnado, vieiras, nécoras, centollas, anduriñas, berberechos y caramujos! Al ensayar la pronunciación de estos nombres, ¿no advertís ya cierto sabor de mariscos en la boca? ¿Y tenéis vosotros un término de comparación para el sabor y para el olor del marisco?
El cura del Grove lo buscaba. Creo que era buen mozo y que tenía un carácter fácil a la familiaridad de las muchachas. Se iba a hacer sus digestiones a la playa, donde las mujeres trabajaban metidas en el mar con las faldas recogidas hasta más arriba de la rodilla. ¡Y parece que ya eran bonitas las mujeres del Grove en aquella época! Por lo menos al Meco no le disgustaban.
Un día se puso en entredicho el honor de una muchacha, y las malas lenguas mezclaron el nombre del Meco en el asunto. La cosa fue creciendo, creciendo. Se habló de otras mujeres. Se habló de casadas, de solteras, de viudas. Al principio el Meco tenía algunos defensores.
—Es un santo.
—¿Y los chicos?
—El Meco es el padre de todos.
Hasta que un día de un año el Meco apareció colgado del campanario. Vino la justicia: jueces, escribanos, corregidores. Un escribano iba de casa en casa con un tintero de cuerno y una pluma de ave:
—¿Quién mató al Meco?
—Lo matamos todos.
Estos son los detalles que en el lugar del suceso he podido adquirir sobre la borrosa figura del Meco.
Se los dedico a los autores del desastre como un complemento de la anécdota explicativa que en aquellos días de luto le ha contado al país el señor Montero Ríos.