AYER TODA GINEBRA estaba en el Quai du Mont-Blanc. Toda Ginebra, es decir, media Inglaterra, un cuarto de Rusia, bastante Alemania, un poco de América del Sur, algo del Japón. La gente miraba a lo lejos. Unos se servían de gemelos prismáticos; otros aplicaban el ojo a telescopios de alquiler.
—C’est epatant! —decían por aquí.
—Very nice indeed!
—Kolossal!
Yo pagué veinticinco céntimos por utilizar un telescopio, y luego después le pregunté a la señora del telescopio qué era lo que yo había visto.
—Mais le Mont-Blanc, monsieur. Vous avez vu le Mont-Blanc.
La creí bajo su palabra. Yo había visto el Mont-Blanc. De todas maneras, resulta absurdo venir a Suiza para ver el Mont-Blanc a través de un telescopio. ¡Si a lo menos estuviese pintado en el cristal! Porque de no estar pintado en el cristal, el Mont-Blanc se ve mucho mejor en las fotografías.
Entre la multitud había muchas personas inteligentes en Mont-Blanc. El Mont-Blanc tiene sus trucos, sus martingalas. Se puede ser inteligente en Mont-Blanc, como se puede ser inteligente en música, sin haber subido jamás a él. Yo creía que no había nada más molesto en el mundo que el inteligente en música. El inteligente en Mont-Blanc es mucho peor. Pone una cara tan interesante, como si el Mont-Blanc fuese una ciencia.
—Cuando se ve el Mont-Blanc desde Ginebra —dice— es que va a llover. Probablemente lloverá dentro de algunos días o de una semana.
Otras veces dice que el Mont-Blanc fuma en pipa. Si hay una tempestad en la cumbre del Mont-Blanc y los remolinos de nieve hacen a lo lejos el efecto de una humareda, es que el Mont-Blanc fuma la pipa. ¡El Mont-Blanc fuma la pipa! Es una manera de hablar del Mont-Blanc, como podría hablarse de un amigo.
—Le Mont-Blanc, vous savez, ça me connait —dice el inteligente en Mont-Blanc.
Y cuando este hombre absurdo se va, aunque vaya cuesta abajo, gobierna sus pasos como si trepara a un Mont-Blanc invisible.
Ayer se ha visto el Mont-Blanc desde Ginebra. Por la noche, la mujer del telescopio estaba todavía en el mismo sitio.
—¿Quiere usted ver las montañas de la luna? ¡Veinticinco céntimos! —me dijo.
¿Las montañas de la luna? Creí haber oído mal.
—Mais oui, monsieur: mais oui. ¡Les montagnes de la lune, quoi!
Me pareció el colmo. Sin embargo, es cierto que todas las noches de luna se arman dos o tres telescopios en el Quai du Mont-Blanc para ver las montañas selenitas. Estos suizos se creen que las montañas de la luna les pertenecen. Su ideal sería agujerearlas, organizarlas, llenarlas de túneles, de funiculares y de hoteles y llevarse allí a millares los ingleses para sacarles el dinero.
Yo no subiré ya nunca a una montaña sin miedo de encontrarme en ella a un suizo con delantal. Los suizos les sacan dinero a sus montañas hasta al través de los telescopios. Le sacan dinero hasta a las mismas montañas de la luna. Al lado de los suizos, qué pésimo negociante resulta aquel pobre José María, ¡que quiso explotar Sierra Morena armado de un trabuco!