Historia de un mirlo

DURANTE LOS DÍAS QUE ESTUVE en el pueblo me he pasado muchas horas en compañía de un mirlo. Era un mirlo librepensador, que no me hablaba en contra de mis ideas y que hasta parecía verlas con agrado. El lector convendrá conmigo en que es muy difícil establecer la filiación política de un mirlo. ¿Cómo vamos a averiguar lo que piensa un mirlo, cuando todavía no hemos logrado saber lo que piensa el conde de Romanones? El mirlo y el cuco son dos pájaros igualmente enigmáticos, pero yo he supuesto que el mirlo de mi pueblo era un mirlo radical, y estoy seguro de no haberme equivocado. ¡Había que oírle cantar el himno de Riego! Pepe el zapatero —que más bien que dueño del mirlo era correligionario suyo— me decía:

—Todo eso —el himno de Riego y un poco de la Marsellesa— lo ha aprendido aquí. Otro cualquiera le hubiese enseñado la Marcha Real o un couplet sicalíptico; pero yo soy un hombre de convicciones.

Lo era, en efecto, y de tal maestro salió tal discípulo. En el pueblo se inició una verdadera persecución contra aquel mirlo apostólico. Las beatas le difamaban en sus tertulias diciendo que tenía el diablo en el cuerpo, y cuando necesitaban componer sus botas, en vez de llevarlas a casa de Pepe, las llevaban a otra zapatería. «Antes de oír canciones inmorales —decían— preferimos ir con las botas mal compuestas». Un día, desde su altar, el cura habló del mirlo, exaltando en contra suya el ánimo de los feligreses. Se pensó en matar al mirlo de una pedrada o por medio de una pócima, y la existencia del mirlo se vio seriamente amenazada. Sin embargo, el mirlo siguió cantando. Su historia de propagandista no se torció ante el peligro. Era un mirlo consecuente, aunque lírico, y su corazón de mirlo valía más que el corazón de muchos hombres.

Yo le tomé una gran simpatía a aquel mirlo maldito, que cantaba la libertad desde las rejas de una jaula y en cuyo pecho armónico todos los amores eran para ella. Llegaba al taller de Pepe el zapatero, me ponía a silbar aquel himno que hacía taparse los oídos a todas las beatas, y en seguida el mirlo me respondía con las mismas notas. ¿Qué corazón no se hubiese conmovido? Cuando todas las gentes tienen para las ideas de un hombre un mismo sentimiento de hostilidad, ¿cómo no agradecer la simpatía y la comprensión de un amigo mirlo?

Y era que aquel mirlo no tenía intereses ni preocupaciones, como los vecinos del pueblo. No había hipocresías en aquel pequeño corazón de mirlo, ni rutinas en aquella lírica y blanda cabecita. No iba a la misa ni se confesaba el mirlo de Pepe el zapatero; pero era un buen amigo y cantaba bastante bien.

Un día le dije a Pepe:

—Usted le ha dado a este mirlo una educación liberal, pero lo ha esclavizado. Este proceder le pone a usted por debajo del mirlo. ¿Por qué no lo suelta usted?

Pepe se puso muy triste.

—No tengo otra compañía. Por causa del mirlo me he puesto a mal con todo el pueblo. El día en que el mirlo se me vaya o se me muera, será como el día en que se murió mi madre.

Hubo un momento de silencio, en el que sólo se oía el martillo de Pepe machacando la suela. Yo comencé a silbar:

—¡Fi! ¡Fi!

El mirlo me respondió en seguida. A pesar de su prisión y de su abandono, seguía tan entusiasta como siempre.