El mar

ALGUNOS AMIGOS ME HAN ESCRITO desde Madrid pidiéndome mi opinión acerca del mar.

—¿Es muy grande? —me pregunta uno de ellos.

Honradamente debo contestarle que no lo sé, porque no lo he visto todo; vi un trozo en la ría de Arosa, otro en la de Marín y otro en la de Vigo. El mismo amigo me ruega le diga si el mar es bonito, y esta salida me pone en un aprieto. El mar —tal como se le ve— no es ni mucho más bonito ni mucho mayor que el estanque del Retiro. Agua, agua salada que no sirve para beber: he aquí el mar. Ha llegado ya la hora de decirle la verdad a este monstruo tan orgulloso. El mar es un prestigio falso. No es bonito ni mucho menos. La hermosura se la dan las playas y las costas. Suponed el agua del mar en una palagana, y a ver qué queda de su belleza.

—El mar debe de ser un hermoso espectáculo —me dice uno de mis amigos.

Con toda franqueza confieso que prefiero una sesión de cinematógrafo. Me he pasado muchas horas fumando mi pipa frente al mar, y no me he divertido nada. El mar no tiene gracia, fantasía ni emoción. Los naufragios están muy mal organizados, y yo no he visto ninguno. El coro de gaviotas, regular. El coro de marineros, malísimo. Estos marineros están muy mal ensayados. En cualquier teatro de último orden, los marineros de Marina salen vestidos con mucha más propiedad. Llevan pipas y sotabarbas, sombreros sudestes, chaquetones impermeables y botas hasta la mitad del muslo. Salen a escena y se balancean alternativamente sobre ambos pies, según una costumbre que los buenos marineros deben haber adquirido en las cubiertas de los buques.

El mar es muy inferior a su fama. Si vale algo es en el sentido industrial, como pescadería y como vía de comunicación. Los peces marinos, en efecto, son mejores que esos que fabrican en Madrid y que luego sirven en los cafés con salsa tártara o mayonesa. Pero, líricamente, el mar no tiene importancia ninguna. Al mar, como a muchos hombres, le está perdiendo el afán de cambiar los negocios por la poesía.

Yo he ido por el mar en un vaporcito desde Marín a Vigo. He visto Marín, Bueu, la isla de Tambo, Sanjenjo, Portonovo, las islas de Ons, las Cíes, Cangas, Moaña.

—¡Qué hermoso mar! —exclamó un amigo que iba conmigo. Era igual que si al recorrer en tren un paisaje suizo le dijese a uno: —¡Qué hermosos rieles!

—Sin embargo —observó mi amigo—, toda esta hermosura es hija del mar. Sin el mar, como medio de vida, no se hubiese construido aquí una sola casa ni un solo pueblo. El mar sostiene a estas gentes y las procura una temperatura apacible, sin esos cambios violentos que le han descompuesto a usted los nervios en Madrid…

Era posible. Yo, mientras hablaba mi amigo, me mareé un poco, cumpliendo así un deber elemental de todo el que se embarca y a fin de darle verdadero carácter a aquella excursión marítima. El mar me produjo el mismo efecto que un discurso de Rodríguez San Pedro.

¡El mar! ¡La inmensidad! ¿Y la tierra? ¿No es también otra inmensidad?