SI YO CONTINUASE ALGÚN TIEMPO en París es posible que me hiciese un poco sabio. Estas clases de la Sorbona son poderosamente agradables, y yo me había acostumbrado a frecuentarlas. Sobre todo, me había acostumbrado a las conferencias de helenismo de monsieur de Croisset.
El helenismo tiene unos bancos bastante cómodos y unas alumnas muy bonitas. Estas alumnas, penetradas de espíritu helénico, son muy propensas al aticismo de los dilettanti. Monsieur de Croisset es un expositor elegante, ameno y claro y no usa anteojos. Una señorita puede ir a oírle como iría a tomar el té o a darse un paseo por el bosque de Bolonia. A pesar de ser un sabio, monsieur de Croisset es un hombre agradable. No dice cosas muy profundas, sino cosas interesantes. Vulgariza. Halaga este afán un poco vanidoso de cultura que se siente en el seno de las familias acomodadas. Su clase de la Sorbona viene a ser algo así como las Galleries Lafayette del helenismo.
¡Loadas sean las Galleries Lafayette!
Gracias a ellas, todas las muchachas de París van bien vestidas, aunque un traje de las Galleries Lafayette no podrá competir nunca con un traje de Chez Paquin. Así, gracias a monsieur de Croisset, muchas muchachas adornan su espíritu de un helenismo que no hubieran podido procurarse nunca en los libros de los sabios alemanes, más profundos, quizá, que monsieur de Croisset, pero tan inasequibles para las chicas de la clase media como los trajes de Paquin.
Yo hablo de monsieur de Croisset como pudiera hablar de cualquier otro profesor de la Sorbona. Le considero el tipo medio de estos conferenciantes amenos, que se hacen oír con placer, a pesar de decir cosas útiles. Su labor es muy semejante a la de la revista Les Annales. Nadie que quiera instruirse de verdad sobre ninguna cosa se suscribirá a Les Annales; pero Les Annales, sin tener la menor seriedad científica ni literaria, ha hecho en Francia una labor enorme por la ciencia y por la literatura. Un suscriptor de Les Annales puede hablar bastante bien acerca del último libro o de la última exposición. Muchos suscriptores se hacen pedantes, pero otros se aficionan al estudio. La pedantería es desagradable sin duda alguna. Eso de que una chica le hable a uno de Sócrates nada más que porque en casa reciban Les Annales carece en absoluto de amenidad. ¡Qué le vamos a hacer! Después de todo, más vale un medio culto, a pesar de la pedantería, que tiene que derivarse de él, que un medio ignorante.
Aquí, el medio es culto. En un cabaret cualquiera se puede hacer un chiste acerca de Plinio, en la seguridad de que el público lo entenderá gracias a Les Annales y a monsieur de Croisset. El vecino de París no vale más que el vecino de Madrid. El Botin no es, ni mucho menos, superior al Bailly-Baillière; pero el medio parisién es superior al medio madrileño. Aquí la ciencia no es patrimonio exclusivo de los sabios y de los estudiantes, sino que está diluida en el ambiente. Las ideas pasan al ambiente por medio de las conferencias y de los periódicos y de las conversaciones.
No es que en Francia haya grandes hombres. Francia es un pueblo mediocre, en donde todo es clase media. Aquí no hay grandes fortunas ni grandes miserias; no hay una gran cultura ni una gran ignorancia. Por el dinero, como por la educación, toda la Francia es clase media. En la cultura francesa no hay aristocracia ni demagogia; todo es burguesía.
De continuar aquí, yo me hubiera hecho un pequeño burgués de la cultura. Hubiera ido metiendo ordenadamente una porción de conocimientos en la caise d’epargne de mi cerebro hasta formarme una sabiduría modesta que asegurase mi vejez intelectual cuando yo hubiera perdido ya toda mi espontaneidad y toda la frescura de mi juventud; pero no podrá ser. Me voy a Alemania, donde los sabios tienen un orgullo de aristócratas y no descienden nunca a hablar el lenguaje del pueblo.