La llegada

AL LLEGAR A PARÍS de vuelta de Londres, yo recibo la misma impresión que experimenté un día, saliendo de un museo de figuras de cera y encontrándome en mitad de la calle.

—Indudablemente —me digo, mirando a la multitud desde el coche que me conduce al hotel—, toda esta gente es gente de verdad.

No creo que sea una gran idea acerca de París esta de considerarlo como un pueblo habitado por gentes de verdad; pero es la única idea que se le ocurre de pronto al viajero que viene de Londres. Cada uno recibe una impresión de París completamente distinta, según entre en él por una estación o por otra. Yo he entrado por Saint-Lazare.

Un coche destartalado me lleva por la rue Auber y por los grandes boulevares. Muchas luces, mucha música que sale de los cafés, muchas faldas recogidas, muchos chalecos de fantasía, muchos bigotes, mucha confusión. Las calles están todas llenas de obstáculos. La circulación es dificilísima. Yo estoy encantado.

En Londres, las calles están siempre expeditas, y la circulación, a pesar de ser mucho más intensa que en París, se verifica con una perfecta regularidad. Allí todo es método y disciplina. Uno toma un coche para estar en un punto a una hora, y está en el punto a la hora. A la hora en punto, que diríamos en Madrid. Tiene uno una obligación cualquiera que cumplir, y no hay nunca nada que se lo impida. Es insoportable.

¡Con qué gusto al salir de Londres se hunde uno en este desconcierto de París, y ve uno gesticular a esta gente tan exuberante, y oye uno a la criada del hotel hacer la apología del cuarto donde uno va a dormir! Esto es humano. Estos franceses enfáticos, que se visten de una manera tan llamativa, son personas de verdad, y esos ingleses serios, fríos, afeitados, que no pierden el tiempo en palabras ni en gestos, son figuras de cera que tienen mucho parecido.

Heine cuenta que en París se dejaba tropezar por la gente para permitirse la voluptuosidad de ver luego a los que le habían tropezado pidiéndole excusas. ¡Qué gente tan ceremoniosa! Cuando un francés le dice a uno que siente haberle tropezado, parece que lo siente, en efecto.

Él mismo está casi convencido de lo que dice.

Londres es el museo Grevin, y París es el bulevar. De vuelta de Londres, París le embriaga a uno con la voz y la música y la alegría ruidosa. En el fondo, sin embargo, este París es muy buen chico. París es como un muchacho simpático y muy amigo de juergas, pero que no pierde nunca la cabeza, que trabaja y que mete siempre su dinerito de côté.