EL TURISMO, COMO EL ROAST-BEEF, ha sido inventado en Inglaterra, y el verdadero turista es el turista inglés. Ningún país puede considerarse como lugar de turismo mientras no vayan a él los turistas ingleses. Un hotel donde no haya un inglés no parecerá un hotel, sino una pensión de familia; un departamento de ferrocarril sin inglés ninguno, no es un departamento de ferrocarril, y a mí no me dará jamás la sensación completa de que estoy viajando.
El inglés es turista por naturaleza. Yo he conocido en París ingleses que llevaban allí doce años y que seguían de turistas, hablando inglés, llamando la atención y haciendo el primo como si acabaran de llegar. En España, la gente del pueblo les llama ingleses a todos los extranjeros. Ingleses, es decir, turistas. En realidad, el inglés, como tiene verdadero tipo de inglés, es vestido de turista, con unos knickers, una chaqueta de trabilla, unos gemelos prismáticos en bandolera y una cara muy desorientada. Así es como parece genuinamente inglés, y de ahí el que uno no encuentre nunca en Londres tipos de inglés tan reussis como los que se ven en España.
El inglés es el hombre que consume más cupones de hotel, más kilómetros de vías férreas, más guías de Baedeker, más tarjetas postales. Es el hombre que tiene más capacidad admirativa para las ruinas, para los museos, para las estatuas, para las catedrales góticas, para las tumbas célebres. Sería capaz de admirar cincuenta catedrales góticas en un día si se las pusieran en el camino. Igual admira una catedral gótica que un cabaret alegre, el sol de media noche en Noruega que el sol del mediodía en España. Admira en la misma jornada dos iglesias, una Casa Consistorial, un paisaje, un viejo castillo, la casa donde nació un hombre célebre, una biblioteca pública, un río, una montaña, el amanecer y el crepúsculo, un trozo de mar y las botas de un general heroico. Lo admira todo sin cansarse, con una resistencia para la admiración que no tiene ningún otro turista.
—Permítanme ustedes solicitar su admiración sobre este cuadro de Rubens —dice el guía en un museo.
Y el primer turista que se adelanta y que abra más la boca es el turista inglés. A veces confunde los cuadros, y en vez del Rubens a que alude el guía admira una porquería de un pintor local; pero en cuanto advierte su error lo rectifica.
—¡Ah! ¿No es esto lo que hay que admirar? No matter. It is all rigth.
Mark Twain, en su New Pilgrims Progress, cuenta que al pasar por el Estrecho de Mesina un inglés miraba lleno de unción a ambos lados con unos gemelos.
—¿Por qué admira usted tanto el Estrecho de Mesina? —le preguntó Mark Twain.
—Sepa usted, caballero —contestó el inglés—, que yo admiro todos los lugares citados en la Biblia.
—¿Y qué tiene que ver el Estrecho de Mesina con la Biblia? Lo que está usted viendo son los clásicos Scila y Caribdis.
—¿Scila y Caribdis? —exclamó el inglés—. Yo creía que eran Sodoma y Gomorra. Never mind. It is all rigth.
En Suiza, el turista inglés, cargado de un morral, con un alpenstock y unos zapatos enormes, cuyas suelas están llenas de pinchos, echa el bofe para subir a unas montañas que todo el mundo asciende en ferrocarril, y vuelve luego desollado: la cara en carne viva, tosiendo como un gato. La buena fe del turista inglés es infinita; se traga un cuadro apócrifo igual que una montaña de cuatro mil quinientos metros, y distribuye propinas a derecha e izquierda.
Yo no sé si debemos preocuparnos de llevar a España el turista inglés. Más útil sería, acaso, que fuéramos nosotros a Inglaterra. De todas modos, la atracción del turista inglés sólo depende de una cosa: de que el citado turista se encuentre en España, como en Inglaterra, con un criado que le hable inglés en el hotel, con un buen trozo de roast-beef a la hora de almorzar, con su té de las cinco y con su campo de golf. Porque al inglés le gusta visitar los países exóticos a condición de encontrarse en ellos como en su casa. El inglés en el extranjero es tan inglés como en Inglaterra. Es inglés siempre; es siempre turista.