Un impuesto sobre la vanidad

ALGUNA VEZ, VIENDO LA ENERGÍA que desarrollan los franceses para obtener títulos y condecoraciones, a mí se me ha ocurrido inventar un aparato que la recogiese y que le diera una aplicación industrial. Este invento no ha pasado de proyecto, porque yo tengo imaginación, pero me falta capacidad científica. Hombres más prácticos que yo, como el recientemente célebre Polidor, en vez de inventar aparato ninguno para explotar la vanidad francesa, inventaban cruces y medallas y se hacían ricos. Una medalla o una cruz pueden costar hasta diez céntimos y pueden producir hasta diez mil francos. No hay negocio más saneado en el mundo que el de la venta de condecoraciones.

Ahora el Estado francés va a establecer un impuesto de veinticinco francos sobre las palmas académicas, y de cincuenta sobre la roseta de oficial de la Legión de Honor. Es una idea de M. Guist’hau, el ministro de Instrucción Pública; M. Constant d’Ivry ha propuesto que se cargue también el mérito agrícola, y M. Gillet-Arimondy, diputado por los Alpes marítimos, quiere que el impuesto ideado por el ministro de Instrucción Pública no se limite a las condecoraciones obtenidas, sino que se extienda a la pretensión de obtenerlas. Este señor ha redactado la siguiente enmienda al proyecto de M. Guist’hau:

«Nadie podrá obtener las palmas de oficial de Instrucción pública y de oficial de Academia si no hace la solicitud por escrito en una hoja de papel con timbre de cinco francos, para las palmas de oficial de Academia, y con timbre de diez para la roseta de Instrucción».

¿Se imaginan ustedes el ingreso que esto supone? Es formidable. Es como si se creara un impuesto por nacimientos, ya que cada francés recién nacido es un futuro candidato a una condecoración. De esto al aparato que yo quería inventar no hay diferencia ninguna.

El francés es el hombre más condecorado del mundo. Cuando Loubet estuvo en Madrid, nuestro entonces ministro de Instrucción Pública le enseñaba en el Museo del Prado un retrato del Greco, que representa a un señor con una gran condecoración. Nuestro ministro no disponía de un francés perfecto. Le señaló el retrato y le dijo:

C’est un condecore

—¡Oh! —contestó Loubet—. En Francia hay muchísimos.

Todos los franceses mayores de treinta años están condecorados.

«El francés —decía un inglés— es un hombre muy condecorado y que come mucho pan». Los ingleses no comen pan ni usan condecoraciones. Desprecian las dos cosas por empalagosas y vanas. No les parecen nada prácticas.

El aparato inventado por Gillet-Arimondy para explotar la pretensión de obtener honores, no produciría un céntimo en Inglaterra, mientras que aquí producirá un dineral. En España lo que daría resultado sería un invento para aprovechar la energía que los españoles derrochan en no hacer nada.