La honradez de Suiza

¿NO HAN OÍDO HABLAR USTEDES de la honradez suiza? Los suizos son la gente más honrada del mundo. Tienen una honradez intachable y unos quesos riquísimos, y se hacen hoteleros; es como una muchacha italiana que se había perdido en Buenos Aires y de la que decía su padre, en el lenguaje pintoresco de los italianos del barrio de la Boca:

Ma figlia e buona. Ella ha diventato mala per il bisogno, ma ella e molto buona. Ella me trae cuatro o cinco pessi cada notte.

Los suizos se han hecho hoteleros por il bisogno. Sienten el bisogno de sacarle dinero a los ingleses; pero se lo sacan con una gran honradez. En los hoteles suizos casi no le roban a uno, y si por casualidad le roban, no le roban más que lo justo. Así, por ejemplo, en el hotel del Rigi Kulm —yo no he estado nunca en el Rigi; este dato lo tomo de Alfonso Daudet— le ponen a uno en cuenta el crepúsculo matutino, que, según parece, es allí muy hermoso. «Habitación, tanto; comida, tanto; crepúsculo matutino, tanto». A esto es a lo que llamamos robar a los clientes de hoteles, y por extensión decimos que quieren robarnos cuando nos presentan una nota cualquiera; pero el famoso crepúsculo del Rigi no cuesta nunca arriba de un franco, y un franco por no haber visto el crepúsculo, por haberse quedado muy dormidito en la cama, es verdaderamente barato. Aquí, como en todas partes, es natural que le roben a uno; pero le roban honradamente.

La honradez suiza, además, lo prevé todo. En los tranvías de Ginebra hay unos carteles donde aparecen tarifadas cuantas roturas pueda uno hacer. Si rompe uno tal cristal, tiene que pagar cinco francos; tal otro, cuesta solamente tres francos cincuenta. Unas lámparas verdes verdaderamente preciosas y que incitan a la rotura, cuestan tres francos nada más. Da gusto. Uno elige un objeto, según sus medios, lo rompe, lo paga y asunto concluido. Estos tranvías son ideales para señoritos borrachos. ¿Por qué no se tarifan también las cosas en los tranvías de Madrid, donde hay tanta afición a romperlo todo?

Al llegar a Ginebra, yo me metí con mis bártulos en un coche. Un señor muy uniformado me saludó desde la acera, me preguntó adónde iba y me dio un papel, donde escribió un número.

—¿Qué es esto?

—Es la nota de lo que tiene usted que pagar por el coche.

Momentos después, a la puerta del hotel, el cochero me miraba como si quisiera decirme:

—Ya ve usted que no tengo posibilidad ninguna de robarle a usted. Apiádese usted e indemníceme de alguna manera.

Las propinas de hotel está convenido que son un robo. El mozo del restaurant y el chico del ascensor, la criada y el chasseur, el criado, el portero, el sommelier, el intérprete y una porción de gentes más toman a los ojos del viajero que quiere partir un aspecto así como de bandidos calabreses. Uno se encuentra con la salida cortada. No hay retirada ni lucha posibles. Hay que entregarse. Pues en muchos hoteles suizos esta expoliación está reglamentada del modo más razonable del mundo. Uno paga el diez por ciento sobre el importe de su cuenta, y los criados se lo distribuyen equitativamente. Le roban a uno, pero le roban de una manera equitativa. Al hacer su presupuesto de viaje, uno puede calcular al céntimo lo que le van a robar. Claro que en estas condiciones el robo carece de emoción; pero, en cambio, resulta mucho más económico para el viajero. A los ingleses les encanta que les roben así, con método, con tarifa y, sobre todo, les encanta que les roben poco.

Les digo a ustedes que en Suiza casi no le roban a uno, y esto es lo más que se puede decir de un pueblo de hoteleros que vive particularmente del turista. Parece mentira que se pueda dar tanta belleza, tanta salud y tanta poesía por tan poco dinero; que una cosa tan admirable como Suiza se haya puesto al alcance del público por un precio tan barato. Yo creo que los suizos pierden.