La escuela rural

Recuerdos de un lugar de tortura

EL VIEJO MAESTRO está orgulloso de mí. Ha oído decir que escribo bien, y él lo considera como un triunfo.

—Ya, desde que eras muy pequeño, les dije a tus padres que llegarías a escribir bien. No había otro para la letra inglesa.

Pero también le han dicho que soy un poco hereje, y esto le disgusta.

—¡Cuidado que yo hice todo lo posible por educarte como es debido! Pero el catecismo no te entró nunca en la cabeza.

Hoy he pasado por delante de la escuela, y el maestro me invitó a entrar.

—¿No quieres recordar tus buenos tiempos?

¡Mis buenos tiempos! Al trasponer el umbral me invadió una sensación retrospectiva de miedo y de angustia. Estuve por escaparme, lo que no le extrañaría gran cosa al amigo don Joaquín, ya que no sería la primera vez que lo hiciera. Pero me repuse al instante. Total: a mí no me iban a enseñar nada.

Habría unos cincuenta chicos escribiendo palotes en el papel Iturzaeta, sobre unas cuantas mesas largas, negras, horribles.

—Tú, Juanito —dijo repentinamente el maestro dirigiéndose a un chico—, ya te se ha caído un borrón.

Se fue hacia el chico y le dijo:

—Pon la mano.

Juanito alargó una mano llena de miedo y de tinta. Entonces el dómine empuñó el puntero y lo descargó con furia tres veces consecutivas sobre aquel remo criminal. Juanito prorrumpió en ayes desgarradores mientras sacaba la lengua y la pasaba sobre el borrón.

—Pero ¿no le hará daño esa tinta, don Joaquín?

—¡Quiá! Para aprender a escribir es preciso tragar mucha.

Pero el muchacho no debía de tener grandes aspiraciones literarias, porque estuvo escupiendo tinta más de un cuarto de hora.

A mí todo aquello empezó a sentarme mal. No hay nada en los pueblos que me aflija tanto como las escuelas. Yo tengo de la escuela el recuerdo de un lugar de tortura adonde me enviaban mis padres para castigarme. Hay ciertas cosas que no se olvidan jamás, y yo nunca olvidaré que, siendo muy pequeño, hice un día no sé qué trastada en casa.

—A este chico —dijo mi padre— habrá que mandarlo a la escuela.

Cómo será la escuela cuando sirve de amenaza para los chicos. Las tres horas de por la mañana y las tres de por la tarde constituyen un verdadero suplicio. Los locales son infectos y pequeños. Las enfermedades de suciedad se hacen en ellas comunes a todos. Y al cabo de seis o siete años sale uno de allí sabiendo las cuatro reglas, escribir al dictado, los quebrados, las fábulas de Iriarte y el catecismo del padre Astete. Pero ¿qué importa el haber aprendido poco o mucho? Lo malo es que de la escuela se sale con un odio terrible al estudio.

—¡Qué diferencia —me dice el maestro— de ahora a cuando venías aquí! La verdad es que eras travieso.

Don Joaquín no me perdona una pequeña lección que yo le he dado un día. Tenía este don Joaquín la mala costumbre, cuando se nos caía algún borrón sobre el cuaderno, de darnos unos cogotazos espantosos. Una vez que le vi venir hacia mí con intención de castigarme, yo me llevé la mano a la nuca, como si lo hiciera por un movimiento instintivo, pero sin abandonar la pluma, que puse con la punta hacia fuera, como si fuese una lanza. Don Joaquín, sin fijarse, descargó la mano sobre mi pescuezo y lanzó un alarido terrible. Aquel día se levantó la clase dos horas antes que de costumbre, y don Joaquín fue a enseñarle al médico una herida que manaba tinta.

—¿Te acuerdas? —me dice.

Luego me presenta a los alumnos más aventajados: dos grandullones a quienes ha conferido los títulos de inspector de clase e inspector de orden. Yo he disfrutado también de ambos cargos bajo la férula de don Joaquín. Eran honorarios, pero tenían lo que se llama «manos sucias». ¡Las inmoralidades que yo he cometido, dicho sea en el mejor sentido de la palabra, abusando de mi influencia! Yo era corruptible a cualquier precio, que lo mismo se me podía pagar en alfileres que en botones o en calcomanías.

Termina la clase, y los alumnos se ponen a cantar la tabla: «Dos por una es dos; dos por dos, cuatro; dos por tres, seis…». ¡Cinco, seis, siete años cantando siempre la misma estúpida canción! ¡Para qué se desarrolla la fantasía infantil! Por fin se oye un coro formidable. «Diez por diez, cien». Y los chicos salen a la calle con la misma alegría con que pudieran salir de un presidio.