La diligencia

HEME AQUÍ EN UNA DILIGENCIA, camino de Cambados. He podido hacer el viaje en tren hasta el Carril; pero el caso era meterse en una diligencia para luego quejarse de ella. Afortunadamente, el progreso no ha avanzado tanto que no haya aún por estos caminos algunas diligencias para los viajes literarios o filosóficos.

Conmigo viajan una señora gorda, un cura, un propietario y un recaudador de contribuciones.

—Yo no quise ir en el tren —dice la señora gorda— porque la diligencia es más segura.

—Pues yo vengo en la diligencia porque me deja en la puerta de mi casa —dice el propietario.

El cura se explica así:

—La diligencia es más tranquila que el tren. A mí que no me hablen del tren más que para los viajes largos.

Y el recaudador manifiesta que su espíritu es incompatible con la puntualidad del tren.

—Nunca espera por uno. Luego, supóngase usted que se le ocurre cualquier cosa en el camino. Pues no puede usted bajarse, y se tiene usted que fastidiar. Los maquinistas son mucho más orgullosos que los cocheros.

Queda reconocida la superioridad de la diligencia sobre el tren, por una razón de literatura, otra de seguridad, otra de egoísmo, otra de longitud y otra de amor propio. Así ha resultado de una minuciosa conferencia verificada en el camino de Cambados por una señora gorda, un sacerdote, un propietario, un recaudador de contribuciones y un periodista.

Pero en seguida todos nos ponemos a murmurar de la diligencia con el fútil pretexto de que la nuestra no anda nada. ¡Yo mismo protesto contra su lentitud, como si tuviese algo que hacer en Cambados! ¡La señora gorda, que aunque gorda es sentimental, manifiesta una honda piedad por las mulas!

—¿Ustedes oyen lo que les dice el cochero a los animalitos? ¡Vaya un lenguaje!

El lenguaje, en efecto, no es muy parlamentario; pero acaso las mulas no entendieran por medio de eufemismos.

—¡Ay! —exclama la señora—. Las mulas también son de Dios. ¿No es verdad, señor cura?

—Todo es de Dios en el universo —responde sentenciosamente el sacerdote.

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Mientras tanto, la diligencia baila sobre los baches, entre la cascabelería de las mulas, hijas de Dios. ¿A quién se le habrá ocurrido la idea de rodear con collares de cascabeles los cuellos de las mulas de las diligencias? ¿No son los cascabeles instrumentos de alegría? Y la primera condición de la alegría ¿no es la libertad? El mayoral descarga su fusta sobre estos lomos esclavos, y en el impulso del dolor producen las mulas una alegre música de cascabeles. A veces, la punta del látigo se tiñe de sangre, y entonces los cascabeles suenan más ruidosos que nunca. El rumor de los cascabeles, una nube de polvo, las injurias del cochero y unos chicos que salen de las escuelas campesinas con la cartera bajo el brazo y la falda de la camisa mostrándose por la abertura del pantalón: he aquí el pintoresco acompañamiento de nuestra diligencia. A la hora de ir en ella apenas si hemos hecho dos leguas de camino.

—¡Qué calma! —dice el propietario.

Un filósofo diría:

—¡Qué velocidad!

¿Para qué más prisa, en efecto? ¿Hay algo en el mundo que valga la pena de ir a buscarlo de prisa? Esta diligencia marcha camino de Cambados. Si fuera un filósofo en ella, ¿qué más le daría llegar a Cambados una hora antes que una hora después? Cada uno de los que vamos aquí —la señora gorda, el cura, el recaudador de contribuciones, el propietario y yo— podemos estar seguros de que el destino nos aguardará en Cambados pacientemente, tardemos lo que tardemos, y que allí hará entre nosotros su distribución de males y de bienes con arreglo a un designio anterior e inmutable.

En Cambados recobraremos nuestro tedio o nuestra alegría, nuestro amor o nuestra infelicidad, nuestra estupidez o nuestro ingenio, según una providencia en la que nuestra prisa no puede ejercer el menor influjo. La fusta de este mayoral hará saltar la sangre sobre los lomos de las mulas; pero toda la sangre que en ellos brote será estéril para nosotros. No tengas prisa, mayoral. Baja del pescante ante la próxima taberna y dile a la hija del tabernero que te sirva un jarro del rojo vino de estas viñas.

No os impacientéis, mulas de la diligencia. Sonad vuestros cascabeles, tan sólo para espanto de las moscas, y creed que ni el pienso del pesebre ni el corazón de un caballo valen la pena de que se fatiguen unas mulas razonables; sobre todo, cuando están uncidas a una diligencia.

¡La prisa! ¡La calma!… No hay dos palabras en las que se encierran conceptos más relativos.

Hubo un tiempo en que las diligencias corrían tanto que se las llamó seriamente «diligencias». ¡Dichoso tiempo en el que todos los deseos eran lentos y cercanos! ¡Quién tuviera su espíritu y un buen automóvil!