De Constantinopla a la provincia de Pontevedra

UN DÍA, EN CONSTANTINOPLA, recibí una postal de un buen amigo periodista. En ella se burlaba mansamente de mis artículos de política internacional. «Me asombra usted —decía— dos o tres veces todas las semanas. Es admirable. ¡Cuántas cosas serias sabe usted!».

Yo entonces le escribí poniéndole en el secreto de todo. «Le juro a usted que no sé nada, y le ruego que desvirtúe entre los amigos la creencia posible de que yo me haya hecho un periodista serio. Mi ignorancia es, como antes, enciclopédica y audaz, y me disgustaría mucho el que la pusieran ustedes en duda. Eso de que los viajes ilustran es una forma de reclamo ideada por la Agencia Cook. Pero yo he venido aquí para dar mi opinión sobre el asunto de los Balcanes, y por eso tomo a veces ese aire de gravedad que le ha sorprendido a usted. En cuanto a mis centros de información, son los mismos de todos los viajeros. Soy ya popular en los establecimientos franceses del barrio de Pera, donde me hago traducir los diarios turcos del modo más agradable que me es posible. Ya lo sé. Es un poco ridículo esto de que yo le dé consejos a Serbia, a Rusia y a Bulgaria. ¡Qué hacer! Me los dictan la Jeannette, la Camille y la Sylvie. Yo los traslado a las cuartillas, pero sin el menor entusiasmo, porque presumo que ni Rusia, ni Bulgaria ni Serbia van a guiarse por mí. Y aquí me tiene usted, querido amigo, hablando de las naciones con la familiaridad de un hombre que hubiese pasado algún rato con ellas».

Yo podría escribir un artículo muy interesante contando cómo se informa en Constantinopla un periodista extranjero, y lo documentaría con anécdotas como esta: el otro día conocí a una chica serbia, muy bonita. Le hice un poco la corte, y ella me preguntó si yo era amigo del Austria.

—¿Amigo del Austria yo? ¿¡Esa antipática…!? Nunca la he podido ver.

Entonces la muchacha me dijo que hiciese un artículo contra el Austria y que la llamase cochina.

—Si lo haces tendrás de mí todo lo que quieras…