La vieja Compostela

HE LLEGADO A SANTIAGO a las siete de la tarde. ¿Cuántas campanadas necesita el reloj de la catedral de Santiago para dar las siete de la tarde? No lo sé, porque no tuve la paciencia de contarlas. Yo soy un espíritu moderno, y ya mi amigo Sánchez Díaz, con su temperamento ágil e inquieto de viajante de comercio, ha observado que ningún espíritu moderno puede oír con calma una hora en el reloj de la vieja catedral compostelana. ¡Reloj muy apto para un símbolo, en el que no se concibe cómo pueda medir su tiempo este siglo vertiginoso! A las siete el reloj de la catedral de Santiago comienza a dar las siete; pero cuando acaba ya han salido todos los vehículos de las siete y ya han comenzado todos los espectáculos de las siete. Bien se echa de ver que los santiagueses no tienen prisa y que su ciudad no es una ciudad cosmopolita ni industrial. Para llamar a las novenas y a los sermones, así como para anunciar las horas de ir a clase, basta bien la escasa actividad del vetusto reloj.

Santiago es una ciudad monumental. Al ver sus altas torres labradas que se elevan al cielo, alguien la ha llamado «el bosque de piedra». Un bosque de místicos cipreses, empapados casi siempre en esta finísima lluvia que —como el pan y los grelos— es una especialidad de Santiago, y que más que lluvia parece una nube. Lo que se echa de menos en Santiago son los ciceroni. Los santiagueses no se resignan a convertir a Santiago en un museo. Santiago es una ciudad, y una ciudad viva, aunque con una vida que al forastero le parece remota. Las catedrales son en todas partes una curiosidad para atraer turistas, menos en Santiago. En todas partes sobre las ciudades monumentales han levantado casitas modernas los ciceroni, los fondistas y los alquiladores de carruajes. En Santiago, no. Santiago es, tal vez, el caso único de una ciudad medieval con un espíritu apenas influido de modernidad.

Hay una plaza en Santiago formada por estos cuatro edificios: la catedral, el hospital, el Ayuntamiento y la Escuela Normal. Un día Castelar estuvo allí, y señalando sucesivamente los cuatro edificios que limitan la plaza, exclamó:

—Religión, Caridad, Justicia y Enseñanza.

Los santiagueses se quedaron admirados de la perspicacia de Castelar, y a todo el que va a Santiago le enseñan la plaza y le repiten la frase. Una frase exacta, sin duda alguna, y que podría servir para hacer toda la psicología de Santiago. Porque toda ella está en aquella plaza donde la Justicia le deja sitio a la Caridad y la Enseñanza a la Religión, y donde no hay una fábrica ni un teatro, un lugar de trabajo ni un lugar de placer.

El espíritu arcaico de Santiago, que es como una sombra de la catedral, se extiende en un diámetro de muchas leguas. Los campesinos de los alrededores de Santiago son los únicos campesinos gallegos que visten aún a la usanza tradicional, con sus calzones y sus cirolas y sus medias blancas. El gallego mismo, adulterado en toda Galicia, porque no tiene palabras para pedir un billete del ferrocarril ni una cajetilla de 45, es más puro que en parte alguna en los labios ingenuos de estos campesinos, cuya vida es antigua, lo mismo que sus sentimientos. En casi toda Galicia los foros se pagan en metálico. En Santiago siguen pagándose en especies, como en la Edad Media, y los campesinos van a ver a los señores cargados de aves, de frutas y legumbres, en una pintoresca procesión.

Salí de Santiago para La Coruña a las ocho de la noche, en una diligencia que tardó nueve horas. En el cielo refulgía el camino de Santiago, hecho con arenas de luz. ¡Camino divino de la ciudad sagrada! ¡El mejor camino para ir a ella mientras no haya ferrocarril!