Carmiña

DOS GOLPES TÍMIDOS HAN SONADO en la puerta de mi habitación.

—¿Quién es?

Medio dormido aún, y como en un delicioso episodio de mi sueño, oigo la voz mimosa de Carmiña.

—¿Se puede?

Mi sueño vuelve a hacerse profundo. De pronto, otros dos golpes y la misma pregunta:

—¿Se puede?

—Ya te he dicho que sí. Entra.

—¿No estará usted destapado?

Carmiña abre la puerta con toda clase de precauciones. No le gusta presenciar espectáculos inmorales. En sus manos blancas, cuya desnudez se prolonga hasta el antebrazo, trae todos los menesteres de un óptimo desayuno. Lentamente los va poniendo sobre la mesa de noche.

—Aquí tiene usted el café. Aquí el azúcar. Esta es la leche. En el plato queda el cuchillo y el tenedor.

Yo voy a incorporarme en la cama para hacer uso de todas las cosas enumeradas por Carmiña; pero de improviso esta encantadora muchacha da un salto que me llena de asombro.

—¿Qué te pasa, Carmiña?

—Pensé que. La verdad. Como ustedes los viajantes son tan sinvergüenzas…

—¿Sinvergüenzas, Carmiña? Esa palabra no está en las Geórgicas. ¿Quién te ha enseñado a pronunciarla?

Carmiña se pone muy encendida. Sus mejillas, a las que afluye violentamente su roja sangre campesina, contrastan con la palidez de su garganta, desnuda hasta el nacimiento del pecho. No es para menos. Me ha llamado sinvergüenza y viajante. Para Carmiña todo el que viaja es un viajante. La encantadora muchacha no encuentra ninguna diferencia entre un viaje comercial y un viaje filosófico.

—¿Y por qué no has entrado —le pregunto— la primera vez que llamaste?

A esta pregunta Carmiña me responde dándome una lección de buena crianza. Ella me había dicho: «¿Se puede?», y yo le había contestado que sí; pero esto no bastaba. Era menester que yo hubiera pronunciado esta frase sintética: «¡Adelante!».

—Mientras no me digan «¡adelante!» —exclama Carmiña— no vuelvo a entrar en ninguna habitación. Yo le estoy aquí para servir; pero no le estoy para chanzas.

Chanzas, en el lenguaje de Carmiña, significa otras cosas muy serias. Yo le pregunto:

—¿Es que tienes novio?

Y con un decir madrileño, ligeramente alterado por la sintaxis gallega, Carmiña me responde:

—Se le tiene él solo.

—Muy bien contestado, Carmiña. Te querrá mucho, ¿eh?

—¿Y luego? Para eso le es mi novio.

Voy haciendo este diálogo mientras tomo el desayuno. Con una sopa en la boca le digo a Carmiña:

—¿Te vas a casar?

—¿Qué?

—Que si te vas a casar.

—Pues si no me casara seríale una vergüenza —me responde.

—¿Y vas a tener muchos rapaciños?

—¡Ay, señorito! ¡Qué cosas! Y luego dirá usted que no es viajante.

Carmiña cree que hace falta toda la mundanidad y toda la experiencia de los viajantes para suponer que de un matrimonio nazcan hijos. Es de una peligrosa inocencia el espíritu de esta muchacha, blanca, sonrosada y mantecosa, como los frutos del país.

—Bueno, Carmiña. Tráeme una carpeta y un tintero. Voy a escribir.

Carmiña me trae el tintero y la carpeta con la misma veneración con que me traería unos objetos sagrados.

—¡Ay, señorito! —me dice—. El saber escribir le debe ser una grande regalía.

—No —le contesto—. La regalía es la de saber leer.

Esta profunda observación ha sido perfectamente estéril en el espíritu de Carmiña, la cual ha cogido la taza, las jarras, la azucarera y todos los trebejos del desayuno y se los ha llevado. Antes de trasponer la puerta se volvió hacia mí con una mirada de inquietud.

—Pensé que. La verdad.

¡Deliciosa Carmiña! ¡Qué ajena estará de suponer que su nombre va a figurar en estos papeles que ella —¡la pobre!—, sin conocer una sola letra, ha aprendido a distinguir unos de otros por la forma de los títulos!