Bucólica bicarbonatada

ACABABA DE FUNDARSE El Mundo cuando el Centro Gallego de Madrid organizó un banquete en homenaje a D. Casimiro Gómez. Mi ilustre director de entonces, Julio Burell, me llamó y me dijo:

—¿Quiere usted ir a una comida del Centro Gallego? Como usted es gallego…

Un escrúpulo de mi honrada conciencia me llevó a interrumpir las palabras del maestro.

—Iré al banquete con mucho gusto; pero no por esa razón de regionalismo que usted insinúa, sino por otra, de carácter gastronómico. Estoy a la disposición del periódico para representarle en todos los banquetes, cualesquiera que sean los platos regionales que en ellos se sirvan. Tengo un estómago unitario y un apetito federal.

Ya en el Centro Gallego, me hicieron sentar ante una larga mesa, en la cual tenía don Casimiro Gómez un sitio de honor. Yo no sabía a ciencia cierta quién era don Casimiro Gómez, a quien, por aquellos días, habían llamado algunos periódicos «el ilustre filántropo». A fin de enterarme comencé a sobornar con aceitunas a un comensal contiguo, y, de pronto, le pregunté a media voz:

—Esta comida, ¿nos la da a nosotros don Casimiro o se la damos nosotros a él?

Mi vecino pinchó con el tenedor una aceituna y me la ofreció, dándome, a la vez, el hors d’oeuvres y la respuesta.

—Esta comida la costeamos nosotros en homenaje del ilustre filántropo.

—Ahí tiene usted —repuse yo—. Precisamente como don Casimiro es un filántropo, yo me había figurado que iba a pagar el banquete.

El comedor se había instalado en una sala muy alegre, con vistas a la calle de la Bolsa. La pared de frente a mí se hallaba decorada con un friso de gallegos ilustres. Allí estaba el retrato de Concepción Arenal junto al de Matías López.

—Esos retratos —me dijo mi reciente amigo— valen mucho dinero.

—El de Matías López —le contesté— pagará bastante.

—¿Cómo que pagará bastante?

—Pues que pagará bastante. ¿No es un anuncio?

—No, señor; es un retrato como los otros. Todos son hombres ilustres.

—¡Ah! ¿Y cómo no está ahí el retrato de don Casimiro? Debieran ponerle junto al de Rosalía de Castro.

A todo esto ya habíamos comenzado a comer. Los camareros iban de uno a otro lado haciendo juegos de equilibrio con unas enormes fuentes de buey a la financiera, plato indicadísimo para obsequiar a un hombre de negocios como don Casimiro Gómez. El vino era malo; pero, en cambio, la mesa estaba toda llena con botellas de las aguas del Lérez.

—Tome usted de estas aguas —me dijo mi amigo—; son las aguas de don Casimiro.

¡Aguas bicarbonatado-sódico-cloruradas, fluorado-líticas, cuya historia parece la historia de un milagro bíblico! Don Casimiro llegó de América con una fortuna típicamente indiana: una fortuna hecha en la industria de los cueros. Aquí, en Pontevedra, compró por cien mil pesetas una finca cuyos árboles valían solos más de ciento cincuenta mil. «Buen negocio», se dijo don Casimiro. Un día, recorriendo los campos que acababa de adquirir, vio un fresco manantial que brotaba dulcemente entre unas peñas. Un poeta hubiera hecho taza de sus manos para gustar el líquido cristalino, y luego se hubiera puesto a oír el tímido murmurio de las aguas. Pero don Casimiro se ha enriquecido con los cueros. ¿Un manantial? Pues una industria. Inmediatamente la finca de Monte Porreiro se transformó. Don Casimiro hizo obras, trajo máquinas, empleó gente, y aquellas aguas bucólicas, en las que Garcilaso no hubiese advertido nunca el sabor del bicarbonato ni del cloruro, adquirieron de pronto una personalidad científica y un gusto desagradable.

Por todo esto se le llama filántropo a don Casimiro Gómez. Yo recuerdo con cierta indignación aquel banquete del Centro Gallego en el que don Casimiro bebió champagne para hacer un discurso, mientras los demás bebíamos sidra.

—¿Y dice usted —exclamé tristemente, dirigiéndome al comensal que tenía a mi vera—, dice usted que don Casimiro es un filántropo?

Pero ya don Casimiro había empezado a hablar con una dulzura tan americana como filantrópica. «Yo no repararé en gasto ni sacrificio alguno —decía— para que Galicia tenga un manantial bicarbonatado como los mejores de Europa». Un espíritu zumbón murmuró cerca de mí:

—Le va a echar todo el bicarbonato que haga falta.

Mientras tanto, don Casimiro proseguía: «Las aguas del Lérez —gritaba— son las mejores aguas digestivas que se conocen, y es un deber de todos los gallegos el proclamarlo así. Por mi parte, estoy dispuesto a todo para que esas aguas se beban en las mejores mesas».

Hacía bien, porque las aguas eran suyas, y cuanto más se bebiesen más ganaría él.

—¡Viva don Casimiro! —gritó una voz.

—¡Viva!…

—¡Viva el ilustre filántropo!

—¡Viva!…

Y vive. Aquí, en las márgenes del Lérez, tiene su establecimiento, al que yo me propongo hacer una grata excursión.