Un atractivo de Ginebra

EL GRAN ATRACTIVO DE GINEBRA, y probablemente de toda Suiza, es la democracia. En un hotel de ocho o diez francos al día todos somos iguales. Carnegie y yo, un fabricante de botones y una princesa húngara, un rey de color de chocolate y un empleado inglés, un barítono italiano y un presidente de República americana, una actriz de la comedia francesa y un croupier, un comisionista marsellés y un torero español.

Yo he conocido ya a dos reyes en Ginebra. Estos reyes que uno se encuentra en los lugares de veraneo tienen todos un color así como de músicos tzíganes. Sus Estados, por otra parte, no figuran en los mapas corrientes. Al primero de los reyes que yo he conocido en Ginebra me lo tropecé en un bar. Estaba dormido sin majestad ninguna, con la pechera arrugada y la corbata torcida, mientras las chanteusses y las danseusses del establecimiento, sentadas a su mesa, pedían consumiciones. Se habían bebido ya lo menos una provincia. La orquesta tocaba un aire verdaderamente idiota.

—Es un aire de su país —me explicó una de las danseusses señalándome al rey.

—Yo le hablo de tú —decía otra—, porque eso de la tercera persona es muy complicado.

—Mírale —exclamó una, desde su copa de Champagne—. Il est gentil tout de méme.

Gentil como la palmera. Gentil tout de méme.

No mordía, no degollaba a nadie… En vacaciones todos estos reyes son simpatiquísimos. ¡Si no roncaran tan fuerte!

Al fin el rey se despertó.

—Oye tú, majestad —le dijo una de ces demoiselles—. ¿Es cierto que tú degüellas a la gente? Eso no está bien, ¿sabes? No es gentil.

—¡Cuando pienso que eres un rey! —añadió otra—. Comme c’est droll! La verdad, si el gerente no me lo hubiera asegurado, no lo creería.

—Nos darás piedras preciosas, ¿eh? Yo he oído que los reyes dan piedras preciosas…

Al otro rey le conocí en la terraza de un café tomándose un bock. Cuando se fue me dijo el camarero:

—Diez céntimos de propina. ¿Qué le parece a usted?

Yo he oído de uno de estos reyes que un millonario yanqui cayó una vez en sus Estados. El rey le recibió en palacio y le convidó a comer. Al fin de la comida, el rey se asomó a un balcón con el millonario, y una gran multitud vino a aclamarles. Entonces el millonario sacó un puñado de monedas de oro y se las arrojó a la gente.

—Vuestra Majestad me permitirá…

El millonario se había vuelto hacia el rey para ver lo que el rey opinaba de su generosidad, pero el rey había desaparecido del balcón. Dos minutos después el millonario lo distinguió en la calle, confundido con el pueblo. Había ido a recoger monedas de oro como los demás.

Ser rey de Crywinsky o de Panganga, del Kalifustán o de la Postria. Yo creo que vale más un destinito de catorce mil reales en España.