ACABO DE RECIBIR UNA CARTA de Madrid, dirigida a la ría de Arosa. Como yo voy siendo ya popular en la provincia —a pesar de haber nacido en ella—, la carta ha llegado a mi poder. Pero era una carta literaria, que no contenía dinero, y esta circunstancia me permite reconocer que debiera haberse extraviado. Dirigir una carta a la ría de Arosa es igual que dirigirla al Cantábrico o al Mediterráneo. Por lo visto, mis amigos de Madrid se imaginan que yo estoy metido como el pez en la ría, y esta suposición ignorante es igualmente ofensiva para la ría que para mí.
Cuando más, en Madrid se figuran que las rías son un femenino de los ríos, y no hay manera de explicarles lo que es, por ejemplo, la ría de Arosa. ¡Esta ría de Arosa, que en Inglaterra y en América tiene más popularidad que en todo el resto de España! Hay aquí lo menos quince pueblos importantes, con su carretera a la puerta, y los barcos en el puerto, y con una industria propia, de la que viven ellos y las aldeas circunvecinas. Desde una orilla de la ría de Arosa apenas si en los días muy claros se divisan como manchitas blancas los pueblos de la orilla de enfrente. Porque la ría de Arosa no sólo es mayor que el estanque del Retiro, sino que ella sola tiene muchos más habitantes que cualquier provincia del interior de Castilla. En el centro está la isla de Arosa, cuya circunferencia no bajará de seis leguas y cuya población pasa de 3.000 almas. Hay otras islas menores: Rúa, La Toja, Cortegada, y a la entrada de la ría se levanta la mole soberbia de la isla de Sálvora, como un centinela gigantesco que custodiara un tesoro.
Todo esto es mucho más conocido de los ingleses y de los americanos que de los madrileños. Los madrileños que veranean se van a Ostende, adonde llegan mucho más pronto que llegarían a Villagarcía. Luego, durante el otoño, comen en Madrid las ostras del propio Ostende, posponiendo los riquísimos morrunchos del Carril, Arcade y Puente Sampayo, que podrían competir con las ostras de Ostende por el sabor; pero que resultarían carísimos a causa del precio de los transportes. Y como es tan absurdo que cueste menos enviar a Madrid ostras desde Bélgica que desde España, yo comienzo a sospechar si habrá en Madrid alguna fábrica de ostras de Ostende, como decía Gautier que la había en París.
De vez en cuando acierta a caer por aquí algún madrileño, y así es como, dos o tres veces en cada temporada, se descubre la existencia de la ría de Arosa.
—Yo no tenía la menor idea de esto —dice el madrileño sorprendido—. Esto es una maravilla.
Sí, señores; es una maravilla. Yo lo aseguro, bajo mi palabra de honor, que vale mucho más que un párrafo descriptivo. El mar es bastante más hermoso que la calle de Jacometrezo, sobre todo este mar de las rías, que no sé por qué se llaman rías bajas.
Pero yo creo que esta misma hermosura es lo que adormece a los industriales gallegos, y que por esto no hay aquí hoteles, teatros, ferrocarriles, ni apenas nada.
Y que es por lo mismo por lo que no viene la gente.