Anatole France

UN DÍA, HARÁ COSA DE DOS AÑOS, yo tenía un asiento de imperial en un ómnibus «Odeón Clichy» para trasladarme desde Montmartre al barrio Latino. Al llegar a los grandes boulevares, el ómnibus se detuvo y subieron varias personas. Los pocos sitios que había vacantes se ocuparon en seguida, y quedaron en pie una muchacha muy bonita, un señor con aspecto de teniente de la Guardia Civil y un joven de largos cabellos, sombrero flexible y corbata lavaliére.

Yo me apresuré a levantarme y le ofrecí mi asiento a la muchacha.

—¿Es usted artista? —me preguntó entonces el joven de la lavaliére.

—Tal vez. ¿Por qué?

—Porque si usted supiera quién es este señor, en vez de ofrecerle su asiento a esa señorita se lo hubiera ofrecido a él.

—¿Este señor? —exclamé yo, señalando al presunto teniente de la Guardia Civil—. ¿Y quién es este señor?

—Es monsieur Anatole France —me contestó el joven con mucho orgullo—. ¿Verdad que, si usted lo hubiera conocido, le hubiera usted dejado su asiento?

—No, señor —le contesté—. Yo admiro mucho a monsieur Anatole France; pero también soy un gran admirador de esta señorita.

—Pues entonces usted no es un artista —me dijo el joven.

—¡Oh, sí! —interrumpió Anatole France—. El señor «se conoce» en obras de arte. Esa señorita es un chef d’oeuvre.

Le vieux polisson! —dijo la muchacha.

Anatole France no tuvo un gran éxito aquel día en el ómnibus, y, sin embargo, ha continuado siendo un gran partidario de los ómnibus. A pesar de su aristocracia, al maestro le gusta confundirse con el pueblo. Su aristocracia le impide asistir a las reuniones de la Academia o hacerse diputado; pero no ir en los ómnibus ni meterse en los tranvías. Anatole France adora estas dos cosas tan democráticas, que son el periódico y el ómnibus. Ahora ya casi no hay ómnibus en París. Se han suprimido las imperiales en la mayoría de las líneas, y esto es una pena.

—¿Por qué no hace usted alguna interviú con literatos franceses? —me preguntaba el otro día mi director.

—¡Hombre, sí! —me dije yo—. Iré a ver a Anatole France y le pediré su opinión sobre la supresión de la imperial en los ómnibus de París.

Busqué en el Botin las señas del ilustre escritor —5, Villa Saïd—, y aunque iba a interrogarle sobre los ómnibus, tomé un coche para dirigirme a su casa. Anatole France vive pasada la Étoile, en las cercanías del Bosque de Bolonia. Tiré de la campanilla y salió una criada.

—¿Monsieur Anatole France?

—¿Monsieur Anatole France? —repitió la criada—. ¡Pero si está en Argelia! ¿No lee usted los periódicos?

—Muy poco, señora. ¿Y usted?

—Yo, sí. Desde que estoy al servicio del señor me he aficionado a la literatura. Yo comencé leyendo los periódicos para ver qué decían del señor, y ahora los leo para ver lo que dicen de mí.

—¿De usted?

—Sí, señor. ¡Qué quiere usted! Cuando se está al servicio de un hombre como monsieur France.

Y la buena mujer hizo un gesto como diciendo: «¡Inconvenientes de la popularidad!».

—¿Pero qué pueden decir de usted los periódicos, señora?

—Calumnias. Injusticias.

—Envidias, tal vez.

—Sí, señor. Envidias.

—No me extraña. Esas malas pasiones son muy frecuentes en los medios literarios.

—Mire usted el Gil Blas. Parece que el señor había dicho que se iba a Argelia para sustraerse a los ennuis domestiques. Pues el Gil Blas pone: Nous croyons qu’il s’en vapour se soustraire aux domestiques, tout simplement. Yo le quiero mucho al señor; pero cuando vuelva le voy a exigir una aclaración.

La pobre mujer estaba muy sofocada.

—Es muy enojoso esto de servir a la gente de letras —decía.

—Sí. Yo he conocido en España a la criada de un novelista que no había cobrado un céntimo en tres años.

—¡Oh! El señor me paga muy bien. Yo no quiero que los periódicos españoles digan que no me paga. Me paga puntualmente, y a mí me gusta servirle porque siempre es mejor servir a un académico que no a un epicier. Ya ve usted, con el nombre que yo me he hecho aquí, no me faltará nunca una buena colocación. Pero, en cambio, ¡cuántos disgustos me proporciona la popularidad! No. No se puede servir a la gente de letras. ¿Conoce usted al criado de monsieur Tristán Bernard?

—No, señora.

—Pues el otro día, el criado de monsieur Tristán Bernard dejó la casa, y le pidió un certificado a su amo. ¿Y sabe usted lo que le puso en el certificado monsieur Tristán Bernard? Pues puso: «Yo certifico que el llamado Juan, mientras ha estado en mi casa, me ha hecho menos servicios de los que me ha roto». Todo porque un día Juan le rompió un servicio de té. Bien es verdad que monsieur Tristán Bernard no es un hombre serio.

—¿Y monsieur France?

—¡Oh! ¡Monsieur France! Si se guiara por mí, no haría muchas cosas de las que hace. Los días que hay reunión en la Academia, yo le cepillo la levita y la chistera, y se lo llevo todo a su cuarto. «¡Que hoy es día de sesión —le digo—; a ver si se anima a ir!». Y no va nunca. Yo pienso que el señor debía asistir a las reuniones de la Academia, y monsieur Jules Lemaitre piensa como yo. En cambio, se va a los mítines, con todos esos anarquistas de la Guerre Sociale. ¡Un hombre que tiene una posición como la suya!… ¿Y hace dos años? ¿Quiere usted creer que monsieur France, todo un señor académico, como monsieur France, se subió en un aeroplano? ¿Le parece a usted serio? ¡A su edad!… Lo mismo que eso de los banquetes rabelesianos. Ya sabe usted que el señor va a todos los banquetes de los amigos de Rabelais. Yo no conozco a monsieur Rabelais; pero he oído decir que en esos banquetes se come con exceso, y el señor está muy delicado del estómago.

—Pues yo había venido —le digo a la buena mujer— para hablar con monsieur France acerca de los ómnibus. Yo he conocido a monsieur France en el ómnibus «Odeón Clichy».

—También eso de los ómnibus es una manía. Un señor que dispone de un automóvil magnífico. Monsieur Lemaitre, que es realista, está muy contento cada vez que el señor le saca a pasear en automóvil. A mí me parece muy bien que hayan suprimido las imperiales de los ómnibus. Con eso el señor no volverá a subirse a ellas. Ya no es un chico, y algún día se podría caer.

He aquí la opinión que me han dado en casa de Anatole France acerca de los ómnibus. Yo he ido allí a buscar una opinión sobre los ómnibus, y como Anatole France no estaba, me la dio su criada. La criada de Anatole France, por otro lado, es perfectamente conocida en los medios literarios de París, y en el mundo tiene mucha más importancia ser criada de Anatole France que ser español. Es decir, que a un lector de Berlín, de Londres o de Nueva York no le extrañará ver en su periódico este título: «Lo que dice la criada de Anatole France», mientras que le extrañaría mucho ver este otro: «Lo que piensa Octavio Picón».