EN TERRIET TOMAMOS EL TREN Glion. «Funiculí, funiculá…». Luego, en un tranvía de cremallera, subimos a los Rochers de Naye. El mundo va quedando a nuestros pies.
Todos se muestran encantados de la ascensión. Las señoras no sienten el menor cansancio. Se habla mal de los ingleses —¡esos primos!—, que suben las montañas a pie, habiendo en Suiza unos funiculares tan hermosos. En el fondo, nuestro humorismo es poltronería pura.
—Para mí —dice un señor gordo—, la manera más sportiva de subir las montañas es esta.
—¿Y si descarrila el funicular? —exclama una señora.
Con nosotros viene un belga, amigo de la montaña.
—¡Ah! ¿Es usted amigo de la montaña? —interrogan con admiración cuatro o cinco voces.
Ya lo creo que es amigo de la montaña el hombre belga. Es un amigo íntimo. En realidad, si este hombre no fuera amigo de la montaña sería bien poca cosa. Es amigo de la montaña, como otros son amigos de un torero. Aquí, en Suiza, no hay toreros para que uno cultive su amistad; no hay apenas personajes políticos; no hay más que montañas. Ser amigo de la montaña es lo más que se puede ser en Suiza, como no se sea la montaña misma.
—Sí —dice el belga—. Yo soy amigo de la montaña. La conozco desde la infancia.
—¿Desde la infancia de la montaña? —interrumpe el señor gordo.
Pero el amigo de la montaña no hace caso y continúa. Parece como si se tutease con la montaña, o como si la montaña le debiera dinero. Todos los años viene a visitarla. Seguirá viniendo aunque se encuentre en el fin del mundo.
Y henos ya en la montaña en cuestión.
—¡Dos mil cuarenta y cuatro metros! —exclama el belga.
Estos dos mil cuarenta y cuatro metros irán aumentando considerablemente a medida que los excursionistas vuelvan a sus casas.
—C’est épatant!
No es que se admire la altura de la montaña. Nos admiramos a nosotros mismos de encontrarnos tan altos, y pensamos con un desprecio absoluto en la pobre Humanidad que vive al nivel del mar. El aire es puro y aperitivo. El panorama, espléndido.
—¿Usted ama la montaña? —me pregunta el belga.
Claro que amo la montaña; pero no con locura. La montaña tiene un buen lejos. Sin embargo, este no es mi elemento. Yo no soy hombre de las montañas, sino de las tertulias de café. El aire del café me produce un efecto tónico excelente.
Hay un sueco que protesta. Un hombre que no tiene más que un pulmón, y al que el aire del café le parece insuficiente. A mí, en cambio, me entona. Este aire tan puro de las montañas me fatiga y me produce una sensación de mareo. Claro es que todo es cuestión de costumbre; pero ¿para qué voy a acostumbrarme yo al aire de las montañas? ¿Es que La Tribuna se publica en una montaña? ¿Es que hay editores a dos mil cuarenta y cuatro metros de altura?
Se organiza la vuelta. Otra vez la cremallera.
Otra vez este ferrocarril de parque de recreos «Funiculí… funiculá…».