OCHO

—¡Qué extraño! —dijo Meg—. No puse ningún fruto seco. Lo juro.

Vivian puso los brazos en jarras.

—Tienes que haber sido tú.

De nuevo, Meg sintió nueve pares de ojos clavándose en ella. Deseó que el suelo se abriera y la tragase. De pronto tenía la boca reseca y un nudo en la garganta. Sabía que ella no había echado las almendras a la ensalada. Lo sabía positiva y absolutamente. Quería defenderse, pero ni siquiera se le ocurría algo que decir.

—¡Eh! —dijo Minnie, con aspereza—. Si Meg dice que no lo ha hecho, no lo ha hecho.

En ese momento, Meg la hubiera abrazado. Era reconfortante saber que Minnie estaba de su parte.

Vivian chasqueó la lengua:

—Bueno, alguien debe haberlo hecho.

Alrededor de la mesa brotaron murmullos de «Yo no» y «Ni yo tampoco».

Meg se sentó en la silla más cercana. Sabía que no había sido ella la que había añadido las almendras, lo que significaba que uno de los otros lo había hecho. Pero ¿por qué alguien haría algo tan simple como añadir frutos secos a una ensalada y después no reconocerlo? Tenía que ser un error. Alguien había puesto las almendras accidentalmente, y tras el ataque alérgico de Ben se sentía demasiado cohibido para dar la cara.

Notó que una mano se posaba en su espalda.

—Nadie te está culpando a ti —le dijo T.J.

—Eh, por supuesto que no —dijo Ben, agarrando a Meg por los hombros—. Tú me has salvado la vida. No sé lo que habría pasado si no hubieras estado aquí.

Ben se hizo a un lado, Minnie se abalanzó sobre Meg y le dio un abrazo que parecía una llave de judo.

—¡Gracias, gracias, gracias! —exclamó Minnie, plantándole un beso en la mejilla entre un «gracias» y el siguiente.

Meg sonrió. Esa era la Minnie que ella conocía y a la que quería. Era un placer volver a verla.

—De nada.

El silencio se adueñó de la estancia mientras todos volvían a sentarse. Unos cuantos removieron con el tenedor la comida que quedaba en sus platos, pero nadie parecía tener ya apetito.

Ben fue el primero en romper el silencio:

—No es para tanto, tíos. En serio, me pasa montones de veces.

—Lo siento —dijo T.J.—. Ha sido un buen susto, ¿sabes?

Ben dejó sus cubiertos sobre el plato y se incorporó:

—No quiero más. ¿Vamos a ver la tele o algo? Me estáis agobiando.

Llevó su plato a la cocina, y Minnie se apresuró tras él, dejando su cena casi intacta en la mesa. Uno tras otro, todos fueron recogiendo platos y bandejas y amontonándolos en el fregadero. Nathan y Kenny desaparecieron antes de que alguien los liase para fregar. Lori fue detrás de Kenny, y Vivian, después de repartir instrucciones sobre cómo cargar el lavavajillas, se unió al grupo que ya estaba en el salón, pero Meg prefirió quedarse en la cocina.

Mientras Gunner y Kumiko enjuagaban los platos y los iban metiendo en el lavavajillas de modo totalmente contrario a lo recomendado por Vivian, Meg registró los armarios en busca de las almendras troceadas. Al no encontrar nada, sacó el cubo de basura y utilizó un largo cucharón de madera para rebuscar entre los desperdicios cualquier resto de almendras.

—Ya he mirado yo —dijo T.J.—. No hay ninguna bolsa de almendras.

—Oh. —Meg se incorporó y tiró el cucharón al fregadero.

—Es muy raro —comentó Gunner. El Rey de las Obviedades.

Kumiko puso detergente en el lavavajillas y lo cerró.

—No te preocupes más. Ben está bien. Simplemente, deja de pensar en ello.

—Exacto —secundó T.J.—. Necesitas relajarte. Para eso es este fin de semana, ¿de acuerdo? —Desapareció por la puerta que daba al patio interior y volvió con cuatro cervezas. Le pasó dos a Gunner y abrió las otras dos con un abridor que tenía en su llavero—. De verdad, tómate una. Ya sé que no sueles beber, pero te ayudará a relajarte.

Meg aceptó el botellín con gratitud. T.J. tenía razón. Lo único que necesitaba era relajarse y divertirse un poco. Debía dejar de preocuparse por quién había puesto las almendras en la ensalada. Se suponía que ese fin de semana era para divertirse.

Con las cervezas en la mano, T.J., Gunner, Kumiko y Meg se reunieron con el resto del grupo en la sala de estar. Meg había esperado ver una película en la gigantesca pantalla de televisión, pero, en lugar de eso, la pantalla estaba totalmente azul y proyectaba sobre la estancia una luz añil. Nathan y Kenny estaban frente a una estantería sacando un DVD tras otro y lanzándoselos a Ben y a Minnie, que se habían sentado en el sofá.

Minnie abrió la caja de Resacón en Las Vegas.

—Vacía —dijo antes de tirarla al montón que ya había en el suelo.

—Vacía —dijo Ben, y añadió Entre pillos anda el juego.

—¿Vacía? —preguntó Meg.

—Vacía —respondieron Ben y Minnie al unísono.

Kenny ni siquiera se giró para decir:

—Todas lo están.

—No tiene sentido —masculló Vivian, que se puso a examinar las cajas apiladas en el suelo como si fuera incapaz de confiar plenamente en la opinión de otra persona—. ¿Por qué iba alguien a poner cajas de DVD vacías en el estante?

T.J. alcanzó el mando a distancia y fue pasando por los distintos dispositivos de entrada. El resultado fue siempre el mismo: la pantalla no variaba de aquel tono azul.

—La antena está estropeada —dijo Kenny.

Una ráfaga de viento se oyó en la parte trasera de la casa, como confirmación de sus palabras. Dentro no hacía nada de frío, pero Meg se estremeció.

—Debe de ser la tormenta —dijo Ben. Se levantó y se dirigió a la cocina—. Voy a por más cervezas. Creo que vamos a necesitarlas.

—Siempre podemos jugar a algún juego de mesa —murmuró Lori—. He visto que había algunos guardados en…

—¡Aquí hay uno! —gritó Minnie, sosteniendo en alto un brillante DVD, con la expresión de quien ha encontrado el último billete dorado de Willy Wonka, el protagonista de Charlie y la fábrica de chocolate.

—¿Cuál es? —preguntó Vivian.

Nathan le arrebató el disco de la mano.

—Es casero. —Lo levantó para leer la etiqueta—: No me mires.

—No me suena esa película —dijo Gunner.

—Es un disco grabado, Gun —resopló Minnie—. No una peli de verdad.

—Ah.

Ben repartió las cervezas y dijo:

—Seguramente será la grabación de unas vacaciones o algo así.

—O porno —sugirió Nathan.

—¿Por qué iba alguien a etiquetar una película porno con el título de No me mires? —le soltó Vivian, arrugando la nariz.

—Y ¿por qué no? —contestó Nathan.

Vivian se sentó en uno de los sillones y cruzó las piernas.

—No me gusta esto.

—¿Sabéis qué? —dijo Minnie, y a continuación añadió una pausa dramática—: Así es como empiezan las películas de terror.

—Ya hemos tenido un episodio casi mortal —apuntó Kumiko.

Ben se echó a reír:

—Solo ha sido un accidente. Nada siniestro.

—¡Colega! —exclamó Nathan, señalando a T.J.—. Será mejor que tengas cuidado.

—¿Por qué? —preguntó T.J., enarcando las cejas.

—Bueno, si esto es una película de terror, tú serás el primero en palmarla. El negro siempre es el primero en morir.

Las palabras brotaron de la boca de Meg antes incluso de que ella misma supiera lo que estaba diciendo:

—¿De verdad tenías que soltar eso?

—¿Qué? —preguntó Nathan, mirando uno a uno a los demás. Todos evitaron su mirada—. Es cierto.

La atención pasó ahora a centrarse en Meg, que sentía cómo su garganta comenzaba a cerrarse y cómo su habitual timidez se adueñaba de ella.

—Ehh… Yo, ehh…

—Venga —le urgió Nathan—. Dilo.

Meg notó que Nathan adoptaba una actitud de matón. Y no había nada que ella odiase más que a un matón. La sacaba de quicio que estuviera tratando de intimidarla, de repente, fue capaz de decir exactamente lo que quería:

—¿Hola, racismo? ¿Y después le preguntarás a Kumiko si puede echarte una mano con tus deberes de matemáticas?

Kumiko se echó a reír.

—Muy buena.

Meg sonrió, sorprendida por sus propias palabras. Normalmente no se le daban bien las confrontaciones directas. Debía de ser la cerveza.

—Lo que tú digas —gruñó Nathan, y le arrancó el DVD a Kenny—. ¿Vamos a ver esto o no?

—¿Por qué no? —Ben le dio una cerveza a Minnie y se sentó junto a ella. Meg vio cómo la rodeaba con el brazo—. Mejor eso que un juego de mesa.

—Eh, colega —dijo Gunner, con los ojos totalmente abiertos—. No lo hagas.

Minnie soltó una carcajada de despreocupación a la vez que se recostaba contra Ben.

—Oh, vamos, no es más que un vídeo. —Con un gesto dirigido a Nathan, añadió—: ¡Date prisa!

Nathan introdujo el disco en el aparato y pulsó el play.

El número 10 apareció en la pantalla. Parecía escrito a mano; luego, una barra diagonal roja lo cruzó por encima. A continuación surgieron el 9 y el 8, y fueron igualmente tachados de la misma forma. Después aparecieron, en una rápida sucesión, tres imágenes de una playa nocturna, parecían tomadas en diferentes lugares, pero en todas había un cielo estrellado y olas que rompían contra la arena.

Los números comenzaron de nuevo: 7, 6, 5, y después los tachaba la barra diagonal roja como si se tratase de una cuenta atrás. A continuación, nuevas imágenes. Ahora se trataba de un collage de estudiantes en clase: haciendo un examen, discutiendo en una especie de juicio ficticio, realizando experimentos de laboratorio, corriendo por un circuito, cantando en un coro.

4, 3, 2, 1.

La pantalla se puso en negro y comenzó a escucharse una melodía lenta. Al principio, solo se oyeron unos cuantos acordes de piano y luego una voz de soprano empezó a cantar:

«Seguro, en esta noche brillante…»

Unas palabras entraron en fundido en la pantalla:

Cuando dañas a alguien…

… a propósito… con crueldad…

La pantalla volvió a negro durante un instante, mientras siguió la canción; después aparecieron otras dos frases:

Para robarle el alma a alguien.

Para romperle el corazón a alguien.

La pantalla parpadeó, y acto seguido dio paso a un montaje de imágenes totalmente arbitrarias: una bombilla que se encendía, el mazo de un juez que golpeaba la mesa, una hoguera.

Para mentir, engañar o robar.

Para destrozar una reputación.

Más imágenes. Ecuaciones matemáticas cruzaron la pantalla de un lado a otro. Gente bailando. Una chica y un chico dándose el lote.

Vuestras acciones son un crimen.

Ahora las imágenes eran de ejecuciones. Una silla eléctrica. Un pelotón de fusilamiento. Una horca.

Aunque la ley no lo reconozca como tal.

Luego la pantalla se llenó de llamas.

Vuestra traición, vuestra puñalada por la espalda, vuestra destrucción de una persona.

La música cesó.

Se deben tomar medidas para proteger a los inocentes.

Esas medidas comienzan aquí mismo, ahora mismo.

De repente, la pantalla se cubrió de una explosión de luz y sonido. Las imágenes se sucedían a un ritmo frenético, iban hacia atrás como si la película se estuviera rebobinando. La música ya no era una canción lánguida, sino una mezcla disonante de acordes estridentes. El ruido fue in crescendo a medida que el vídeo llegaba otra vez a la cuenta atrás, volando a toda velocidad del uno al diez. Hubo una enorme explosión, acompañada de efectos de sonido, y después apareció una sola línea de texto:

La venganza es mía.

La pantalla volvió a negro.