En cuanto Vivian se puso a organizar una cadena de producción en la cocina para hacer la cena, Nathan y Kenny se escabulleron hacia la sala de estar. Kumiko y Lori no tuvieron tanta suerte, y se les asignó que se encargasen del pan de ajo. T.J. removía la salsa para la pasta, y Gunner, cuando no estaba preocupado «ayudando» a Kumiko a untar la mantequilla con ajo en una baguette, se acordaba de vez en cuando de comprobar si el agua estaba ya hirviendo.
Minnie y Ben continuaban Desaparecidos en Combate. Maldición. Si a Jessica le llegaban rumores de que Minnie estaba flirteando con su novio, el descarrilamiento de un tren no sería nada comparado con su ataque de rabia.
—Solo se están dando el lote —dijo T.J.—. No te preocupes por ellos.
¿Acaso se había dado cuenta de que a Meg le ponía nerviosa?
—¿No está él saliendo con Jessica?
—Creo que no es nada serio.
—Ah.
Meg no conseguía entender el concepto de relaciones que no fueran serias. Envidiaba a las chicas que podían salir con un montón de chicos y no parecían sentir el menor compromiso hacia ninguno de ellos. Siempre parecían seguras de sí mismas y dichosamente felices, al contrario que ella, que languidecía a causa de un chico al que no podía tener. Un chico que estaba justo a su lado, removiendo con desgana la salsa de la pasta. En cierto modo, ese gesto era lo más sexy que Meg había visto en su vida, como si hubiera sido transportada a una película romántica en la que hombres despampanantes solo querían leer poemas de Alfred Tennyson en voz alta y celebrar comidas espectaculares en una villa italiana…
Déjalo ya. Necesitaba recuperar el control. Abrió la nevera en busca de ingredientes para la ensalada, deseando en secreto que el aire frío del interior deshiciese la fantasía provocada por sus hormonas. Sacó unos tomates y se puso con la ensalada.
—¿Qué, te has decidido por fin por alguna universidad? —le preguntó T.J. mientras ella atacaba los tomates con un cuchillo de sierra—. Tienes a tres facultades detrás de ti, ¿no?
Meg dibujó una sonrisa con sus labios al alcanzar un pepino. ¿T.J. se acordaba de eso?
—¿Y bien? —dijo T.J. Sus hoyuelos aparecían y desaparecían en sus mejillas—. No me dejes en suspense.
—Voy a ir a la Universidad de California, Los Ángeles.
Vivian se asomó de pronto por encima del hombro de Meg, como por arte de magia.
—Ejem… —dijo, examinando la preparación de la ensalada—. No cortes los pepinos en trozos tan grandes. Peligro de asfixia.
—Oh, de acuerdo.
¿De qué iba, acaso tenían seis años?
—Y asegúrate de no añadir los picatostes hasta que la cena esté lista, porque se quedarán empapados y blandengues. —A continuación desvió su atención hacia la salsa—: No añadas sal. El contenido de sodio en ese bote ya es excesivo.
—Sí, señora —respondió T.J., con un saludo militar.
Vivian lo miró con los ojos entrecerrados y luego se alejó para seguir con su supervisión de los demás preparativos para la cena.
Meg sintió el deseo de cerrarle la boca con un pepino.
T.J. bajó el fuego y colocó una tapa sobre el cazo de agua.
—Esa chica nos va a divertir.
—Si por «divertir» quieres decir «agotar»… —apostilló Meg, sin pensar.
T.J. le sonrió.
—Oye, ¿por qué no puedes decir cosas como esa delante de la gente?
Meg sintió que se ruborizaba. Odiaba que T.J. la reprendiera por su incapacidad de verbalizar lo que le pasaba por la cabeza.
—No es necesario decirlo todo.
Aquella era una de las frases favoritas de su madre. Oh, no, ahora se dedicaba a citar a su propia madre.
—Algunas de tus observaciones valen su peso en oro.
—Gracias.
Vertió un paquete gigante de espaguetis en el cazo de agua que Gunner había abandonado y que ya estaba hirviendo.
—Y no deberías tener miedo a decirlas en voz alta.
—¿Quién eres tú, mi terapeuta?
La sonrisa de T.J. aumentó de tamaño.
—¿Lo ves? Son oro.
—Puedes conmigo, en serio.
T.J. siguió removiendo la salsa.
—Prácticamente seremos vecinos, ¿sabes?
El cambio de tema fue tan repentino que Meg no tenía ni idea de que estaba hablando.
—¿Qué?
—¿No me has oído?
Obviamente, no.
—Ehh… Creo que no…
T.J. arrugó la frente.
—Pensé que Mins te lo habría contado.
—Ehh… Pues no.
—Universidad del Sur de California. Beca completa. Probablemente me tendrán en el banquillo el primer año, pero me han prometido una oportunidad.
—Creía que ibas a Washington.
T.J. se encogió de hombros.
—Cambié de idea.
Vaya. Así que iban a ser vecinos. Los dos estarían en Los Ángeles. El estómago le dio un vuelco.
T.J. le puso una mano en el hombro.
—Pensé que, ya que estaremos a pocos kilómetros el uno del otro…
Sin pretenderlo, Meg se acercó más a él.
—¿Sí?
T.J. la miró directamente a los ojos.
—Ya que estaremos cerca el uno del otro, pensé que quizá podríamos…
—Si la salsa está hecha —le interrumpió Vivian desde el comedor—, ¿puedes poner la mesa?
T.J. retiró su mano del hombro de Meg.
—Me reclaman. Luego hablamos.
Mientras T.J. desaparecía de su lado, Meg vertió los ingredientes de la ensalada que había troceado en el cuenco. Había faltado poco. Su determinación de resistirse a los encantos de T.J. había flaqueado ante el primer desafío importante, lo cual no era nada bueno. Debería darle las gracias a Vivian por la interrupción.
Por otro lado, le enfureció pensar que aquella mandona sabelotodo le había arruinado un momento especial. ¿En serio? ¿Realmente acababa de ocurrir eso?
Dejándose llevar por el despecho, echó los picatostes y la salsa en la ensalada al mismo tiempo y deseó que se quedasen completamente blandos.
Lo primero que Meg notó cuando Minnie y Ben regresaron fue que Minnie ya no llevaba nada de pintalabios. Lo segundo que observó fueron los restos de ese mismo pintalabios rosa brillante restregados alrededor de la boca de Ben, sus mejillas y su cuello.
Meg no quería saber qué otra zona de la anatomía de Ben estaba manchada de rosa.
Los dos entraron por separado, como si supusieran que así iban a evitar cualquier sospecha de que habían estado morreándose en el patio durante media hora. Minnie prácticamente cruzó la estancia dando brincos, pasó al lado de Gunner y Kumiko, que mantenían las manos entrelazadas, y fue a sentarse al lado de Meg.
Minnie no la miró, se limitó a sonreír para sí misma mientras hundía sus dedos en su enredada melena rubia. Pero en el momento en que T.J. entró en la habitación, cargado con el cuenco gigante de ensalada, le hizo una seña para que se acercase.
—T.J. —le dijo, casi sin aliento—. Ponla aquí. Me muero de hambre.
—Vale, de acuerdo —asintió T.J., y se encogió de hombros.
—No puedo creerme el apetito que me ha entrado —siguió Minnie, mientras se servía lechuga y el resto de ingredientes en su plato.
T.J. le dirigió a Meg una mirada que significaba «¿de verdad se supone que tengo que preguntárselo?» y, a continuación, giró sobre sus talones para desaparecer en la cocina sin decir una palabra más.
Meg se mordió el labio. Ya había visto a Minnie hacer aquel juego antes, intentando poner celoso a T.J. enrollándose con otro delante de él. La última vez, había salido con Gunner durante cuatro meses enteros antes de darse por vencida y dejar tirado al pobre chico. Ahora parecía que Ben se había convertido en un objetivo conveniente, aunque, por la forma en que lo miraba, Meg empezó a sospechar que a Minnie le gustaba de verdad. Lo cual era bueno, de no ser porque él estaba saliendo con la anfitriona de la fiesta. Por primera vez en lo que iba de día, Meg se alegró de que Jessica se hubiera retrasado en tierra firme.
Una nube de ruido cubrió el comedor cuando empezaron a hablar. Kenny y Nathan discutían sobre la partida, Minnie y Ben se burlaban del papel pasado de moda de las paredes, Gunner y Kumiko no dejaban de hablar entre susurros entre ellos. La mayor parte del tiempo, Meg se limitó a observar a los demás, pasando de una conversación a otra, pescando fragmentos incompletos aquí y allá.
—¿Tejote y el Pistolero? —Se rio Vivian cuando T.J. entró en el comedor con un montón de botellas de cerveza—. ¿De verdad os llaman así?
—¡Es como un reality, colega! —exclamó Nathan, con la boca llena. Pequeñas gotas de salsa roja salieron despedidas de su boca y cayeron sobre el mantel.
—Como un mal reality —le corrigió Minnie.
—Ya. ¿Acaso lo de M & M es mejor? —intervino Kumiko, refiriéndose a las iniciales de Minnie y Meg.
Minnie la miró con los ojos entrecerrados.
—Eso no lo escogí yo —dijo.
—Cierto —añadió T.J., y miró a Meg—. Pero es muy chulo.
A Minnie se le iluminó la cara.
—¿Verdad que sí?
—Entonces, ¿eres prima de Tara? —le preguntó Lori a Kumiko.
Kumiko asintió.
Lori se sirvió ensalada y siguió preguntando:
—Ella es amiga de Jessica, ¿no?
—Su mejor amiga —contestó T.J.—. ¿La conoces?
—El año pasado cantamos juntas en el coro del condado —dijo Lori, mientras le pasaba la ensalada a Kenny.
—Estupendo —dijo Nathan—. Tara es muy maja.
Kumiko interrumpió el movimiento de sus mandíbulas:
—Repugnante.
—¿Qué? —Nathan soltó una risa nerviosa, mirando a todos los presentes en busca de aprobación—. De verdad que es maja.
Kumiko hizo un gesto con la cabeza para señalar hacia T.J.
—Tejota salió con ella el año pasado.
Los ojos de Nathan parecían a punto de salirse de sus órbitas.
—¿Es verdad eso?
—Sí —admitió T.J.—, pero no duró mucho.
—Colega. —Nathan se inclinó sobre la mesa—. ¿Te importa si yo…? Ya sabes. ¿Si lo intento?
Kumiko dejó caer su tenedor lleno de espaguetis sobre la mesa.
—¿Hablas en serio?
T.J. se echó a reír.
—Sí, colega. Sírvete tú mismo.
En el otro extremo de la mesa, Ben señaló con el dedo a Kenny:
—Oh, Dios mío, yo también voy a suspender. Tienes al señor da Gama, ¿verdad?
—A cuarta hora —dijo Kenny.
Ben extendió el brazo para chocar su puño contra el de Kenny.
—Yo lo tengo en quinta. Te acompaño en el sentimiento.
—Odio a ese tipo —dijo Nathan, metiéndose en la conversación—. El año pasado intentó suspenderme por todos los medios.
Ben ladeó la cabeza hacia él.
—¿Lo intentó?
—Sí, colega, escucha esto. —Nathan acercó su silla más a la mesa y se explayó—: El descerebrado da Gama me da que tenía que sacar matrícula de honor en el trimestre o me catearía, porque me quedaría tan descolgado que no sería capaz de aprobar a finales de semestre. Yo le puse cara de: «Vamos, colega», pero el cretino no tuvo piedad. Entonces, mi amigo Kenny y yo… nos buscamos un poquito de ayuda.
—¿Ah, sí? —preguntó Ben.
—Desde luego que sí. ¿Sabes aquella chica rara que solía ir al Mariner? Una tía con el pelo largo y negro, los ojos saltones, que hablaba poco.
Ben frunció el ceño.
—Creo que sí. Era bastante solitaria, ¿no? ¿Una que siempre se sentaba sola en un rincón de la cafetería?
Meg vio cómo Lori y Vivian intercambiaban una rápida mirada.
—¡Esa! —exclamó Nathan, dando una palmada sobre la mesa—. Bien, la cuestión es que esa chica rara tenía algo conmigo. Solía seguirme a todas partes, me esperaba junto a mi coche y cosas de esas. Kenny me contó que iba a su clase y que sacaba todo matrículas.
—Y ¿le pediste que te diera clases particulares? —preguntó Ben.
—Mejor que eso. —Nathan sonrió—. Hice que me pasara todas las respuestas del examen. Ella lo tuvo antes del almuerzo y yo lo tenía después, así que…
A Vivian parecía que se le iban a salir los ojos de sus órbitas.
—¿Copiaste?
Nathan se encogió de hombros.
—Fui creativo.
—Una buena estafa —dijo Ben, con un ligero cabeceo—. Pero ¿cómo la convenciste para que te ayudase?
—¡Esa es la mejor parte! —Nathan se concedió una breve pausa antes de proseguir—: Lo único que tuve que hacer fue fingir que salía con ella durante un par de semanas. Fue así de fácil.
—Colega —dijo T.J.—. Eso es una canallada.
Nathan volvió a encogerse de hombros.
—¿Y a mí qué? Estoy seguro de que lo superó.
Meg no pudo evitar ponerse en el lugar de aquella pobre chica: un chico tan popular como Nathan, del que estaba completamente enamorada, de repente empezaba a prestarle atención. Había debido sentirse muy entusiasmada y feliz, para acabar dándose cuenta después de que él solo la estaba utilizando. Involuntariamente, sus ojos volaron hacia T.J. Los chicos populares no se enamoraban de chicas tímidas y poco populares como ella. Otra razón más por la que tenía que olvidarse de él.
—Creo que es horrible —dijo Vivian.
Lori asintió para mostrar que pensaba lo mismo.
—Sí, esa chica ya tenía suficientes problemas.
—¡Oh, venga ya! —exclamó Nathan—. Ella también sacó algo de aquello. ¿Verdad, Kenny?
A Kenny se le puso la cara completamente roja y miró mansamente a Lori.
—Ehh… Pues, supongo que sí —murmuró.
Nathan se echó a reír y luego le tiró un trozo de pan de ajo a su amigo.
—Lo que tú digas, colega.
Kenny recogió el trozo de pan y se lo tiró de vuelta a Nathan, que contraatacó con parte de su ensalada. Antes de que Meg pudiera reaccionar, los dos chicos estaban lanzando puñados de lechuga y tomates por encima de la mesa. Kumiko y Gunner se unieron a la batalla, y Minnie y Ben se reían de manera incontrolable mientras Lori trataba de buscar refugio detrás del corpachón de Kenny.
—¡Parad! —gritó Vivian, poniéndose en pie de un salto—. Estáis pringándolo todo. ¿Y si viene Jessica y ve…?
Dejó la pregunta a medias. Se había quedado observando fijamente algo al otro lado de la mesa. Meg siguió la dirección de su mirada: estaba mirando a Ben.
Tardó un momento en comprender lo que estaba ocurriendo. Ben estaba totalmente inmóvil en su silla, con el tenedor a medio camino entre su plato y su boca. Daba la impresión de que estaba concentrado en algo, pero de inmediato su rostro se volvió de un color rojo oscuro y sus labios comenzaron a hincharse.
—¡Oh, Dios! —exclamó Minnie—. ¿Qué te pasa?
—¿Te estás atragantando? —preguntó T.J.
Ben negó con la cabeza, tiró su silla hacia atrás con violencia y empezó a buscar frenéticamente algo en sus bolsillos. Su cara estaba ahora púrpura y, en cuestión de segundos, se le había hinchado tanto que sus ojos apenas eran unas minúsculas rendijas. Emitió un jadeo ahogado justo antes de desplomarse de bruces sobre la mesa.
—¡Mierda! —soltó Gunner, casi sin aire.
Minnie se apartó de Ben.
—¡Que alguien lo ayude!
Vivian rodeó la mesa a la carrera.
—Tenemos que tumbarlo en el suelo para que pueda hacerle la reanimación cardiopulmonar.
Meg negó con la cabeza.
—No. —Se sentó en la silla de Minnie y apartó la mano hinchada de Ben de sus vaqueros. Había algo que había intentado sacar del bolsillo.
—¿Qué quieres decir? —La voz de Vivian era prácticamente un chirrido—. Tengo el certificado de RCP y DEA. Y colaboro como enfermera voluntaria los fines de semana.
¿No se iba a callar nunca? Sin pensárselo dos veces, Meg metió su mano en el bolsillo de Ben. Sus dedos tocaron un objeto pequeño con forma de bolígrafo. Gracias a Dios.
—¿Qué es eso? —quiso saber Vivian—. ¿Qué estás haciendo?
—Un autoinyector de epinefrina. —Meg quitó la tapa y, con toda la fuerza que pudo, clavó la aguja del inyector a través de los vaqueros de Ben, en la parte carnosa de su muslo, y la sostuvo allí. Nadie habló. Meg casi no se atrevía a respirar. Durante unos cuantos segundos, no ocurrió nada. Luego, Ben abrió la boca e inhaló todo el aire que pudo. La hinchazón de su cara y sus extremidades comenzó a bajar.
—Gracias —jadeó, antes de caer pesadamente sobre la mesa.
—¿Cómo lo sabías? —le preguntó T.J. a Meg—. ¿Cómo sabías lo que había que hacer?
Lentamente, Meg aflojó la presión de su mano sobre el inyector y lo dejó caer entre sus dedos; luego se metió las manos en los bolsillos. Le temblaban de manera incontrolable. Todos la estaban mirando, esperando alguna respuesta por su parte. Intentó controlar su voz, pero sus palabras brotaron trabadas las unas con las otras:
—Yo… ehh… Mi madre…
—Su madre es alérgica a las picaduras de abeja —dijo Minnie—. Siempre lleva una cosa de esas con ella.
Meg le sonrió, sorprendida de que su amiga se acordase de eso.
—¿Le ha picado una abeja? —preguntó Gunner—. ¿Dentro de la casa?
Ben se incorporó en su silla y negó con la cabeza. Prácticamente había recuperado su aspecto normal, excepto por un ligero enrojecimiento de la piel y los párpados, que aún tenía hinchados.
—Frutos secos. Soy alérgico a los frutos secos. Tiene que haber en la ensalada.
Vivian se giró bruscamente hacia Meg:
—Solo te dije que pusieras tomates, pepinos y picatostes.
¿De verdad, Master Chef? El corazón de Meg continuaba latiendo a toda velocidad, por lo que necesitó respirar hondo varias veces antes de poder responderle con algo que no fuese un grito:
—Eso es lo único que puse —dijo, hablando pausadamente—. Lechuga, tomates, pepinos, picatostes y unos tacos de queso feta.
—Y almendras —añadió Lori, examinando el cuenco de la ensalada.
—¿Almendras? —repitió Meg.
Lori empujó el cuenco hacia ella:
—Mira.
Diez cabezas se inclinaron sobre el cuenco y Meg pudo verlos claramente: varios trozos minúsculos de almendra esparcidos por toda la ensalada.