SEIS

Mientras descendían a la planta baja, escucharon risas por el hueco de la escalera. Siguieron el corredor hacia la parte trasera de la casa y se encontraron en una espaciosa sala de estar, profusamente amueblada con sofás y sillones. Las paredes estaban cubiertas de estanterías que iban hasta el techo y sobre la chimenea había una enorme televisión de plasma de cincuenta pulgadas en la que se veían imágenes de un videojuego donde se mezclaba un apocalipsis zombi con una invasión alienígena.

Dos chicos estaban sentados en sofás uno frente al otro, con los mandos en las manos y los ojos fijos en la pantalla. Uno parecía el típico delgaducho desgarbado que se gastaba el dinero de sus padres esquiando la mayoría de fines de semana: camisa térmica ajustada, pantalones anchos y una melena larga y descuidada que no dejaba de quitarse de delante de los ojos con un violento movimiento de la cabeza. El otro era un samoano grandote. Enorme. Grande al estilo de los defensas de la National Football League.

Cuando las chicas entraron en la habitación, el delgaducho las vio con el rabillo del ojo. Puso cara de sorpresa y detuvo la partida.

—Señoritas —dijo—. Bienvenidas al Paraíso.

Si el Paraíso era dos tipos jugando a una consola en mitad de la nada, Meg no sentía la menor tentación de entrar en él.

Minnie se llevó una mano a la cintura.

—¿El Paraíso incluye un barril de cerveza?

—Botellas —contestó el delgaducho, y se puso en pie. Introdujo la mano por debajo de su camiseta y se rascó la barriga mientras sus ojos examinaban primero a Minnie y luego a Meg—. ¿Os traigo una?

—Ella no bebe —dijo Minnie.

—Muy mal —replicó el chico, sin apartar la mirada de Meg. Luego en su cara apareció una sonrisa maliciosa—: ¿Y habla?

Meg entrecerró los ojos. Detestaba ser el centro de atención de cualquier extraño, además no le gustaba el modo en el que aquel chico la miraba.

—Solo cuando necesito hacerlo.

—Uuuuh —contestó el delgaducho, moviendo los dedos de una mano en un gesto de avaricia—. Una morenita indomable. A Papi le gusta.

Puaj.

El defensa de fútbol le soltó un puntapié al sofá en el que había estado sentado su amigo.

—Termina la partida de una vez, colega.

—Vale, vale —dijo el otro, que volvió a sentarse. Le dirigió una sonrisa a Meg y añadió—: Seguiremos más tarde.

Minnie agarró a Meg de la mano.

—Vamos.

La guio a través de la estancia en forma de «L» hasta la gigantesca cocina de acero inoxidable que ocupaba el ala norte de la casa, donde estaba reunido el resto de invitados.

Gunner y la Señorita Pelo Magenta bailaban una canción de ritmos eléctricos que retumbaba desde unos altavoces conectados a un iPod sobre la encimera. Sus cuerpos estaban pegados el uno al otro y la Señorita Pelo Magenta tenía una mano alrededor del cuello de Gunner mientras con la otra sujetaba una botella de cerveza Stella. Ben estaba apoyado contra la pared del fondo, también con una cerveza en la mano, y se reía con una chica asiática de rostro anguloso cuyas piernas resultaban demasiado largas para su cuerpo. Una chica morena que parecía recién salida de la novela Las mujeres perfectas, de Ira Levin, con una melenita corta cuidadosamente peinada y una chaqueta muy recatada abotonada hasta el cuello examinaba de puntillas el contenido de los armarios.

T.J. estaba sentado en un taburete en la isla que ocupaba la parte central de la cocina. En cuanto las vio entrar, se puso en pie de un salto.

—¡Hola!

Cinco cabezas giraron hacia ellas, con la excepción de Gunner, que fijó la mirada en un punto concreto de la nevera.

—¿Ya estáis instaladas? —preguntó Ben. Fue hacia el iPod y bajó el volumen. Meg se dio cuenta de que sus ojos nunca se posaban en ella, sino que buscaban directamente a Minnie.

—Sí —respondió Minnie, devolviéndole la sonrisa—. La habitación es espectacular.

Meg disimuló una mueca y sintió que T.J. le daba un codazo.

—¿Quieres beber algo?

—No —dijo—. Estoy…

—A mí me encantaría tomar algo —intervino Minnie, y se fue directa a la nevera. La abrió con tanta fuerza que todos los botes que había en los estantes de la puerta entrechocaron unos con otros. Dirigió una rápida mirada al interior y arrugó la nariz—. ¿Dónde está la cerveza?

Ya estamos, pensó Meg.

—Minnie, ¿por qué no esperas hasta que comamos algo?

—No, gracias, mamá —respondió su amiga con una sonrisa malvada—. Podré soportarlo.

—Te traigo una —dijo Ben, y salió a toda prisa de la cocina por una puerta que conectaba con un patio cerrado. Meg oyó el sonido de la puerta de una nevera y a continuación Ben reapareció. Estuvo a punto de tropezar consigo mismo al tenderle la lata de cerveza a Minnie. Mientras se la abría, Minnie bajó los ojos y parpadeó con sus pestañas cubiertas de rímel en una demostración de falso recato que habría enorgullecido a una jovencita sureña el día de su puesta de largo. Luego alcanzó la lata de la mano de Ben y se la bebió de un trago tal y como haría un miembro de una fraternidad universitaria. Qué estilo.

La Señorita Melena Bien Peinada abrió la nevera y arregló el desorden que Minnie había provocado un instante antes, después se inclinó hacia delante y abrió un cajón.

—¿Alguien ha visto pepinos?

La Señorita Pelo Magenta soltó un bufido.

—¿Para qué quieres pepinos? Tenemos una casa llena de tíos.

Minnie y Ben estallaron en carcajadas, pero la Señorita Bien Peinada continuó con su búsqueda por los distintos compartimentos de la nevera.

—Son para la ensalada —repuso, dejando claro que no había pillado la broma.

—Por supuesto que sí —dijo Minnie. Extendió el brazo y le hundió un dedo en el estómago a Ben.

Pelo Magenta se inclinó hacia Gunner para susurrarle lo suficientemente alto como para que todos pudieran oírla:

—Entonces, ¿esta es tu ex?

Minnie se quedó a mitad de camino en el trago que había dado a la cerveza:

—Hola, estoy aquí.

Meg dio un respingo. Minnie ni siquiera se había tomado una cerveza entera y ya estaba dispuesta a enzarzarse en una pelea.

—Ehh… —Gunner pareció perplejo, como si la simple pregunta de si Minnie era o no su exnovia lo hubiera confundido totalmente—. Ehh, sí. Pero ya forma parte del pasado, totalmente.

—Totalmente —confirmó Minnie. Levantó la mano y recorrió con sus dedos el largo brazo de Ben como si pretendiera enfatizar con ese gesto lo que acababa de decir—. Es todo tuyo, si es eso lo que quieres saber.

La Señorita Pelo Magenta su puso rígida.

—¿Qué coñ…?

—Yo soy Meg —dijo Meg, y se lanzó hacia delante para interceptar a la Señorita Pelo Magenta antes de que pudiera cruzar la cocina y darle una paliza a Minnie—. Minnie y yo vamos al instituto Kamiak con Gunner. Eh… —Le dirigió una mirada a Gunner, que se estaba poniendo completamente rojo—. Aunque quizá eso ya lo sabías.

La Señorita Pelo Magenta contempló la mano de Meg durante unos segundos y luego le ofreció la suya con cierta indecisión:

—Kumiko. Yo voy al Roosevelt, en Seattle. —Señaló a la Señorita Bien Peinada y añadió—: Ella es Viv.

La aludida cerró un armario con un golpe seco.

—Vivian —dijo, con tono cortante.

—Vale —asintió Kumiko con una sonrisa burlona—. Perdona.

Vivian la ignoró.

—Estoy en el penúltimo curso en el Mariner.

—¿En el Mariner? —repitió Minnie—. Ahí es donde encontraron el cadáver de ese chico en los vestuarios.

Vivian hizo una mueca.

—Sí.

—¿Todavía no han identificado el cuerpo? —preguntó Meg. La idea de que hubiera una familia que no supiera que su hijo estaba muerto la atormentaba.

—Aún no —dijo la chica asiática—. Cuando tomamos el ferry, nadie había denunciado ninguna desaparición. Deberíamos ver las noticias por si hay alguna novedad.

T.J. puso su mano en la espalda de Meg y le dijo en voz baja:

—Esa es Lori.

—¡Qué miedo! —exclamó Kumiko.

Vivian colocó una pila de cuencos sobre la encimera.

—Lo sé. Espero que no suspendan las clases del martes.

¿De verdad había dicho eso? ¿Estaba preocupada por perder clases después de que hubieran asesinado a alguien en su instituto?

—Estoy seguro de que habrá clase el martes —dijo Ben, y acarició la espalda de Minnie.

Vivian se giró hacia él.

—¿Vas al Mariner?

—Sí.

—¿En serio?

—En serio —dijo Lori—. ¿Nunca lo has visto?

Los ojos de Vivian se abrieron como platos.

—Espera, ¿tú también vas al Mariner?

Ben se echó a reír.

—Claro, ¿dónde has estado metida? Lori fue la solista en el concierto de primavera del coro el año pasado. —Se volvió hacia ella con una sonrisa—. Lo hiciste genial, por cierto.

A Lori se le iluminó la cara.

—Gracias.

—¿En serio? —Vivian no parecía para nada convencida de que dos personas pudieran ir a su instituto y que ella no las conociera.

—¿Crees que están mintiendo sobre a qué instituto van? —le preguntó Kumiko, cruzando los brazos sobre el pecho.

—¿He dicho yo eso?

—Más o menos —soltó Meg, lo que provocó la carcajada de T.J.

—Bueno —intervino Lori, con suavidad—, no estamos en el equipo de debate, así que puede que no te hayas fijado en nosotros.

Vivian hizo un gesto despectivo hacia la sala de estar.

—Conozco a esos dos tíos de ahí y no forman parte del equipo de debate.

El delgaducho apareció de pronto en la cocina.

—¿Qué dos tíos? —No se detuvo para esperar la respuesta, sino que fue directo hacia la nevera que había en el patio interior. Su amigo el grandullón entró sin pronunciar palabra.

—Ese es Nathan —informó T.J., y luego señaló con la cabeza al defensa de fútbol—. Y este es Kenny.

Nathan reapareció con dos botellines de cerveza en cada mano y le dirigió una amplia sonrisa a Meg.

—¿Cómo va, nena?

Doble puaj.

Meg percibió cómo T.J. se ponía rígido.

—Esta es Meg.

Nathan movió la mano donde llevaba los botellines de cerveza arriba y abajo, en una pantomima de saludo.

—Ya nos conocemos. —Acto seguido le dio con el codo a T.J. en el brazo—. Me está gustando la proporción hembras-tíos.

¿Hembras? ¿En serio había dicho eso? Meg se mordió la lengua. No lo llames gilipollas. No lo llames gilipollas.

—¿Crees que mejorará aún más cuando llegue Jessica con medio equipo de animadoras? —continuó Nathan.

—Meg va conmigo al Kamiak —dijo T.J., que ignoró la pregunta. ¿Eran imaginaciones de Meg o había enfatizado la palabra «conmigo»?

Nathan retrocedió unos cuantos pasos.

—Me gusta —dijo.

Meg no tenía claro si se refería a ella o a las «hembras» en general, pero, extrañamente, Nathan no dio ninguna explicación.

—Eh, colegas —dijo, y le lanzó una cerveza a Kenny—. ¿Qué es esto, una biblioteca? Se supone que es una jodida fiesta. ¡Animaos!

Fue hacia los altavoces y subió el volumen al mismo tiempo que se bebía la mitad de la cerveza de un solo trago. Luego agarró a Vivian por la cintura y empezó a frotarse contra ella como un perro en celo.

—¡Suéltame! —gritó la chica. Parecía fastidiada, pero lo cierto era que no ponía verdadero empeño en apartar a Nathan.

—Venga, nena —dijo él con un falsete chulesco—. ¿No te apetece quitarte todas esas joyas y hacer locuras?

Meg no pudo evitar reírse ante la idea de que el gilipollas de Nathan y la estirada de Vivian formasen pareja. Era tan ridículo que no podría haberlo incluido en ninguno de sus relatos por miedo a que resultase demasiado poco creíble. Gunner y Kumiko se unieron al baile, mientras Kenny atravesó la cocina en silencio hacia Lori. Le susurró algo al oído y ella se ruborizó de los pies a la cabeza.

Entretanto, Minnie y Ben habían desaparecido en el patio. Vaya, vaya.

—¿Estás bien? —preguntó T.J.

Meg estiró el cuello para intentar ver qué se proponía Minnie.

—Sí, perfectamente.

—¿Te lo pasas bien?

—Ehh… sí —mintió—. Ya sabes, me gusta observar a la gente.

T.J. le lanzó su sonrisa con hoyuelos.

—Escritora.

Vivian, al fin, se libró de Nathan.

—¡Imbécil! —exclamó—. ¿Cómo he podido terminar en una fiesta contigo? —dijo, pero Meg distinguió en sus ojos que en realidad se estaba divirtiendo.

—Igual que el resto de nosotros —le contestó Lori—. Nadie rechaza una invitación de Jessica Lawrence.

Nathan se apoyó contra la isla de la cocina jadeando y abrió otra cerveza.

—Te ha encantado.

Vivian no le hizo caso. Abrió de golpe la puerta de la nevera y miró a Meg:

—¿Sabes cocinar?

—Pues… —Todos los miembros de la familia Pritchard tenían claro que a Meg no se le podía permitir el acceso a la cocina. Cada vez que metía sus manos en una cena familiar la cosa solía acabar en intoxicación o con un extintor—. La verdad es que no.

Vivian sacó dos paquetes de lechuga y los lanzó sobre la encimera.

—De acuerdo. Puedes encargarte de la ensalada.

Genial, gracias, pensó Meg.