CUATRO

La mochila le golpeaba en la cadera mientras corría. Ni siquiera miró hacia el océano para comprobar si alguna ola se acercaba para arrastrarla mar adentro. Sinceramente, no le importaba. Estaba tan eufórica porque T.J. seguía queriendo ser su amigo que la muerte a manos de un oleaje despiadado se le antojaba un buen precio a pagar.

T.J. no había hablado con ella desde la fiesta de bienvenida. Todo el asunto había sido una auténtico terremoto. La imagen del rostro de Minnie al enfrentarse a ella se había quedado grabada en la memoria de Meg: los ojos enrojecidos por el llanto, chorretones de rímel cayendo por sus mejillas hinchadas, la mandíbula apretada. ¿Vas a ir al baile con T.J.?

A Minnie le entró un ataque de histeria. Agarró a Meg por los hombros con tanta fuerza que le dejó varias magulladuras. ¿Vas a ir al baile con T.J.? Escupió las palabras, desafiando a Meg para que reconociera la verdad. Sus uñas se le clavaban a través de la fina camiseta de algodón y sus ojos parecían querer perforarle la cara. Aquella no era su amiga, aquella no era la persona a la que conocía desde hacía años. La habían cambiado por alguien demente e irracional. Fue una de las cosas más aterradoras que Meg había visto en su vida.

Había estado decidida a decirle la verdad, pero allí, en aquel instante, al ver el dolor de Minnie, simplemente no pudo hacerlo. Su amistad era más importante que un chico.

No. No, por supuesto que no. ¿Por qué iba él a querer ir conmigo?

Después le había enviado un mensaje a T.J. para decirle que no podía ir. Ni siquiera lo llamó. Actuó como una cobarde. Sabía que si lo veía cara a cara, su voluntad se desmoronaría.

Y aquello fue el fin.

Meg se esforzó por apartar el doloroso recuerdo de su mente al alcanzar el extremo opuesto del istmo, donde el sendero de arena y guijarros daba paso a un macizo de rocas. El cabo Lawrence se alzaba ante ella, alto, enorme y ligeramente fuera de lugar. Una escalinata de piedra ascendía desde la playa. Tallado en el oscuro granito de la isla, cada uno de los peldaños era liso y suave, probablemente más como resultado de la acción de los elementos que por efecto de pisadas humanas, supuso mientras los subía rápidamente.

—¡Meg, para un poco! —la llamó T.J., corriendo tras ella.

—¿Qué te pasa, no puedes alcanzarme, Señor Don Jugador de Fútbol? —se burló. Le sorprendía lo fácil que era volver a activar el modo coqueteo con T.J. Parecía que nunca hubiera dejado de hacerlo. Subió como un rayo los últimos escalones y llegó a un claro en lo alto de la colina con T.J. pisándole los talones.

—Vaya, sí que corres rápido —jadeó el chico—. No sabía que una escritora podía correr así.

—Ja, ja —repuso Meg, arrugando la nariz. Pero no pudo evitar sonreír.

—Es una subida mortal —dijo T.J., y señaló a su espalda—, pero merece la pena, ¿no crees?

Meg se dio la vuelta y contuvo el aliento.

White Rock House se erguía ante sus ojos. Mezcla de faro y mansión criolla, relucía como un foco en mitad de la nada. Había un patio cubierto y cercado por una balaustrada de hierro forjado frente a la fachada principal que continuaba por los laterales, los hastiales de la segunda y la tercera planta sobresalían por encima de las ventanas, quizá para protegerlas de la furia de la madre naturaleza. Del centro de la casa emergía una enorme torre de cuatro pisos que parecía no tener relación alguna con la fachada.

Por el rabillo del ojo, Meg percibió un resplandor en un lateral de la casa. Entrecerró los ojos y se dio cuenta de que todo el suelo alrededor de la casa estaba cubierto por piedras blancas y brillantes.

De ahí el nombre de White Rock House.

Más allá, la línea de los árboles se retiraba por la pendiente de la colina en todas direcciones. La casa había sido construida como un castillo medieval, en una posición estratégica para protegerse del ataque de las hordas bárbaras. Definitivamente, aquel era el lugar más remoto y menos accesible en el que había estado jamás. Y a pesar del brillo de las piedras blancas y de las luces que proyectaban todas las ventanas, Meg no pudo evitar tener la sensación de que la casa parecía solitaria, aislada del resto del mundo.

—Hace falta ser una persona especial para construir esta casa en un lugar tan apartado, ¿verdad? —dijo T.J.

—Tienes que dejar de dar voz a mis pensamientos —respondió Meg con media sonrisa—. Es escalofriante.

—¿Ah, sí? —El rostro de T.J. se iluminó, como si decirle que producía escalofríos fuera el mejor cumplido que Meg hubiera podido hacerle.

—Es bastante chulo, la comunión con los elementos —dijo Ben. Dejó el equipaje de Minnie sobre la hierba y luego le ayudó a subir los últimos escalones—. ¿No crees?

—Sí —contestó Minnie, mientras intentaba no jadear por el esfuerzo—. Los elementos. Desde luego que sí. —Su cara se había sonrosado después de subir la empinada escalinata, y parecía a punto de entrar en parada cardíaca.

Meg sintió que T.J. le daba con el codo y tuvo que mirar al suelo para no echarse a reír.

Se agitó una ráfaga de viento que sacudió las ramas de los árboles de la isla, como si de repente cobraran vida.

—Deberíamos entrar —dijo T.J.—. Parece que está a punto de empezar a llover otra vez.

Encabezó la marcha hacia el patio a través del césped encharcado. Alcanzó la puerta principal, de un blanco reluciente, y la abrió de un empujón.

—¡Hemos vuelto!

Estaban en un vestíbulo, que parecía no pertenecer a la casa, como si hubiera sido añadido en el último momento. Ante ellos, se abría un corredor que llevaba hasta una amplia escalera. El techo se inclinaba hacia uno de los muchos hastiales y las paredes eran blancas y estaban desnudas, a excepción de un perchero del que colgaba un par de chubasqueros color amarillo brillante en una de ellas y de una mesa recibidor que se apoyaba en la otra.

—¡Colega! —exclamó otra voz familiar desde el fondo del pasillo, seguida por el retumbar de fuertes pisadas—. ¿Pudieron Jessica y las chicas subir al…?

Gunner Shields apareció en el umbral. Aquel chico tenía un nombre que figuraba entre los favoritos de Meg en su lista de Combinaciones Desafortunadas de Nombre y Apellido de Todos los Tiempos, y le hacía reírse para sus adentros siempre que pensaba en él[1].

A pesar de que era febrero, Gunner estaba muy moreno y su cabello jaspeado por el sol le cubría las orejas. Llevaba puesto su uniforme habitual: una de esas camiseta de North Shore, pantalones anchos y chanclas. Para Gunner, todos los días eran buenos para hacer surf.

Incluso bajo su falso bronceado, Meg notó cómo su cara se sonrojaba al ver a Minnie.

—Eh —balbuceó.

Minnie se apoyó en el brazo de Ben y sonrió.

—Hola, Gun. No sabía que fueses a estar aquí.

Gunner miró disimuladamente por encima de su hombro.

—Sí, ehh… bueno… —vaciló.

—Jessica no ha venido —intervino T.J., rescatando a su amigo de una situación embarazosa—. Supongo que tendremos que esperar hasta mañana.

—Colega —dijo Gunner haciendo un gesto en dirección a Ben—. Lo siento por ti.

Ben miró a Minnie y contestó:

—Sobreviviré.

Minnie soltó una risita nerviosa y agarró con más fuerza el brazo de Ben. Vaya por Dios. Flirtear con el novio de la anfitriona probablemente no fuera la mejor idea que Minnie podía haber tenido ese día.

—Cariño. —Una chica asiática se deslizó detrás de Gunner. Parecía un duendecillo punky con su camiseta negra, sus muñequeras a rayas y un enorme flequillo color magenta tapándole los ojos—. Necesito tu ayuda en la cocina.

Meg se percató de que Minnie se ponía rígida al ver que Gunner y la Señorita Pelo Magenta desaparecían por una esquina. T.J. también pareció notarlo.

—Por aquí —dijo, y comenzó a subir por la escalera—. Dejadme que os muestre vuestra habitación, luego podéis reuniros con los demás.

Meg se sintió aliviada y siguió a T.J. por una estrecha escalera. Así que Gunner tenía una nueva novia. Bien. Siempre le había gustado aquella especie de estupidez bienintencionada de Gunner. Y había estado loco por Minnie, lo cual siempre le había provocado a Meg una punzada de culpa, pues sabía que a su amiga él en realidad no le importaba. Ahora se alegraba de ver que había pasado página.

Sin pensar, sus ojos se posaron en T.J. ¿Por qué no podía ella también pasar página? Esa proximidad que habían experimentado al subir hacia la casa… Era el primer momento de verdadera felicidad que había sentido desde el desastre de la fiesta. Pero tenía que olvidarse de él. Tenía que hacerlo. T.J. era un jugador de fútbol, como no se cansaba de repetir Minnie, iban a ir a universidades que estaban a miles de kilómetros de distancia, y su mejor amiga estaba enamorada de él. Tres puntos en su contra. Tenía que pasar página.

T.J. la pilló mirándolo y sonrió.

—Creo que te va a gustar tu habitación.

¿Cómo se suponía que iba a poder pasar página si él no dejaba de sonreírle de aquel modo?

—¿Ahora haces de anfitrión? —dijo Minnie. Meg creyó percibir un tono afilado en su voz.

—No —respondió Ben—. Cuando llegamos, la puerta principal no estaba cerrada y había una nota sobre la mesa en la que ponía: «Sentíos como en vuestra casa». Y eso fue lo que hicimos.

T.J. asintió.

—Hay wifi y televisión por satélite, e incluso una Xbox. Ah, y la nevera está hasta los topes. Comida, zumos, cerveza…

—¿Hay cerveza? —preguntó Minnie.

Meg sacudió la cabeza. Aquello era justo lo que necesitaba. Cuando estaba borracha, Minnie perdía totalmente el control. Tenía tendencia a volverse un poco… soez, y la cerveza inevitablemente llevaba a las risas, a las caídas, los besuqueos, las carcajadas histéricas, las peleas y las lágrimas, normalmente (aunque no siempre) en ese orden.

—Tranquila, Mrs. Hyde —dijo Meg—. Al menos, vamos a colocar nuestras cosas antes de que empieces con las cervezas.

Minnie ignoró el comentario y preguntó:

—¿Adónde vamos?

—T.J. reservó esta habitación para vosotras, chicas —dijo Ben, señalando la escalera que subía hacia la torre—. Pensó que os iba a gustar.

Con disimulo, Meg dirigió una mirada a T.J. mientras daban la vuelta hacia el nuevo tramo de peldaños. No estaba segura, pero ¿se había ruborizado un poco?

La escalera se estrechaba aún más y se apoyaba en las cuatro paredes según ascendía hacia lo alto de la torre. En los muros había ventanas desnudas que permitían la entrada de luz suficiente como para iluminar la torre entera, incluidas la escalera. Meg siguió a T.J. y llegó a una buhardilla. Se trataba de una habitación pequeña, sencillamente amueblada con dos camas individuales, una butaca, un tocador y un espejo de cuerpo entero. Pero lo que conquistó por completo a Meg fue la enorme hilera de ventanas en todas y cada una de las cuatro paredes. Podía ver las luces del puerto de Roche al otro lado de la bahía, tenues y amortiguadas por la bruma, y por otra de las ventanas, el resplandor de la casa de los Taylor. Estaba impaciente porque llegase la mañana siguiente, las vistas tenían que ser increíbles.

—¿Tenemos que dormir aquí arriba? —preguntó Minnie, mientras paseaba su mirada por la habitación—. Ni siquiera hay un aseo.

—Está abajo, en la segunda planta —dijo T.J.—. Estoy seguro de que podríamos cambiaros a otra habitación si esta no os gusta. De todas maneras, probablemente tendremos que reorganizarlo todo cuando Jessica y las demás lleguen mañana.

—No, estamos bien aquí —dijo Meg.

—Pero… —empezó a decir Minnie.

Meg no la dejó terminar:

—Estamos bien. —Aquella era la clase de habitación con la que siempre había soñado de niña, un dormitorio en la torre de un castillo. Podía imaginarse a sí misma allí arriba, lejos de la fiesta, escribiendo en su portátil o en su diario. Era un lugar perfecto, y no estaba dispuesta a que Minnie lo echase a perder.

Su amiga se dejó caer en la cama más próxima a la escalera.

—Tú ganas.

—Bajad cuando estéis listas —dijo T.J., y acto seguido desapareció con Ben escalera abajo—. Nosotros nos encargamos de la cena.