Meg empezó a tiritar, así que se cubrió con una manta hasta las orejas.
—¿Tienes frío? —le preguntó T.J.
—No —mintió, mirándolo, aunque apenas podía verle la cara—. Solo estoy cansada.
—Se te da muy mal mentir.
Era cierto, no hizo el menor intento de negarlo. Estaba muerta de frío y se esforzaba desesperadamente por disimularlo. Levantó la cabeza y miró el cielo nocturno. En aquel momento necesitaban mantener una actitud positiva. Primer punto positivo: estaban vivos, aunque T.J. tenía una bala alojada en el hombro y había perdido mucha sangre. No, sé positiva, se dijo a sí misma. Bien. Todavía estaban vivos.
Segundo punto positivo: por fin había dejado de llover. Se sentaron en un muelle de madera empapado, con nada para protegerse del frío de la noche aparte de unas mantas muy finas, pero al menos no llovía. Bien.
Intentó concentrarse en esos dos aspectos positivos, en un vano intento de no pensar en el horror de lo que había ocurrido. Su mejor amiga había muerto. De forma violenta. Sin sentido. Meg no había podido salvarla. Al final solo había sido capaz de salvar a T.J., e incluso eso lo había hecho por los pelos.
Estaban en las rocas cerca de la pira en la que se había convertido la caseta del embarcadero. Allí, al menos hacía calor, y además, ninguno de los dos había querido volver a la casa. Sin embargo, Meg tuvo que hacerlo. T.J. necesitaba mantenerse caliente si pretendía sobrevivir a la noche. Meg había vuelto a la casa, pero no permaneció ni un segundo más de lo estrictamente necesario; volvió con las mantas de la sala y un bote de ibuprofeno que había en la cocina.
Ah, y el cuchillo más grande y afilado que encontró. Había visto a Tom envuelto en llamas mientras la caseta se derrumbaba a su alrededor, pero eso no significaba que estuviese completamente segura de que hubiera muerto.
Luego, T.J. y ella se dirigieron lentamente al embarcadero. Él se debilitaba por momentos y apoyaba casi todo su peso en ella, de modo que para cuando llegaron, Meg prácticamente tenía que cargar con él.
T.J. recostó su cabeza en el regazo de Meg, que oyó cómo tomaba aire cada vez que se movía y el dolor le atravesaba el hombro.
—¿Cómo va el dolor? —le preguntó. No es que él fuese a decirle la verdad, ni tampoco que ella realmente quisiera oír la agonía que suponía para él cada respiración y cada movimiento.
—No va mal —respondió, con los dientes apretados. Meg se preguntó si el ibuprofeno habría surtido algún efecto.
—¿Quién es el que miente ahora?
Le acarició la frente con suavidad. T.J. se estremeció al sentir su tacto y ella se apresuró a retirar la mano. Pero estaba sudoroso y su cuerpo, demasiado caliente, como si tuviera fiebre. Aquello no podía ser bueno.
—Ahora solo tenemos que rezar para que el ferry vuelva —dijo T.J.
—Que le den al ferry —repuso Meg, acariciándole la mejilla—. Supongo que nuestra pequeña fogata habrá sido como un faro de la guardia costera. Todo Roche Harbor tiene que haberlo visto. Apuesto a que los helicópteros despegarán en cuanto salga el sol. —En realidad, estaba rezando porque fuese así. Si la guardia costera se presentaba allí, T.J. recibiría atención médica inmediatamente.
—Bien —dio él, temblando.
Meg oteó el horizonte por enésima vez. ¿Se estaba iluminando el cielo? No estaba segura. Había estado contemplando la oscuridad durante tanto tiempo que ya no sabía si veía de verdad un pequeño indicio de amanecer o solo se lo imaginaba verlo. Pero la negrura de la noche parecía tener un matiz púrpura. ¿Estaba llegando la noche a su fin?
—El sol está saliendo —dijo T.J., sin abrir los ojos—. Lo hemos conseguido.
Meg le puso una manta alrededor del hombro ileso, con cuidado de no tocar el que le había disparado. Ya no era una ilusión visual. El cielo púrpura dio paso a un azul oscuro poco antes de que unas vetas de amarillo pálido asomasen en el horizonte.
—Pronto estaremos en casa —dijo. Se había pasado la mayor parte de la noche hablando de tonterías: lo que harían cuando estuvieran de vuelta, la universidad a partir del otoño, Los Ángeles y las playas y los famosos, cualquier cosa que mantuviera sus mentes apartadas de la realidad.
—Sí —dijo T.J., separando levemente los párpados—. Pero una parte de nosotros siempre se quedará aquí.
Meg no pudo evitar sonreír:
—¿Estás seguro de que no eres tú el escritor?
Eso provocó que sus hoyuelos hicieran acto de presencia, una ligera sonrisa apareció en su cara. Meg se inclinó y le besó suavemente en los labios.
—Me alegro de que todavía puedas sonreír —le dijo.
—Bueno, ya sabes, ¿por qué no iba a sonreír? Un grupo de amigos ha muerto y tú me has disparado.
El recuerdo de que Minnie estaba muerta le dio un vuelco en el estómago. Su mejor amiga había fallecido, asesinada delante de sus ojos. Las últimas horas que habían pasado juntas habían sido una pesadilla, y se habían dejado demasiadas cosas sin decirse. Meg había hecho lo indecible para que las dos se salvaran, y ahora se sentía culpable por haber sobrevivido cuando Minnie no lo había hecho.
T.J. debía sentirse igual con respecto a Gunner. ¿Cómo podrían superar el sentimiento de culpa de los supervivientes? Por no mencionar el hecho de que Meg había disparado a T.J. ¿Sería capaz de perdonarla alguna vez? ¿Sería ella capaz de perdonarse a sí misma?
Meg podría haber intentado explicar sus actos, pero quería asegurarse de ponerlo todo sobre la mesa:
—Disparé a matar. Creía que eras el asesino.
—Todos éramos sospechosos.
—¿Sí? ¿Tú pensabas que era yo?
—No —se rio T.J., pero enseguida su risa se convirtió en una tos débil y seca que sacudió todo su cuerpo.
—¿Ves? Eso significa que soy la peor persona de todo el planeta.
—Meg, él te hizo que creyeras eso. Iba todo el tiempo por delante de nosotros.
—Supongo. —Meg no podía olvidar que había intentado matar a T.J. Aquello era un obstáculo insuperable—. Pero me lo creí. Y, en parte, fue por la rabia. No podía creer que te gustase de verdad, especialmente después de lo que te hice. Quiero decir, llevas meses evitándome y fue muy fácil creer que solo estabas utilizando mis sentimientos para llevar a cabo todos los crímenes. Eso me hizo sentir… patética.
—Lo siento. Lo de haberte evitado. Al principio estaba muy enfadado. Dolido, ¿sabes? Ni siquiera podía mirarte.
Meg sintió que se le encogía el corazón. Había pensado que solo se había hecho daño a sí misma. Nunca se había dado cuenta de que le había herido a él también.
—Yo… no lo sabía.
—Ya ha terminado. Además… —T.J. estiró su brazo bueno y le dio un apretón en la mano—. Me has salvado la vida. Tom me habría matado. Y tú podrías haber escapado una vez que yo lo tuviera distraído. Podrías haberte salvado. Pero no lo hiciste. —Volvió a sonreír, y fue de nuevo el T.J. seductor de siempre—. Me parece que eso zanja de una vez con lo ocurrido el día de la fiesta de bienvenida.
—Y ¿qué pasa con la bala que tienes en el hombro?
T.J. sonrió.
—Estoy seguro de que se nos ocurrirá alguna manera de que me compenses por eso.
Meg recordó el pánico que había sentido ante la idea de perder a T.J., primero cuando ella misma le había disparado, y luego cuando intentó salvarlo de Tom. Si hubiera confiado en él y en sus propios sentimientos, quizá ahora no estaría herido. Y quizá Minnie no estaría muerta.
Una lágrima enorme se derramó por su mejilla.
—Eh —dijo T.J, con voz fuerte y enérgica—. No seas tan dura contigo. —Ya estaba leyendo su mente otra vez—. Seguimos aquí. Lo hemos conseguido.
Meg bajó la mirada hacia aquellos brillantes ojos marrones y los hoyuelos de sus mejillas.
—Sí. Sí, lo hemos conseguido.
—Ahora da la impresión de que vas a tener que cargar conmigo.
Contra su voluntad, Meg sonrió.
—Y si no funciona, siempre puedo dispararte otra vez.
Los ojos de T.J. emitieron un destello.
—¿Lo ves? Oro.
Un sonido rompió la monotonía del agua contra las rocas y el borboteo de las olas. Algo rítmico. Algo hecho por el hombre. Parecía un ventilador funcionando a la máxima potencia.
Meg y T.J. levantaron la mirada al mismo tiempo. En el cielo apareció un punto minúsculo, que aumentaba de tamaño segundo a segundo, de color naranja frente a la creciente luz del amanecer.
Los guardacostas.
—¿Podrás aguantarme? —preguntó T.J., y agarró con firmeza las manos de Meg—. ¿Puedes? Porque, después de todo esto, no puedo… no puedo imaginarme la vida sin ti.
Diez cuerpos. Diez vidas truncadas. Meg podía verlos a todos en su mente, desde el rostro púrpura de Lori hasta la máscara de odio de Tom cuando las llamas consumían el barco. Diez personas que nunca vivirían sus vidas, nunca volverían a sentir amor, odio o miedo, o nada de nada. ¿Cuánto tiempo de su vida había malgastado viviendo con miedo? ¿Viviendo para otros? ¿Cuánta vida más dejaría que se le escapase sin disfrutar ni un solo momento?
Eso se acabó. Aquí y ahora.
—Te quiero, Thomas Jefferson Fletcher. —No pudo creer la facilidad con la que las palabras brotaron de su boca—. Te he querido desde que me alcanza la memoria.
El helicóptero estaba más cerca, sobrevolando en círculos las ardientes ruinas de la caseta del embarcadero. Entonces, alguien que iba a bordo los vio, y el aparato se les acercó tanto que la fuerza de sus aspas pareció absorber todo el aire que había a su alrededor.
—Cuando me enviaste el mensaje de texto el día de la fiesta… —murmuró T.J., con un hilo de voz—, pensé que en realidad no sentías nada por mí.
—Lo sé —respondió Meg. Quería con todas sus fuerzas que él comprendiese por qué lo había hecho—. Yo…
T.J. levantó la mano para interrumpirla:
—Lo entiendo. Ahora lo entiendo. Minnie y tú… Era complicado. —El helicóptero se colocó justo encima de sus cabezas. Meg miró hacia arriba y vio que la puerta de uno de los lados estaba abierta y que una camilla se balanceaba de una especie de grúa—. ¡Meg! —gritó T.J., para hacerse oír ante el estruendo. Ella lo miró: estaba serio otra vez, ceñudo y agotado—. No dejes que se interponga otra vez entre nosotros, ¿de acuerdo? Ya ha acabado todo.
Acabado. La muerte ha puesto fin a todo. Pero por muy terrible que hubiese sido aquel fin de semana, por muy horrible y doloroso, y por mucho que hubiese alterado su vida de un modo que ni siquiera años de terapia podrían curar, había tenido una consecuencia hermosa. Los había unido a T.J. y a ella.
Inclinó la cabeza hacia la de él y lo besó. Fuera lo que fuera de ellos después de un fin de semana en White Rock House, sería de los dos, juntos.
No había vuelta atrás.