TREINTA Y SEIS

Meg no era vidente. No tenía ningún poder sobrenatural. Pero de algún modo pudo prever la intención de Tom, lo vio en su mirada, en sus gestos. Cuando el dedo de Tom iba a disparar la ballesta, el cuerpo de Meg se adelantó. No había tiempo para pensar, ni para diseñar un plan lógico de acción. Se lanzó hacia la derecha, metiéndose en la cámara del timonel. Llegó a sentir la potencia de la flecha, que le pasó a escasos centímetros de la cabeza. Mientras giraba sobre sí misma, oyó que se clavaba en el marco de madera de la puerta.

Afortunadamente, Tom había pretendido matarla a la primera. Si no le hubiese apuntado a la cabeza, Meg podría estar ahora herida.

Tom soltó un exabrupto.

Meg oyó que tiraba la ballesta al suelo. Debía de haberse quedado sin flechas. Bueno, eso ya era algo. Hora de moverse.

Se incorporó y corrió a la silla del capitán. Las llaves seguían estando en el arranque y mientras intentaba frenéticamente poner el motor en marcha, hizo en silencio la promesa de ir con su madre a la iglesia todos los días del resto de su vida si el maldito motor arrancaba.

—Cuanto más difícil me lo pongas —dijo Tom—, más te haré sufrir, lo prometo. Sal y deja que te dispare.

Meg percibió cómo el barco se balanceaba.

Mierda. Estaba subiendo a bordo.

Se giró, buscando desesperadamente un lugar en el que esconderse justo cuando se escuchó un disparo. Guiándose por el instinto, Meg se tiró al suelo en el momento en que la ventana estallaba en pedazos. Los cristales rotos saltaron por toda la cabina. Mierda. Se había olvidado de la pistola.

Se acurrucó detrás de la silla del capitán y se obligó a razonar. Olvídate del maníaco demente que está intentando matarte. Sus ojos fueron hacia la oscura silueta de Minnie, tirada sin vida en la cubierta justo a la entrada de la cabina. Quería rendirse. Darse por vencida.

¡No! Movió la cabeza a uno y otro lado, intentando desesperadamente aclarar sus ideas. Concéntrate, Meg.

Tenía dos opciones. Estaba la escalera que llevaba al interior del barco. Era la vía de escape más rápida y más segura, pero también probablemente la que Tom seguiría. Y una vez que la tuviese bajo cubierta y a oscuras, estaría atrapada. La segunda opción era la puerta situada a estribor de la cabina. Si no recordaba mal, daba a una terraza que se extendía por toda la proa del barco. Quizá, si Tom iba a la cubierta inferior, ella podría descolgarse hasta la principal y abandonar el barco antes incluso de que él se diera cuenta. Merecía la pena intentarlo.

Se encogió de miedo solo de pensarlo.

Tan rápida y silenciosamente como pudo, se arrastró por el suelo de la cabina. Tuvo que morderse los labios para no gritar cuando los trozos de cristal le cortaban la piel de las rodillas y de las palmas de las manos y se le clavaban en la carne. El metro de distancia que la separaba de la puerta le pareció un kilómetro, y para cuando llegó a la puerta sus extremidades estaban cubiertas de sangre. Quitó el pestillo con sigilo y abrió la puerta apenas unos centímetros. Por suerte, las bisagras giraron sin hacer ruido. Sin pensárselo dos veces, Meg se deslizó a la terraza y luego volvió a cerrar la puerta con extremo cuidado.

Justo a tiempo. Nada más cerrar la puerta oyó un crujido. Botas sobre cristales rotos.

Casi no se atrevía ni a respirar. Se puso de cuclillas al otro lado de la puerta, sin quitar la mano del pomo. ¿La había visto? ¿Había visto cómo se cerraba la puerta? Su corazón retumbaba con tanta fuerza en sus oídos que estaba segura de que él podía oírlo. Aguardó, esperando que una bala hiciera estallar la ventana que había encima de ella, o que la puerta en la que se apoyaba se abriese de pronto, empujada desde dentro por Tom. Le ardían las piernas. Las palmas de las manos le picaban al mezclarse su sudor con la sangre de los cortes.

Crunh, crunch, crunch. Luego las pisadas sonaron algo más huecas. Pom, pom, pom.

Estaba bajando a la cubierta inferior.

¡Sí!

En cuanto los pasos amortiguados de Tom dejaron de oírse, Meg se levantó.

Rodeó de puntillas la cabina, encorvada e intentando mantener la cabeza por debajo de las ventanas. Si alcanzaba el lado del yate que daba al muelle, estaba bastante segura de que podría saltar al suelo de la caseta. Y entonces echaría a correr. Y seguiría corriendo. A eso se reducía su plan.

Ya había rodeado la cabina cuando escuchó unos disparos en la oscuridad. La ventana que tenía justo encima se rompió en mil pedazos. Meg gritó y se tiró al suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos mientras los cristales caían sobre ella. No estaba segura de cuántos disparos había hecho, pero el siguiente sonido que oyó fue un clic.

No le quedaban balas.

Por fin. Por fin algo se ponía de su parte.

—Mierda —se lamentó Tom desde algún punto cerca de la popa. Estaba en algún lugar entre ella y la seguridad de la caseta en penumbra.

Meg escaló la barandilla de la cabina y descendió a la cubierta. En la popa del barco había una pequeña lancha neumática colocada boca abajo sobre una rejilla. Se arrastró debajo de ella, y luego se encogió detrás del cabrestante que hacía bajar el ancla, justo en el extremo puntiagudo de la proa. Era un escondite demasiado obvio y Tom no tardaría mucho en encontrarla. Necesitaba pensar.

Tanteó a su alrededor. ¿Había algo que pudiera utilizar como arma? Una cuerda, la tensa cadena del ancla, un salvavidas que colgara del baluarte. Así que, a no ser que pretendiese participar en un rodeo o tirarse por la borda, su suerte se había acabado. Perfecto.

Pero en lugar de oír pisadas aproximándose, notó que el barco volvía a balancearse. Tom estaba bajando.

Oyó un golpeteo y un gruñido antes de que empezara a hablar:

—Lo que he dicho antes iba en serio, Meg. —Parecía que le faltaba el aire—. Voy a hacerte sufrir. Después de tu amiguita de ahí, tú eres la que más se lo merece.

Meg sacó la cabeza por un lado de la lancha y aguzó la vista para tratar de distinguirlo en la oscuridad. ¿Qué estaba haciendo?

—¿Por qué motivo?

—Tú estabas allí. Lo sabes.

Meg oyó un chapoteo, como si Tom estuviese tirando agua sobre la cubierta. Pero enseguida detectó el olor. Gasolina.

Iba a quemarla viva.

Sintió que el pánico le formaba un nudo en la garganta y por un instante de locura casi deseó ser Minnie y estar muerta. No, no pienses eso. Tenía que mantener la calma. Podía idear una escapatoria. Solo tenía que pensar.

Y conseguir que Tom siguiera hablando.

—Mira, no sé a qué juegas —dijo, reuniendo tanta bravuconería como le fue posible—. Pero no tengo ni idea de qué estás hablando.

Meg salió de su escondite. La linterna, que se había quedado en la cabina, daba suficiente luz para que pudiese ver más allá de la borda. El hueco entre la barandilla de estribor del barco y la pared lateral de la caseta era solo de unos centímetros, pero aumentaba de tamaño en el punto donde la proa se curvaba, especialmente cuando las olas levantaban la embarcación. Si calculaba bien el tiempo, probablemente podría saltar al agua sin quedar aplastada entre el barco y la pared, y quizá pudiese bucear por debajo de la caseta y alcanzar la costa. Quizá.

Era la única posibilidad que tenía.

—Bien —dijo Tom, notablemente impaciente—. Déjame refrescarte la memoria. La fiesta de bienvenida.

La fiesta de bienvenida. Ahí estaba otra vez. ¿Sería todo aquello culpa suya, después de todo? Si hubiera ido al baile con T.J., tal vez Minnie no habría atacado a Claire. Y ahora todos estaban muertos: Claire, Minnie, T.J. y, con casi toda seguridad, también moriría ella. Todo porque había tenido miedo de plantarle cara a su mejor amiga.

Oyó cómo Tom encendía un mechero. Acto seguido, la caseta se iluminó con una luz anaranjada. Meg se asomó por un lado de la lancha y lo vio de pie con una antorcha en la mano. Supuso que había atado su camisa a un remo y la había empapado en gasolina. Se le estaba acabando el tiempo.

—Estoy seguro de que para ti y para Minnie y para vuestras intelectualmente deficientes parejas de la fiesta, lo que hiciste esa noche apenas tuvo importancia, pero para mi hermana fue como una flecha que le atravesó el corazón. Perdona por el jueguecito de palabras.

—Eso no es un juego de palabras —dijo Meg. No pudo contenerse, las palabras brotaron de su boca. Aunque estaba a punto de ser pasto de las llamas al más puro estilo Juana de Arco, estaba cansada de sentirse una víctima. Si iba a morir, moriría plantando batalla.

—¡CÁLLATE! —rugió Tom.

Así se hace, Meg. Pincha al león devora hombres con un palo, a ver qué pasa. Pero Tom seguía hablando, lo cual a ella le daba más tiempo para intentar calcular el balanceo del barco. Cuanto más lo entretuviese, más posibilidades tendría.

—No sé —dijo, intentando sonar poco impresionada—. Quiero decir, matar a un puñado de idiotas como nosotros no debería ser tan difícil.

Tom se echó a reír.

—Difícil no, brillante. ¿Tienes idea de los meses de planificación que fueron necesarios? Preparar la casa, atraeros a todos aquí, encargarme de los Taylor… Todo por un poco de justicia.

—No para los Taylor —repuso Meg—. A menos que ellos también le hubieran quitado el papel de solista a Claire, claro.

—Daño colateral —dijo Tom.

—Estoy segura de que su familia no lo verá de ese modo.

—No quedó más remedio. Era la única forma de que el plan funcionase. Tuve que prepararme para cada detalle, cada contingencia. ¿Quién se hizo pasar por el señor Lawrence al teléfono? Yo. Nadie sabía siquiera que había salido de la casa. Me descolgué por la ventana de mi cuarto y crucé el istmo en ambas direcciones en quince minutos. Y ¿quién se aseguró de que Jessica y todas sus amigas estuvieran invitadas a otra fiesta este fin de semana? Sí, también pensé en eso, así si alguno de vosotros le mencionaba algo de una fiesta, ella creería que os referíais a la otra fiesta. Hackeé la cuenta de Facebook de Jessica y también el móvil de Tara para invitar a Kumiko, puse droga en la cerveza para que todos durmieseis mientras me cargaba a Lori.

—¿Qué?

—Lo has oído perfectamente. —Tom se rio—. ¿Brillante, verdad? —Lo era—. No podía permitir que alguno de vosotros se despertase mientras yo colgaba su cadáver de las vigas, ¿verdad? Pensé en todo.

Meg vio una fisura. Un hueco en la gruesa armadura de porquería de Tom.

—En todo no.

—¿Perdona?

—No pensaste en todo. Te olvidaste de una cosa muy, pero que muy importante.

—Imposible.

—No —se rio Meg—. Yo no estuve en la fiesta de bienvenida.

—Sí, sí que estuviste.

—No. Lo siento.

—Claire dijo que estabas. —Por primera vez, Tom no parecía del todo confiado—. Me dijo que iba a plantaros cara a ti y a T.J.

—Tal vez pretendía hacerlo, pero yo cancelé mi cita con T.J. esa mañana. Me quedé en casa. No estuve allí.

Silencio. Estaba claro que Tom no había contado con aquello. No obstante, no es que importase. No podía dejarla ir, y ya había demostrado con los Taylor que estaba dispuesto a matar a gente inocente para vengar a su hermana. Meg se concentró en el movimiento del barco. Era ahora o nunca.

—Da igual —dijo Tom—. Eres culpable por asociación.

Una lógica genial y demencial. Meg pasó una pierna por encima de la barandilla. No estaba segura de que aquello fuese a funcionar, pero era preferible reventarse la cabeza contra el lateral de la embarcación que quemarse viva. Respiró hondo, tratando de prepararse para el contacto con el agua fría.

Tom se aclaró la garganta.

—Ya es suficiente. Meg Pritchard, es hora de decir adi…

Un rugido le interrumpió:

—¡Apártate de ella!