TREINTA Y CINCO

—¿Tú?

Ben sonrió.

—Yo.

—Es imposible. Estás…

—¿Muerto?

Meg asintió, notando la garganta totalmente seca.

—Sí, pero no tanto.

Se mostraba relajado, natural, como si le estuviese contando la última película que había ido a ver, o recordando una partida de videojuego de la noche anterior. Estaba de pie sobre la plataforma de madera de la caseta, vestido todo de negro: camisa de manga larga, guantes, vaqueros ajustados y botas. Tenía una ballesta sujeta con la mano izquierda y apoyada en su antebrazo, y a la luz débil de la linterna, Meg vio el destello de algo metálico en su mano derecha. Otra flecha. Estaba rearmando la ballesta.

—Eras tú, todo el tiempo eras tú —dijo Meg.

—¡Vaya, me has descubierto! —murmuró Ben, encogiéndose de hombros.

Las piezas comenzaron a encajar. Había fingido su propia muerte. Después, había tenido la oportunidad de matarlos a todos sin ser descubierto. Había quitado la radio y la pintura del Némesis. Había saboteado la barandilla de la pasarela e incluso había convencido a Vivian para que los siguiera al embarcadero. Había sido a él a quien Meg había oído en el patio. Era el plan perfecto.

Su cara debió reflejar su asombro.

—Alucinante, ¿verdad? —dijo Ben, con una sonrisa.

Meg estaba horrorizada. Ben parecía realmente orgulloso.

—Eres más inteligente de lo que había creído. Estuviste a punto de descubrirme dos veces. Una con tu pequeña hazaña con Internet. Había cortado los teléfonos, pero me olvidé de ese detalle. Era obvio que una escritora trajera consigo un ordenador portátil. Tuve que decirle a Minnie que tenía que ir urgentemente al baño, y luego me descolgué por la ventana del dormitorio de Lori para cortar el cable de Internet. Justo a tiempo, por lo visto.

Si Ben no hubiese estado en la buhardilla con Minnie cuando Meg había ido a por su portátil, quizá nadie más hubiese muerto. Esa idea le provocó náuseas.

—Después, cuando ya había matado a Nathan y a Kenny —prosiguió Ben—, por poco me pillas volviendo a la casa. Me colé en el estudio justo a tiempo. Me escondí debajo del cuerpo de Lori, lo cual no resultó nada agradable, no me avergüenza reconocerlo. Luego, mientras Minnie gritaba, me escabullí otra vez afuera y escalé desde el patio hasta la ventana de mi habitación. —La apuntó con un dedo y añadió—: No ha sido fácil, por culpa tuya. Sin embargo —dijo con una sonrisa—, he ganado.

El tono de su voz le puso a Meg la piel de gallina.

Ben se colocó la ballesta en el hombro y descansó la otra mano en la cadera.

—Pero me siento decepcionado. Estaba deseando que tuviese lugar un asesinato. Tú acabando con Minnie, o Minnie acabando contigo. Cualquiera de las dos opciones. —Sus ojos fueron a posarse en el cadáver de Minnie—. Al final resultó estar algo más cercana a ti de lo que yo había previsto, incluso con sus celos y la falta de medicación.

Meg contuvo el aliento.

—Tú se las robaste.

Ben ladeó la cabeza.

—¡Por supuesto que lo hice! Esperaba que sufriese un ataque de nervios de los buenos, así que le robé las medicinas hace una semana. Me colé en su casa mientras Minnie y sus padres estaban en misa y se las cambié por unas pastillas de azúcar, para que cuando viniese aquí se hubiese convertido en un tren a punto de descarrilar. Lo de robarle el bote del equipaje fue solo para causar efecto. Y, ya sabes, para poder echarte a ti la culpa —dijo, y se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo índice—. ¿Lo ves? Soy un genio.

Meg apretó los dientes. Pobre Minnie. No era de extrañar que hubiese estado tan desquiciada, tan incontrolable e impaciente durante toda la semana.

—Contemplar su caída en picado hacia la paranoia ha sido uno de mis entretenimientos favoritos durante el fin de semana. Y quiero que sepas —continuó, de nuevo con aquel tono de sarcasmo— que eso de dispararle a tu amiguito allí arriba ha compensado totalmente el hecho de no poder presenciar cómo Minnie te mataba a ti y luego se suicidaba. Ha sido épico.

Meg sintió que la invadía una oleada de gélido pánico. T.J. era inocente y ella lo había matado. Pensó en la mirada que había visto en su rostro mientras le apuntaba con la pistola. Le estaba suplicando, pidiéndole que confiase en él. Pero ella había estado segura de que era culpable, y también muy asustada.

Ben lo había preparado todo.

El pánico dio paso a la cólera. Quería saltar sobre él, arrancarle los ojos, estrangularle con sus propias manos. Agarró la barandilla con tanta fuerza que creyó que podría partir el metal en dos, pero se quedó donde estaba. Incapaz de moverse, incapaz de actuar. Como siempre.

Ben se echó a reír.

—Quieres hacer algo, pero no puedes. Nunca puedes. Tú eres la pensadora, pero en cuanto a lo de hacer, eso ya no es lo tuyo. Eso se lo dejas a los demás.

Meg trató de mantener bajo control el sonrojo que sabía que ascendía en aquel momento por su cuello hasta su cara. No quería que Ben supiese que estaba en lo cierto.

—¿Lo ves? —se rio él.

Mierda.

La frialdad con la que hablaba hizo que a Meg se le helase la sangre en las venas. Ben había estado todo el tiempo manipulándolos. ¿Qué iba a hacer ahora? Meg necesitaba pensar. Tenía que adelantarse. Era su única alternativa.

—Lo cual me lleva de vuelta al primer punto: me alegro mucho de que tú seas la Número Nueve —dijo Ben.

Meg necesitaba controlar su voz. ¿Ben quería hablar, quería mostrar su ingenio enfermizo? Bien. Mientras él continuase hablando, ella seguiría viva. Y lo que deseaba por encima de todo era permanecer con vida. Como si se lo debiese a Minnie y a T.J. y a todos los demás. Tenía que ganar la partida.

Tenía que hacerlo.

Ben no podía salir indemne.

—¿Por…, por qué? —preguntó, atropellándose al hablar—. ¿Por qué nosotros?

—Bueno, la idea, quiero decir, cuando fantaseaba sobre lo que sucedería este fin de semana, tú y Minnie erais la Ocho y la Nueve. Tú habrías averiguado lo que pasaba gracias a las pistas que yo te había ido dejando…

Pistas. Meg notó que le faltaba el aire. El diario.

—Sí, el diario de Claire. Esperaba que se pareciese bastante al tuyo. Eso fue cuestión de suerte.

—Lo pusiste entre mis cosas.

Ben esbozó una sonrisa burlona.

—Y falseaste la última página para que yo creyera… creyera…

—¿Para que creyeras que tu novio era el asesino? Brillante, ¿a que sí?

—Estás enfermo.

—Te sientes más cómoda pensando eso de mí, ¿no es cierto? Que tengo que estar loco para hacer todo esto. No es verdad. Estoy más cuerdo que esa amiga tuya que está ahí tirada.

Los ojos de Meg se posaron en el rostro contorsionado, sangriento y sin vida de Minnie.

—Tenía una escena genial en mi cabeza —prosiguió Ben—, en la que tú averiguabas que era yo el que estaba eliminándolos a todos y tratabas de decírselo a Minnie, pero ella estaría ya para entonces tan paranoica y desquiciada que te mataría de todos modos, y luego se suicidaría. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Dejándome a mí, el Número Diez, el ganador. Eso hubiera sido alucinante. Casi la había convencido de que tú eras la asesina. Hasta el final, creo. Aunque no llegó a producirse ese asesinato-suicidio, me ha divertido ver cómo te apuntaba con la pistola.

Meg sintió náuseas ante la idea de que Ben hubiera estado fantaseando con todas aquellas muertes durante solo Dios sabía cuánto tiempo. Se le revolvió el estómago y tuvo que contener las ganas de vomitar.

—Como ya he dicho, me has sorprendido. Pero, al final, no lo has averiguado todo, ¿verdad que no?

—He averiguado lo suficiente. —Haz que siga hablando, Meg. Que siga hablando el tiempo necesario para que se me ocurra una forma de escapar—. He averiguado que todos los que estábamos aquí teníamos alguna conexión con Claire Hicks. Y que nos estabas matando del mismo modo en el que pensabas que nosotros nos habíamos portado con ella.

—¿Pensaba que os habíais portado mal con ella? ¿Pensaba? —rugió Ben. Su ferocidad se despertó de repente, y obligó a Meg a dar un paso atrás—. Vosotros nueve la matasteis. Todos sois asesinos.

—Mira quién fue a hablar.

Las oscuras cejas de Ben descendieron sobre sus ojos.

—Yo no soy un asesino. Soy un vigilante. Estoy haciendo caer sobre vosotros la veloz espada de la justicia.

—¿Justicia? —Meg no podía dar crédito a lo que estaba oyendo—. ¿En serio? ¿Justicia porque Kumiko le echó la culpa a Claire de un experimento fallido de ciencias y Lori consiguió el puesto de solista en el coro?

—Kumiko fue a hablar con el profesor y le pidió autorización para volver a hacer el experimento sin compañera. Sacó un sobresaliente y Claire se quedó con su suspenso. El semestre siguiente tuvo que quedarse en clase de repaso, junto con un puñado de bichos raros y capullos. Y Lori no le ganó a Claire en nada. Lo que hizo fue mentir a mi herm…

Ben se interrumpió, pero ya era demasiado tarde. Meg había oído lo que había comenzado a decir:

—Hermana. Oh, Dios mío.

Ben no dijo ni una palabra, pero no era necesario que lo hiciera. Meg sintió que su mente se ponía en funcionamiento. Lo miró directamente a los ojos: aquellos ojos de un azul brillante, la piel pálida, aquella mandíbula puntiaguda. Claro… ¿Cómo no lo había visto antes? El pelo le había despistado, pero si a Ben le cambiabas el pelo rubio platino por un pelo de color oscuro, prácticamente negro… era igual que Claire.

—Tú eres Tom —dijo. No era una pregunta—. Eres el hermano de Claire.

Él se estremeció.

—Fuiste tú quien causó los accidentes en el instituto, el de los frenos de Bobby y la infección de Tiffany. —Otra certeza empezó a calar en su cerebro—. Pero… el verdadero Ben. El chico rubio que aparece en el diario. ¿Quién era…?

—Ella me envió el diario la noche que se suicidó. —Su voz había perdido su falso tono de ligereza. Ahora hablaba con voz más baja, áspera y firme—. Entonces comprendí que debía vengarla. Ella no era así. Ella era feliz. Solo quería encajar en el Mariner y luego en el Kamiak. Era dulce y amable, pero vosotros le quitasteis eso.

—Y tú mataste a Ben. —Meg recordó las mofas de Ben en el diario de Claire. «¡A la hoguera, friki!». El chico de los vestuarios en el Mariner. Quemado—. Lo mataste y te hiciste pasar por él.

—No te preocupes, me aseguré de que sufriese como merecía, igual que el resto de vosotros.

—¿Cómo puedes creer que esto es merecido?

Tom se encogió de hombros.

—Claire me envió su diario con una nota: «Encárgate de que comprendan lo que han hecho, Tom. Todos ellos». Y eso es lo que estoy haciendo. Hacer que lo comprendáis.

—No es culpa nuestra que ella se suicidase.

—¡VOSOTROS LA MATASTEIS! —rugió él—. Entiéndelo. Vosotros matasteis a mi hermana. Ella era especial, sensible y confiada, y vosotros la matasteis. Todos vosotros.

—No puedes creer eso de verdad.

—Lo sé. —Su voz temblaba. La emoción se estaba adueñando de él. Al menos, Meg había dado en el clavo con algo de lo que había dicho—. Ella era mejor que todos vosotros y nunca fuisteis capaces de entenderla.

—¡Yo ni siquiera la conocí! —Los ojos de Meg recorrieron a toda prisa el barco, buscando una forma de huir. Vio la pistola, que Minnie había soltado al recibir el impacto de la flecha y estaba en medio de un charco de sangre cerca de la escalera que llevaban a los camarotes. Cerró los ojos con fuerza para retener las lágrimas. Minnie había muerto por nada y Meg era la única que quedaba para contarle a las autoridades lo que realmente había ocurrido en Henry Island. Abrió de nuevo los ojos y volvió a mirar la pistola. Si pudiera alcanzarla…

—No te muevas —gruñó Tom. Colocó la ballesta en posición y la apuntó con ella—. No pienses ni por un momento en intentar alcanzar esa pistola.

Meg sintió que cualquier esperanza abandonaba definitivamente su cuerpo. Ya no podía más. Aquello era el fin. Pero no iba a darle la satisfacción de que pudiera percibir su miedo.

Levantó la barbilla con un gesto de desafío.

—No quedarás impune —dijo.

—Meg —respondió él—, ya he ganado.