T.J. se giró. Su cuerpo pareció pivotar por voluntad propia, como si la fuerza de la bala que le había impactado en el pecho le hiciese dar una vuelta completa. Se tambaleó alejándose de Meg, dándole la espalda con unos pasos torpes. Le oyó gruñir, luego se derrumbó, primero de rodillas y después de bruces contra el suelo de baldosas blancas.
Meg se quedó inmóvil. Seguía sosteniendo la pistola con ambas manos y con los brazos extendidos. La tensión dominaba todo su cuerpo, como si cada uno de sus músculos estuviera conectado con los demás. Los chillidos de Minnie parecían provenir de muy lejos, ahogados y sordos. Lo único que podía oír era el martilleo de su propio corazón.
Le había disparado. Había disparado al chico del que llevaba enamorada toda la vida.
Tenías que hacerlo, se dijo a sí misma. Él había asesinado a todos. También te habría matado a ti.
Se obligó a creer aquellas palabras. No tenía opción.
—Tú… —jadeó Minnie—. Le has disparado.
—Sí.
—¿Por qué lo has hecho?
—Tenía que hacerlo. —Tenía que hacerlo, ¿o no? Estaba protegiendo a Minnie, y a sí misma. Tenía que disparar a T.J. No tenía alternativa, ¿verdad?
—Pero… —Minnie dejó caer al suelo la linterna—. Pero… —Dio varios pasos hacia el cuerpo inmóvil de T.J. antes de que Meg la detuviese.
—Tenemos que salir de aquí.
Los ojos de Minnie no se apartaron de T.J.
—¿Por qué le has disparado?
—¡Minnie! —Meg la agarró por los hombros y tiró de ella para alejarla de T.J.—. Tenemos que largarnos de la isla. ¡Ahora!
Minnie tenía los ojos totalmente abiertos, con una mirada de incredulidad en ellos.
—Lo has matado. Has matado a T.J.
Meg echó un vistazo al cuerpo de T.J. Había cerrado los ojos en el momento de apretar el gatillo y no tenía ni idea de dónde le había dado. Si estaba muerto, no tenían de qué preocuparse. Si no lo estaba y solo fingía estarlo, necesitaban llegar a la caseta tan rápido como les fuera posible. Fuera lo que fuese lo que le pasaba a Minnie, podía esperar hasta que estuviesen a salvo lejos de la isla.
—Vamos. —Meg recogió la linterna del suelo y se la puso a Minnie en las manos—. Tenemos que salir de aquí. Ahora.
—Pero…
Meg no esperó a oír lo que su amiga quería decir, se limitó a agarrarle la mano y tirar de ella para sacarla del vestíbulo. Luego cruzó corriendo la sala de estar y la cocina hasta llegar a la puerta trasera. No iba a arriesgarse a convertirse en carne de barbacoa como Kumiko, así que lanzó una patada contra la puerta, como había visto en televisión, hasta que el envejecido marco se astilló y la puerta se abrió.
Una vez fuera, la noche parecía aún más oscura. En la negra arboleda detrás de White Rock House no había ninguna pared blanca en la que la frágil luz de la linterna pudiera rebotar. Meg se sintió pequeña y sola. Y paranoica. Cualquier ruido le provocaba una oleada de pánico. Una rama que se rompía, las hojas mecidas por el viento… Estaba segura de que alguien las estaba siguiendo.
Luchó por deshacerse de aquella sensación de pánico. T.J. no iba a seguirlas y no había nadie más en la isla. Solo tenía que llegar al barco y averiguar cómo poner en marcha el motor. Ya se las ingeniaría para pilotarlo más tarde. Incluso la posibilidad de quedarse a la deriva en el canal era mejor que seguir atrapadas en la isla.
Por lo menos, la lluvia había cesado. Cuando el número de árboles fue reduciéndose al llegar a las faldas de la colina, Meg distinguió una docena de estrellas en el cielo en los huecos que se habían formado entre el manto de nubes. Era la primera vez que veía una luz en el cielo desde antes de subirse al ferry. Aquellas luces le dieron esperanzas.
Las plataformas de madera que llevaban a la caseta seguían empapadas, pero la peligrosa y resbaladiza pátina de agua que las había cubierto antes había desaparecido. A pesar de la oscuridad, Meg se sintió más confiada. Con una mano tiraba de Minnie, en la otra llevaba las llaves. Iban a conseguirlo. Iban a sobrevivir.
No paraba de intentar eliminar las imágenes de T.J. que surgían en su cabeza. Sus hoyuelos cuando le sonreía. Su entusiasmo cuando le dijo que los dos habían elegido una universidad de Los Ángeles. La sensación de sus manos encallecidas en las de ella, su fornido brazo rodeándola y apretándola contra él, sus labios gruesos y suaves presionando desesperadamente contra los de ella.
—¡PARA! —exclamó Meg en voz alta.
Minnie se detuvo.
—¿Qué?
—Na…, nada —respondió Meg, volviendo a tirar de ella—. Ya casi estamos.
Lo último que quería hacer en aquel preciso momento era pensar en lo estúpida que había sido. ¿Que T.J. Fletcher estaba enamorado de ella? Claro que no. Solo había estado utilizándola, y ella había sido tan ridícula que se lo había creído porque él le había dicho exactamente lo que ella quería oír. Ahora era su cómplice. T.J. había aprovechado sus sentimientos para llevar a cabo sus planes de asesinato.
Sus planes. ¿Qué planes eran exactamente? Meg se estremeció. T.J. había dicho la verdad: esa era la única parte que no tenía sentido. ¿Por qué? ¿Por qué había matado a toda esa gente? ¿Había existido alguna relación entre él y Claire que nadie hubiera conocido? Le costaba creerlo, pero, sin embargo, tenía que tratarse de algo personal. Los asesinatos y el modo en que se habían cometido eran cien por cien algo personal.
Sintió que las lágrimas inundaban sus ojos. Ella lo había amado y él solo había estado utilizándola.
De nuevo, se obligó a sí misma a concentrarse en lo que estaba haciendo. De alguna manera, todo tenía que tener sentido, lo único que pasaba es que había algo que se le escapaba. Tampoco es que tuviese importancia. En lo único que tenía que pensar ahora era en salir con Minnie de la maldita isla.
Con la excepción de la lona que cubría ahora el cadáver de Vivian, la caseta estaba tal y como ella la había dejado. La linterna alumbraba todavía lo suficiente para comprobar que el barco continuaba allí y que estaba intacto. Era una buena señal, puesto que T.J. se las había ingeniado para sabotear todo lo demás. La puerta seguía abierta, y Meg saltó a bordo y luego alcanzó la linterna que le tendía Minnie y la ayudó a subir a cubierta.
—Bien —dijo—. Por aquí. —Entró en la cabina de mando y dejó la linterna y la pistola en el panel de control, al lado del timón—. Solo necesitamos averiguar dónde está el encendido y estaremos de camino a casa.
Minnie permaneció en silencio en el umbral, con los brazos entrelazados firmemente alrededor de su cuerpo: uno a la altura del hombro y el otro en la cintura. Meg no podría decir si estaba aterida de frío o en estado de shock.
—No te preocupes, Mins —dijo. Intentaba que su voz resultase convincente—. Ya casi estamos a salvo. —Sacó las llaves de su bolsillo, produciendo un tintineo metálico, al tiempo que registraba con la mirada el panel en busca de cualquier cosa que se asemejase al contacto. Siguió hablando, más por calmar sus propios nervios que los de Minnie, pero cualquier cosa se le antojaba preferible al espantoso silencio—. Estaremos de vuelta en casa antes de darnos cuenta. Y la Policía se encargará de todo. Vamos a lograrlo, Mins. Vamos a…
—Él dijo que eras tú.
Meg levantó la mirada del panel de control. Minnie continuaba en la puerta de la cabina, pero ahora sostenía la pistola con las dos manos, apuntándola directamente. Temblaba visiblemente y, a pesar de la escasez de luz, Meg vio que estaba sudando a chorros.
—Él dijo que eras tú —repitió—. Que tú los habías matado a todos.
—¿T.J.?
—Dijo que tenías celos de mí. Que por eso fingías ser mi amiga. Que por eso ibas a dejarme para marcharte a Los Ángeles.
Meg estaba exasperada. Aquel no era en absoluto el momento adecuado para mantener esa conversación.
—Minnie, ya hemos hablado de esto.
—Él dijo que intentarías matarme.
—¡Minnie! —Meg no tenía claro si la adrenalina provocada por disparar un arma se le había subido a la cabeza o no, pero de repente su rabia triunfó sobre la pistola que apuntada directamente a su pecho—. Minnie, ¿cuándo he hecho algo que no fuese ayudarte? Siempre. Siempre he estado a tu lado. Y, por lo general, he sido la única.
Minnie no la escuchaba.
—Entonces me dio tu diario para que lo leyera. Y vi… —Su voz quedó ahogada por un sollozo.
—Viste lo de T.J. —dijo Meg, terminando su frase—. Lo sé. Debería haberte contado la verdad, pero no quería hacerte daño.
—Tú lo querías —sentenció Minnie.
—Sí.
—Y le has disparado.
El dolor de esa realidad impactó a Meg. Su cuerpo se puso tenso y sintió que su corazón se encogía.
—Sí.
Minnie respiró con dificultad.
—Lo siento mucho —gimió—. Lo siento mucho.
Un escalofrío mezcla de miedo e incredulidad recorrió la nuca de Meg.
—¿Sientes mucho estar a punto de dispararme?
—Todo esto es culpa mía. No debería haberme empeñado en que viniésemos aquí. Y no debería haberle hecho caso.
—Mins, está bien. T.J. nos ha engañado a todos.
Minnie bajó el arma.
—No me refiero a T.J.
Meg sintió la boca seca. ¿No estaba hablando de T.J.?
—Minnie, ¿de qué diablos estás hablando?
—No fue T.J. —dijo Minnie, con la voz calmada y firme—. El asesino es…
Se oyó un clic, seguido de una especie de zumbido. Luego un crujido, como el de un cuchillo que atraviesa un hueso, un destello de metal seguido por una salpicadura de sangre. Algo había cortado la pálida piel de la garganta de Minnie.
Sus ojos se hincharon. Dejó caer la pistola y se llevó las dos manos a la garganta, aferrando el objeto que sobresalía de su cuello.
—¡Mins!
Meg podía verlo con total claridad, brillando húmedo y letal en la penumbra. Era una flecha metálica como la que había matado a Nathan. Los ojos de Minnie encontraron los de Meg, que pudo distinguir la incredulidad que había en la mirada de su amiga. Minnie abrió la boca para gritar, pero no salió de ella ningún sonido, solo un torrente de sangre que se desbordó entre sus labios y le cayó por la barbilla.
Se tambaleó hacia Meg hasta que sus piernas se vencieron y perdió el equilibrio, desplomándose en sus brazos. Meg intentó dejarla con suavidad en el suelo mientras el cuerpo de Minnie se estremecía y una expresión de miedo y terror aparecía en sus ojos.
—¡Mins, Dios mío! Estarás bien. Todo saldrá bien. —¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Sacarle la flecha? ¿Hacerle el boca a boca?
Minnie farfulló y se atragantó, escupiendo sangre al intentar formar palabras. Sus brazos tiraban de Meg. Sus ojos le suplicaban ayuda.
—¿Minnie? ¿Minnie? —¡Dios! ¿Qué podía hacer? No había nadie a quien pudiese llamar, nadie que pudiera salvarlas. ¡Estaban tan cerca de la salvación! Demasiado cerca para que ahora todo terminase—. ¡Mins, no me dejes!
Entonces, el cuerpo de Minnie se agarrotó por completo. Emitió un sonido de borboteo, como si sus pulmones se estuvieran llenando de sangre. Los ojos se le pusieron en blanco y la sangre manó de su boca. Sus extremidades se quedaron rígidas y su cuerpo se convulsionó tan violentamente que Meg apenas pudo mantener sus manos en los hombros de su amiga. Minnie pateó y se arqueó hacia delante, y a continuación se estremeció una vez más y cayó inerte en los brazos de Meg, que ni tan siquiera tuvo tiempo de asimilar el hecho de que su mejor amiga estaba muerta.
—Un triste modo de morir —dijo una voz—. Ahogarte en tu propia sangre no debe ser agradable.
Meg se incorporó. Conocía aquella voz. Pero era imposible. No podía ser.
Se giró y vio una cabeza rubio platino, sonriéndole.
Ben.