Meg se guardó las llaves y la página del diario en el bolsillo y corrió al dormitorio. T.J. bloqueaba la puerta.
—Oh, Dios mío —dijo.
—¿Qué? —Le apartó el brazo y acto seguido hundió los dedos en su sudadera al ver el cuerpo desplomado en el suelo. Gunner. Tenía los ojos completamente abiertos y una herida de bala en la frente de la que manaba un espeso reguero de sangre que se arqueaba sobre su nariz.
—¡Dios mío! —la voz de Meg fue poco más que un susurro.
—¡Gunner! —Kumiko apareció corriendo por el pasillo y cayó de rodillas junto al cuerpo. Tuvo la fuerza de voluntad de buscarle el pulso, pero, a juzgar por sus sollozos, Meg supuso que ya estaba muerto.
Desvió la mirada en una búsqueda desesperada de Minnie. Había un asesino en la casa, alguien que estaba dándoles caza, y Meg necesitaba proteger a su amiga.
Estaba al fondo del pasillo. Sostenía su vela debajo mismo de su rostro y Meg pudo ver su expresión con bastante claridad. No era de dolor, ni de miedo. No mostraba expresión alguna.
¿Lo había hecho ella? ¿Había matado a Gunner?
Meg movió la cabeza a un lado y a otro para deshacerse de aquella idea. Conocía a Minnie desde que tenían trece años. Con o sin sus pastillas, no era una asesina. A Meg no le podía entrar en la cabeza semejante idea.
Miró a T.J., pero tenía la cabeza baja y los ojos cerrados, como si intentase captar el sentido de algo. Meg siguió su mirada y vio lo que él estaba viendo. Una forma oscura. Y familiar.
Contuvo el aliento.
—La pistola.
Kumiko alzó la cabeza hacia Meg y la miró a los ojos.
—Has sido tú.
—¿Yo?
La mirada de Kumiko fue de Meg a T.J., y luego a Minnie.
—Uno de vosotros.
—No —dijo Meg. No podía creer que uno de ellos fuese el asesino—. Hay alguien más en la casa. Tiene que haberlo.
—Aquí no hay nadie más —dijo Kumiko—. ¿No lo entiendes? Es uno de nosotros.
Meg se fue hacia atrás.
—No. No, no puedo creerlo.
Los ojos de Kumiko se posaron alternativamente en los otros tres.
—Cualquiera de vosotros podría haberle disparado y después tirar la pistola al pasillo.
T.J. dio un paso hacia ella.
—Cualquiera de nosotros.
Kumiko sollozó y pasó una mano por la cara de Gunner para cerrarle los ojos.
—Bien —aceptó, hablando muy despacio—, cualquiera de nosotros.
Sin previo aviso, Kumiko se lanzó hacia la pistola, y antes de que T.J. pudiera impedírselo, la chica estaba en pie, apuntándole a él directamente.
—Cualquiera de nosotros podría haberlo hecho. Solo que yo sé que no he sido yo. —Apuntó ahora a Minnie y luego volvió a apuntar a T.J. mientras retrocedía paso a paso hacia las escaleras—. No hay nadie más en esta planta, así que tiene que haber sido uno de vosotros.
Meg estaba ligeramente detrás de T.J., con una mano en su bolsillo, aferrando las llaves del barco.
—¿Por qué habríamos de creerte? —preguntó T.J.
Kumiko se echó a reír.
—Me importa una mierda si me creéis o no. Pero sé que yo no he sido, así que me largo de aquí antes de convertirme en la siguiente barra en la pared.
—Es peligroso salir ahí fuera —le dijo T.J., avanzando hacia las escaleras mientras Kumiko las bajaba de espaldas.
—Es peligroso estar aquí dentro.
T.J. dio un par de pasos más.
—Está oscuro y la tormenta podría empezar otra vez en cualquier momento.
—Asumiré mis riesgos con la madre naturaleza, pero no con vosotros.
Minnie estaba algo más atrás, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Te encontrarán, y lo sabes. La Policía. No podrás escapar.
—¿Escapar? —Kumiko llegó al rellano. Echó un vistazo hacia el vestíbulo y luego a T.J. y a Meg, que la seguían por las escaleras—. ¿Crees que lo he hecho yo? Estáis todos locos. Me largo de aquí. —Se dio la vuelta y salió corriendo hacia la puerta principal.
Meg corrió escaleras abajo.
—¡Kumiko, espera!
T.J. la agarró por el brazo.
—Deja que se vaya.
Minnie se puso a su lado.
—¡Vete con viento fresco!
—Pero el asesino sigue estando por ahí. Podría haber entrado escalando por la ventana de uno de los dormitorios. Kumiko no está a salvo.
T.J. se encogió de hombros.
—Es ella la que tiene la pistola.
—Y ¿cómo sabemos que no es ella la asesina? —añadió Minnie.
—El asesino podría seguir dentro —dijo Meg. Continuaba creyendo en su teoría de que el asesino no era uno de ellos, sino que se escondía en algún lugar secreto de la casa—. Mirad, no creo… —empezó a decir, pero enseguida se interrumpió.
—¿Qué? —le preguntó T.J.
Meg se giró hacia el vestíbulo. Había esperado oír el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse otra vez de golpe cuando Kumiko había echado a correr. Lo había esperado, pero no lo había oído.
—¿Habéis oído la puerta?
T.J. inclinó la cabeza a un lado.
—No. No la he oído. —Levantó la linterna y Meg caminó a su lado por el pasillo hacia el vestíbulo.
Meg fue la primera en oírlo. Un sonido que parecía la mezcla de un castañeteo de dientes y un cepillo eléctrico. Y luego, al entrar en el vestíbulo, el olor le impactó en la nariz. Cabello chamuscado, como el de un pelo que queda atrapado en el secador. Un hedor fuerte y penetrante que le provocó una arcada.
Cuando el haz de la linterna inundó la estancia, Meg vio a Kumiko junto a la puerta. Su mano estaba en el pomo, la pistola caída en el suelo, pero la chica parecía congelada. Y su cuerpo rígido y en tensión.
Y estaba temblando.
—¿Kumiko? —dijo Meg.
Intentó echar a correr hacia ella, pero T.J. la sujetó por el hombro:
—No lo hagas. —La echó hacia atrás y se lanzó hacia el estudio.
—¿Qué pasa? —quiso saber Minnie. La vela que llevaba se había consumido prácticamente por completo.
—No… no lo sé —respondió Meg.
T.J. volvió corriendo y le dio la linterna a Meg al pasar a su lado, llevaba en la mano el palo de madera de una escoba. Se dirigió hacia Kumiko. Meg sostuvo la luz en alto y contempló con horror cómo T.J. lo empleaba para apartar la mano de Kumiko del pomo de la puerta. Tardó unos segundos en conseguirlo y, cuando el contacto se interrumpió, el cuerpo de la chica se desmoronó al suelo. En ese momento, el fuerte hedor a pelo chamuscado dio paso a un olor aún más desagradable: el de la carne quemada.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Minnie.
—Electrocutada —jadeó T.J. Dejó caer la escoba y se arrodilló al lado del cuerpo de Kumiko—. Cre…, creo que no ha sobrevivido.
Meg no se sorprendió al ver el humo que salía literalmente del cuerpo en el frío de la casa.
—Es igual que en el diario —dijo Minnie, con la voz quebrada—. Es verdad. Nos están dando caza. Como tú dijiste.
—¿Cómo? —dijo Meg—. Tan solo ha agarrado el pomo de la puerta.
T.J. se quitó la sudadera y se envolvió la mano con ella para tocar con cuidado el pomo, una vez, dos veces. Luego lo hizo girar con cautela y le dio un tirón. La puerta se abrió hasta la mitad y rebotó como si estuviera atada a algo por el otro lado y no pudiese abrirse del todo.
Meg se acercó lentamente, sosteniendo ante ella la menguante luz de la linterna con una mano temblorosa. En el porche había una enorme caja negra colocada sobre un carro de color naranja provisto de ruedas para su fácil manejo. Se agitaba y zumbaba como un motor. Un cable del mismo color que el carro unía la máquina y el pomo de la puerta, punto en el que había sido pelado y los cables más finos que lo componían separados los unos de los otros y fijados al metal con alguna clase de grapa de acero.
—Un generador —dijo T.J.—. Conectado a la puerta. Se ha debido electrocutar nada más tocar el pomo.
Meg comenzó a temblar. ¿La casa estaba llena de trampas? Perfecto. ¿Qué era lo siguiente? ¿Qué era lo que les esperaba? Tenían que salir de allí. Tenían que escapar de la isla.
Sacó las llaves de su bolsillo.
—He encontrado antes esto, arriba.
A T.J. se le iluminaron los ojos.
—¿Las llaves del barco?
—¿Qué has dicho? —inquirió Minnie.
Meg supuso que no sabía nada del barco, pero ahora no había tiempo para darle explicaciones. Tenían que ponerse en marcha.
—¿Eres capaz de llevarlo? —le preguntó a T.J.—. ¿Puedes sacarnos de aquí?
—Puedo intentarlo. Cualquier cosa mejor que quedarnos esperando a ver cuál de nosotros es el siguiente.
—«Y él no titubeó» —dijo Minnie—. «La empujó a un lado y vino corriendo hacia mí. No quería a Meg, no quería a Minnie. Me quería a mí».
Meg se dio lentamente la vuelta. Minnie estaba detrás de ella, con la página perdida del diario en su mano.
—¿Qué has dicho? —le preguntó Meg.
—«Me dijo que me fuese a casa» —continuó su amiga—. «Me dijo que me llamaría. Que se reuniría conmigo esta noche. Debería llegar en cualquier momento. Tom me quiere. Y juntos les haremos pagar a todos».
—¿Qué estás leyendo? —le soltó T.J.—. ¿Dónde la has encontrado?
—En el suelo —respondió Minnie—. Se le ha caído a Meg del bolsillo.
La hoja que faltaba en el diario de Claire. Pero la historia no coincidía con la que T.J. le había contado antes en la caseta del embarcadero.
Tom. Ella lo llamaba Tom.
Una horrible certeza iba tomando forma en la mente de Meg.
T.J. había sido quien había hablado con el señor Lawrence por teléfono. Podría haber estado mintiendo.
T.J. le había sugerido que fuesen a la caseta y había desaparecido durante diez minutos, que coincidían con la hora en la que Vivian había muerto.
T.J. había estado antes en la casa. La conocía mejor que nadie.
T.J., que sabía lo suficiente sobre barcos como para haber robado la radio.
No sabía dónde había estado T.J. en el momento en que Nathan y Kenny habían sido asesinados. Era lo suficientemente fuerte para matarlos a ambos, y lo suficientemente atlético para llegar hasta allí y volver sin que nadie lo notase.
T.J. había sido quien había llevado el bol de ensalada a la mesa. Y, convenientemente, había dormido en el sofá. Había sido él quien había sugerido que registrasen la casa y se había asegurado de separarse de Meg cuando Gunner había recibido el disparo.
T.J. Fletcher. Thomas Jefferson Fletcher, tal y como Minnie había mencionado antes.
—Tom —dijo Meg en voz alta.
T.J. se giró hacia ella:
—¿Eh?
—Thomas Jefferson —dijo Meg, retrocediendo para apartarse de él—. Ese es tu nombre completo, ¿no es cierto?
—Sí, pero nadie me ha llamado Tom desde que tenía seis años.
—Oh, Dios mío.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Frunció tanto el ceño que sus cejas llegaron a tocarse. Parecía totalmente confundido—. ¿Qué está leyendo Minnie?
—Meg —dijo Minnie, casi sin aire—. ¿Qué es esto?
—La página que faltaba en el diario de Claire. —Meg dio unos pasos hacia el cuerpo todavía humeante de Kumiko, mirando a T.J. y manteniendo la pistola en su campo visual—. Fuiste tú —dijo, y la voz sonó como un martillo en su pecho—. Has sido tú todo el tiempo.
T.J. abrió los brazos.
—Meg, no tengo ni idea de qué estás hablando.
Ella tragó saliva e intentó recobrar la calma. Iba a necesitar todo su ingenio si quería salir de aquella situación. Tenía las llaves en su mano: un medio para escapar. Todo lo que Minnie y ella tenían que hacer era llegar a la caseta y ya se las arreglaría para poner en marcha la embarcación. Podrían llegar a Roche Harbor, sabía que podían hacerlo. Solo necesitaba alcanzar la pistola…
—¿Meg? —T.J. parecía realmente confuso.
—Me mentiste sobre lo que sucedió aquella noche —dijo Meg—. Esa es la página arrancada del diario de Claire. La encontré arriba, en la basura, junto con las llaves. En el sitio donde tú las pusiste.
—Meg —repuso T.J., negando con la cabeza—. Yo no lo he hecho. Juro por Dios que no he hecho nada.
—Mentiste.
—Meg, escúchame. Me conoces. Sabes que yo no lo he hecho.
Meg lo ignoró.
—Arrancaste la última página del diario para que nadie supiese la verdad. Quizá también la mataste a ella.
Los ojos de Meg estaban clavados en los de T.J. Vio cómo la confusión cruzaba su rostro momentáneamente, como si no pudiese comprender del todo lo que ella sugería con sus palabras. Entonces, sus ojos se movieron. Solo por un instante. Una ligera variación en la posición de sus pupilas, apartándose de la cara de Meg. Pero ella supo enseguida lo que estaba mirando.
La pistola.
Meg estaba más cerca. Soltó la linterna, dejando que rebotase sobre las baldosas del suelo. Luego giró sobre sus talones y recogió la pistola. Extendió el brazo con el arma aferrada en su mano, apuntando directamente a T.J.
Él había dado unos pasos hacia ella, pero se quedó inmóvil en cuanto Meg le apuntó.
—Meg —dijo—. No lo hagas. Tienes que confiar en mí.
—Oh, oh —dijo Meg, arrastrando los pies hacia Minnie—. Seguro.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Minnie—. Meg, ¿qué haces?
Meg apretó la mandíbula. Se sentía herida, traicionada. T.J. había estado jugando con ella todo el tiempo.
—Es él, Minnie. ¿No lo entiendes? Ha sido él desde el principio.
—¿T.J.?
—No, el tío que está detrás de él. —¿Realmente no lo entendía?
—Eso no es posible —dijo Minnie.
Los ojos de T.J. lanzaban una mirada de súplica.
—Minnie, díselo. Cuéntale lo que pasó la noche de la fiesta de bienvenida.
—Yo… —Minnie se interrumpió—. No me acuerdo.
—¡Maldita sea, Meg! —estalló T.J.—. Esa página es falsa. Te juro que lo que te conté es verdad.
Meg no estaba dispuesta a creerlo. La había estado engañando desde el primer momento.
—¿Te parezco una estúpida?
—No tienes ni pizca de estúpida.
Meg le hizo un gesto con la cabeza a Minnie.
—Mins, recoge la linterna.
—Pero…
—¡Hazlo! —Estaba cansada de las quejas de su amiga. Aquel no era el momento. Minnie obedeció y cruzó el vestíbulo para recoger la linterna—. Bien, ahora ponte detrás de mí.
—Meg —dijo T.J.—, me conoces. Me conoces mejor que nadie. —Dio un paso más hacia las chicas.
—¡No te muevas! —bramó Meg, sujetando la empuñadura de la pistola con las dos manos.
Estaba temblando. Vamos, Meg, se dijo. Necesitaba concentrarse en mantener las manos firmes. T.J. era más fuerte y más rápido que ellas dos juntas, pero ella tenía el arma. ¿Podría utilizarla?
Aquel no era el T.J. que ella conocía o que pensaba que conocía. Había asesinado a nueve personas, puede que a más. Y las mataría a Minnie y a ella, si no conseguía impedirlo. Meg haría cualquier cosa para protegerse a sí misma y proteger a su amiga. En lo más hondo de su ser, sabía lo que eso significaba.
T.J. sacudió la cabeza.
—Alguien nos está manipulando. Creo que tenías razón. Hay alguien más en la casa.
—No te creo.
—Piénsalo —dijo—. ¿Por qué iba yo a matar a nadie? No tengo ninguna conexión con Claire. Nada de nada.
Meg comenzó a retroceder por el pasillo.
—Minnie, ve hacia la cocina y quédate detrás de mí.
—Yo también aparezco en el diario, ¿recuerdas? ¿Por qué iba a estar en él si soy el culpable de todo esto?
—Podrías haberlo hecho a propósito. Quizá lo hayas escrito tú mismo para engañarnos.
—Eso no tiene sentido.
—Entonces, ¿quién, T.J.? —Meg no podía pensar con lucidez. En lo único que podía pensar era en salvar a Minnie y en salvarse a sí misma—. Kumiko tenía razón. No hay nadie más en la casa.
—¡Meg! —se sobresaltó Minnie. Estaba justo al lado de su hombro.
—¿Qué?
—Meg, tengo que decirte algo.
La voz de Minnie sonaba demasiado tranquila, demasiado seria. No era habitual ese tono de voz en ella. Meg la miró, apartando los ojos de T.J. por un segundo.
Solo por un segundo, pero este aprovechó la oportunidad para abalanzarse hacia la pistola.
Minnie gritó.
Meg oyó su grito por encima del sonido del disparo.