TREINTA Y DOS

Meg estaba asustada, aterrorizada hasta un punto en el que ya no era capaz de procesar su miedo, y sentía que todos los aspectos de su vida, las relaciones por las cuales se definía a sí misma, iban cayendo uno tras otro.

Los cinco tenían el ánimo por los suelos al registrar la planta baja. T.J. y Gunner dieron una vuelta rápida con la linterna por el patio cubierto. El resplandor azulado del haz de luz bailaba a través de las ventanas del comedor mientras los chicos registraban el patio. Meg oyó el sonido de ventosa de la nevera al abrirse y cerrarse, y a continuación la luz volvió hacia la puerta.

—Limpio —dijo Gunner.

Nadie dijo nada.

Avanzaron por la cocina, registraron de un vistazo rápido la despensa y el armario donde se guardaban los artículos de limpieza antes de pasar a la sala de estar. Meg y Kumiko llevaban los candelabros de la mesa del comedor. Solo quedaban dos velas encendidas y su llama temblorosa y parpadeante no tenía fuerza suficiente para iluminar toda la habitación, apenas alcanzaba un radio de dos metros. Mientras examinaban lentamente las estanterías y el aparato de música, se movían todos a una, como si estuvieran haciendo una pantomima de un corredor con diez piernas. Registraron todos los rincones y, aunque no había lugar donde esconderse en aquella habitación en forma de «L», miraron debajo de las mesas y detrás de los sofás, por si acaso.

Las chicas esperaron en el pasillo mientras T.J. y Gunner echaban un vistazo al estudio. Resultaba tremendamente tenebroso estar en aquella casa enorme alumbrándose únicamente con un par de velas. Meg podía ver las paredes y el suelo, pero los techos eran muy altos y permanecían invisibles detrás de un velo de oscuridad. Cualquiera podría estar allí al acecho y no lo vería. Una imagen repentina apareció ante sus ojos. Claire Hicks, con su pelo negro mal cuidado colgando delante de su cara, y aquellos ojos negros que te miraban fijamente, retándote a que te atrevieses a acercarte a ella.

Sí, tal vez la escasa visibilidad tuviera su parte positiva. Si viese a una chica muerta agazapada en un rincón del vestíbulo probablemente se moriría de miedo. Con un cadáver envuelto en sábanas a pocos metros de ellos y las paredes, antes inmaculadas, del recibidor ahora pintadas con cinco barras rojas, lo cierto es que a Meg no le apetecía en absoluto que nada semejante ocurriese.

—Todo limpio —dijo Gunner, al salir del estudio con T.J. La linterna iluminó una porción más del pasillo, pero de todos modos Meg no quiso mirar en dirección al vestíbulo de la casa.

—Solo faltan los pisos de arriba —informó T.J. Fue hasta los pies de la escalera y levantó la mirada hacia el oscuro abismo de la torre.

Mientras los cinco contemplaban la negrura inmóvil, Meg casi lamentó su decisión de registrar la casa. Quería meterse en una habitación, atrancar la puerta y no salir hasta que se hiciese de día. Al menos con la luz del día podría ver qué se le venía encima, prefería eso antes que la penumbra que ahora envolvía aquella casa extraña y aislada.

En el rellano de la segunda planta, T.J. se dio la vuelta para mirar a los demás:

—Quizá deberíamos empezar por la buhardilla. Solo nos llevará un minuto y luego podremos concentrarnos más tiempo en el segundo piso.

Kumiko frunció los labios.

—Pero si alguien está escondido en el segundo piso, tendrá la oportunidad de escaparse.

—Que alguien se quede en las escaleras —sugirió T.J.—. Para vigilar.

—De acuerdo.

—Yo me quedaré —dijo Minnie, y le quitó la linterna de la mano a T.J.—. No quiero subir ahí arriba.

Meg y T.J. se miraron. ¿Realmente era Minnie la mejor opción para vigilar?

—Eh, Gun —dijo T.J., y le dio un codazo a su amigo—. Quédate aquí con ella, ¿vale?

Gunner miró a Kumiko en busca de su aprobación y la chica le hizo un pequeño gesto de asentimiento.

—Bien —dijo él.

Resultaba llamativo cómo habían cambiado las sensaciones que aquella habitación despertaba en Meg en solo veinticuatro horas. Cuando T.J. las había llevado a Minnie y a ella por primera vez, había experimentado un estremecimiento de entusiasmo. Era un lugar sacado de un libro de cuentos, la habitación de la torre para la princesa, una historia romántica con cortinas blancas de gasa. Ahora, solo pensar en subir le provocó náuseas; con una única escalera de acceso, la buhardilla le pareció más una prisión que una vía de escape.

La habitación estaba tal y como Meg la recordaba. Si Minnie había pasado realmente algún tiempo «durmiendo» allí, desde luego no se había molestado en colocar en su sitio los colchones. Su ropa y sus efectos personales seguían tirados por todas partes, cubrían la estancia como confeti gigante. Pero sus ojos cayeron inmediatamente sobre dos cosas que estaban completamente fuera de lugar. En el sillón del rincón estaba su diario, y ella sabía con toda seguridad que no se encontraba allí la última vez que había estado en la habitación. Sobre el tocador, la fotografía de Claire estaba de pie en su marco, no tumbada boca abajo como ella la había dejado.

—¿Qué demonios ha pasado aquí? —dijo Kumiko, que fue la última en asomarse por el hueco de la puerta.

Meg bajó la voz.

—Minnie estaba buscando algo.

—¿Forma parte de su personalidad?

Meg se enfureció.

—¡Eh! Es amiga mía.

Incluso a la luz de las velas, Meg pudo ver cómo Kumiko ponía los ojos en blanco.

—Quién lo diría.

Los comentarios sarcásticos de Kumiko estaban poniendo a Meg de los nervios.

—No es por defenderla, pero Minnie no suele ser así, ¿vale? Puedes preguntárselo a tu nuevo novio. Él estaba enamorado de ella, por si lo has olvidado.

—Lo que tú digas. Esa chica no está en su sano juicio.

—Tú tampoco lo estarías si alguien te hubiese robado las medicinas que tienes que tomarte.

T.J. abrió la puerta del armario y luego miró detrás del espejo de pie.

—Escuchad, todos estamos bajo una gran cantidad de estrés, ¿de acuerdo? Ahora mismo nadie está en su mejor momento. —Se acercó a una de las camas y miró debajo—. Concentrémonos en terminar el registro.

Meg y Kumiko esperaron en silencio mientras él miraba también debajo de la otra cama. No encontraron nada y volvieron a bajar lentamente las escaleras.

—¿Todo bien? —preguntó Gunner. Estaba tan apartado de Minnie como se lo permitía el reducido espacio del rellano.

—Sí —respondió T.J., mientras bajaba. Al pasar al lado de Minnie, le quitó la linterna de las manos—. Nos falta solo el segundo piso.

Era como estar dentro de uno de esos libros de «elige tu propia aventura». Seis puertas se abrían hacia el rellano: cinco dormitorios y un aseo. A la izquierda estaba el dormitorio principal, que ocupaba toda una esquina de la planta. De las siguientes tres puertas, dos eran dormitorios que daban al sur, uno de ellos con el cadáver de Ben en su interior y el otro el que habían compartido Nathan y Kenny, y entre ambos estaba el cuarto de baño. Al fondo del pasillo había dos habitaciones más que miraban al oeste y al norte, respectivamente.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Meg.

—Igual que arriba —contestó T.J.—. Dos comprueban las habitaciones, los demás esperan en las escaleras. ¿Os parece bien?

Todos dijeron que sí en un murmullo.

—Bien —asintió T.J., y se dirigió al dormitorio principal—. ¿Por qué no empiezo…?

—Yo registraré la habitación de Ben —le interrumpió Minnie, y, sin mirar a Meg a los ojos, le quitó la vela y entró en el cuarto.

—Supongo que empezamos por aquí —dijo Kumiko.

Meg se quedó un instante paralizada al comprender que Minnie se estaba ofreciendo voluntaria para entrar en la habitación donde su último ligue yacía muerto, y enseguida corrió tras ella.

—Minnie, espera.

Minnie estaba al otro lado de la cama, donde habían dejado el cuerpo de Ben. Los ojos de Meg se dirigieron hacia el suelo y vio los pies de Ben, en el lugar en el que llevaba ya horas. Imaginó cómo se sentiría ella si fuese T.J. el que estuviese allí tirado, y sintió un escalofrío.

—Aquí no hay nadie —dijo Minnie, sin esperar a que nadie le preguntase.

Meg se agachó para mirar debajo de la cama.

—¿Has mirado…?

—¡Ya lo he hecho! —le soltó Minnie.

—Perdona, solo pensé…

—Yo también puedo pensar, ¿sabes? No siempre tienes que ser tú la chica lista.

—Vale, vale. —Meg volvió a levantarse. Cálmate de una vez, Mins—. ¿Y el armario?

—Adelante.

Minnie permaneció inmóvil mientras Meg se dirigía al armario. Abrió lentamente la puerta, sin estar segura de lo que esperaba ver dentro. Pero lo único que encontró fue la bolsa de lona de Ben en el fondo. Por lo demás, estaba vacío.

Minnie la agarró por el brazo antes de que pudiera siquiera cerrar la puerta:

—Vámonos de aquí.

Kumiko y Gunner salieron del aseo.

—¿Todo limpio? —preguntó Gunner.

—Sí —contestó Meg. Excepto por el cadáver tirado en el suelo, obviamente.

Volvieron a agruparse en el pasillo.

—Bien —dijo T.J., y le cambió a Gunner la linterna por la vela—. Meg y yo comprobaremos el dormitorio principal, Kumiko y Minnie pueden registrar los otros dos, y Gun, tú vigilas las escaleras. —Esta vez no esperó a que los demás estuviesen de acuerdo, sino que le dio la mano libre a Meg y la guio hacia donde estaba la habitación principal.

—¿De quién es este dormitorio? —preguntó ella.

T.J. cruzó la estancia hacia el tocador.

—De Vivian.

—Qué sorpresa. —Era de esperar que Vivian hubiese exigido la habitación más grande y acogedora de la casa, seguramente convencida de que se la merecía. Tonta de remate sabelotodo.

Meg contuvo la respiración. Vivian estaba muerta. Había dormido en aquella cama la noche anterior y ahora yacía bajo una lona en una playa de rocas con una rama sobresaliendo de su pecho. Y Meg podía ser la siguiente. O Minnie. O T.J. El pánico volvió a apoderarse de ella. Tenían que salir de allí. Tenían que hacerlo.

—¿Estás bien? —le preguntó T.J.

Meg se estremeció.

—Sí. Sí, estoy bien.

—¿Seguro? ¿Has oído lo que he dicho?

—Ehh… No.

T.J. se giró hacia el tocador y de repente la habitación quedó bañada por una luz naranja.

—Más velas —dijo. Levantó un pequeño candelabro de tres brazos y se lo tendió, dedicándole su sonrisa con hoyuelos—. Por lo menos ahora podemos ver.

Si White Rock House no hubiera contenido tanto horror, a Meg podría haberle gustado aquel dormitorio. Tenía un aire cálido y acogedor. En dos de las paredes había grandes ventanas cubiertas con cortinas de damasco, recogidas con gruesas borlas trenzadas. La cama era probablemente la más grande que Meg había visto en su vida, con un dosel de cortinas y una cabecera acolchada.

Una enorme chimenea, con dos sillones llenos de cojines a ambos lados, ocupaba casi toda la pared norte. Meg se imaginó a sí misma hecha un ovillo delante del fuego, con un libro entre las manos, mientras la tormenta azotaba los cristales de las ventanas. Meg intentó concentrarse en esa imagen encantadora para intentar olvidar las cinco barras rojas en la pared del piso de abajo y los cinco cadáveres correspondientes.

T.J. se dedicó a abrir los armarios situados en el otro extremo de la habitación, y Meg se dirigió al cuarto de baño, que conectaba con el dormitorio a través de una puerta de doble hoja. Al verlo, pensó que era más grande que su propia habitación. En el centro había una bañera enorme, rodeada de escalones. La ducha era una jaula de cristal, del tamaño suficiente para que se duchase a la vez toda una familia. Y había dos lavabos de mármol, uno a cada lado.

—¿Algo? —preguntó T.J. desde el dormitorio.

Meg balanceó el candelabro hacia los lados.

—No. —En aquel lugar diáfano no había donde esconderse.

Acababa de girarse para salir cuando sus ojos se posaron en algo que brillaba.

En circunstancias normales, no se habría fijado en un objeto brillante y metálico en un cuarto de baño, pero se fijó porque estaba en la papelera. Una cesta pequeña de plástico con papeles arrugados en su interior, entre los que algo había emitido un destello a la luz de las velas cuando Meg se acercó. Dejó el candelabro en la encimera, se agachó y apartó los papeles.

Debajo de ellos había un llavero.

Con los papeles en una mano, Meg sacó con cuidado las llaves de entre lo demás. De inmediato, reconoció el emblema del llavero. Hacía juego con el que había visto en el timón. Eran las llaves de un barco de pesca.

Por primera vez desde hacía varias horas, Meg sintió que se encendía una llama de esperanza. Tenían un modo de salir de la isla.

El asesino debía de haber escondido las llaves donde creía que nadie las iba a encontrar: en la papelera de la habitación de una muerta. Estaban entre la basura, y si no hubiera sido porque Meg llevaba unas velas cuya luz parpadeaba y se balanceaba con sus pasos, quizá nunca las habría visto entre todas aquellas hojas de papeles arrugados.

Papel. No se trataba de papel higiénico, sino de hojas gruesas, cuartillas.

Meg tardó un momento en darse cuenta de lo que era. Alisó cuidadosamente una hoja y enseguida vio la letra, que ya le era familiar.

La hoja que faltaba en el diario de Claire.

—¡T.J.! —gritó—. ¡T.J., he encontrado…!

Pero sus palabras quedaron ahogadas por un disparo proveniente del pasillo.