Minnie levantó la barbilla con gesto de prepotencia.
—Y ¿qué? si lo hice…
—¿Hacer qué? —preguntó T.J.
Meg explotó:
—¿¿¿HAS LEÍDO MI DIARIO???
—Oh, mierda —susurró Kumiko.
Meg había empleado varios años de su vida en cuidar a Minnie. La había protegido. Se había sacrificado por ella. La escritura era la única vía de escape que tenía, lo único que hacía para sí misma. Minnie sabía perfectamente lo que el diario significaba para Meg.
—¿Cómo has podido, Minnie? ¿Cómo has podido?
Una expresión de vergüenza y arrepentimiento cruzó el rostro de Minnie y, por un momento, sus ojos vacilaron. Pero entonces vio que T.J. se colocaba justo detrás de Meg y volvió a endurecer su semblante.
—Siempre has tenido celos de mí —dijo, escupiendo cada palabra con rapidez—. Siempre. Chicos, ropa, siempre querías tener lo que era mío.
T.J. levantó los brazos.
—¡Yo nunca fui tuyo!
—Y tratabas de hundirme, de minar mi confianza. Estaba bien antes de conocerte. No estaba deprimida. No tenía que estar tomándome todas esas pastillas. —Era como si hubiera tomado impulso. Sonrió para sí misma, parecía que le gustara el sonido de su propia voz—. Fuiste tú. Fue todo culpa tuya. Tú me hiciste esto. Pero no pudiste conmigo, Meg Pritchard. Nunca podrás conmigo.
—Estás loca. —Meg no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Las palabras de Minnie tenían el mismo tono que algunas de las anotaciones de Claire en su diario. De hecho, se parecían tanto que daba miedo.
—¿Estoy loca? —gritó Minnie—. ¿Estoy loca? ¿Quién es la que tiene que cantar canciones de Pink delante del espejo solo para reunir ánimos antes de ir a un baile? ¿Quién es la que copia en su diario fragmentos de poemas y se los dedica a chicos con los que ni siquiera tiene el valor de hablar? Es patético.
Meg se ruborizó. Sus más íntimos secretos, los sentimientos, los miedos y los deseos que no había compartido con nadie estaban a la vista de todos. Quería decirle a Minnie que la odiaba, pero las palabras se atascaron en su garganta. Lo único que podía sentir eran las lágrimas inundando sus ojos. Deseó con todas sus fuerzas que nadie se diese cuenta.
Al menos, Minnie no lo hizo:
—Todo lo que haces es recordarme que me tome mis pastillas. «Mins, ¿te has tomado las medicinas? ¿Te has acordado de tus pastillas? Tienes que tomártelas todos los días, ¿recuerdas?». Sí. Lo recuerdo. Recuerdo que era feliz antes de conocerte. Era normal. Era popular. Las pastillas me hacían creer que estaba loca. Tú me hacías creer que no era normal cuando en realidad solo estaba siendo…
—Para ya, Minnie —intervino T.J., colocándose entre ambas—. Para. Necesitas tranquilizarte, ¿de acuerdo?
Meg hundió su cabeza contra la espalda de T.J. e intentó tomar aire como si alguien la estuviera ahogando.
—¿Tranquilizarme? —repuso Minnie, con voz quebradiza—. ¿Tranquilizarme? Esto es estar tranquila, Thomas Jefferson Fletcher. ¡ESTOY TRANQUILA!
Meg sintió cómo T.J. se estremecía.
—Mira, solo quería decir…
—Creo que he estado totalmente tranquila mientras ella trataba de alejarte de mí. —Minnie se dio la vuelta y retrocedió unos pasos—. Creo que he estado perfectamente tranquila mientras mi mejor amiga intentaba robarme el novio.
—¡YO NO SOY TU NOVIO!
El grito de T.J. retumbó por toda la habitación y pilló a los demás desprevenidos, a juzgar por los jadeos de Gunner y Kumiko. Lentamente, Meg se apartó de T.J., que cogió a Minnie por los hombros y la sacudió.
Minnie echó la cabeza hacia atrás en un gesto de desafío.
—¿No eres mi novio? —dijo—. Entonces, ¿cómo llamas a la noche en la que nos enrollamos?
—Una ilusión. —T.J. le dio un empujón, con visible desagrado—. Sé lo que has estado diciendo. He oído los cotilleos. No sé qué diablos piensas que ocurrió en aquella fiesta, pero no me acosté contigo. —Se giró y le dio la espalda—. Estaba borracho, pero no tan borracho.
—¿Qué estás di…? —A Minnie, las palabras se le quedaron pegadas a la lengua, al tiempo que su rostro se enrojecía. Empezó a tartamudear, pero T.J. la ignoró. Se volvió hacia Meg y le agarró las manos:
—¿Por eso no querías salir conmigo? ¿Por eso me dabas largas? ¿Por qué creías que me había acostado con Minnie?
Meg bajó la mirada al suelo.
Él le apretó las manos con más fuerza.
—Lo juro por Dios, Meg. Juro por Dios que nunca me he acostado con ella. Ni con nadie desde hace meses. No he podido pensar en otra cosa que no fueses tú. Traté de olvidarte, pero no pude. Siempre has sido tú. Solo tú.
—¡Mentiroso! —aulló Minnie, abalanzándose y tirando de él para que soltase las manos de Meg—. Está mintiendo. Nos enrollamos en esa fiesta. —Minnie miró a Gunner—. Tú me viste después. Lo sabes.
Gunner miró primero a T.J., luego a Kumiko, y terminó por encogerse de hombros:
—No…, no me acuerdo.
Minnie le dedicó un gesto de desdén y a continuación se volvió hacia Meg:
—Tú lo sabes —le dijo—. Tú me crees.
Meg sintió cómo se le contraían todos los músculos de la cara. Sus cejas se unieron, sus mejillas se encendieron, sus labios dibujaron una mueca tensa. El recuerdo de aquella fiesta era borroso, había sido la primera vez en su vida que se había emborrachado hasta perder el control. Recordaba a Minnie rodeando a T.J. con sus brazos en la escalera. Recordaba que, de repente, los dos desaparecieron. Y recordaba la sensación de vértigo y vacío ante la idea de que T.J. estuviese acostándose con su mejor amiga en el piso de arriba. Pero no les había llegado a ver entrar juntos en la habitación, y el whisky que se había bebido hizo que no recordase nada más que pequeños fragmentos de la noche.
Meg miró alternativamente a Minnie y a T.J. Ambos le suplicaban con la mirada. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido en aquella fiesta, los dos creían que estaban diciendo la verdad.
—Yo… tampoco me acuerdo —balbuceó.
—¡Mentirosos! —Minnie se dejó caer otra vez en su silla y cruzó los brazos—. Sois todos unos mentirosos.
—No lo hice, Meg —dijo T.J. en voz baja, acariciándole el brazo con sus dedos—. Te juro que no lo hice.
—Te creo —susurró ella. Después de varios meses conviviendo con su propia versión de los hechos, no estaba ahora segura de que lo que decía T.J. fuese la verdad, pero quería que lo fuera.
—Vaya, ¿a que es perfecto? —soltó Minnie, con un suspiro dramático—. Siempre pensando en ti misma, Meg. Nunca en mí.
Meg ya había tenido bastante.
—¿En serio? ¿En serio, Mins? ¿Estamos en el mismo planeta? No hago otra cosa que pensar en tus sentimientos. Todo el tiempo.
Minnie se echó a reír.
—Chorradas.
—No lo son.
—Eso no es lo que escribiste en tu diario.
Meg se preguntó cuánto habría leído.
—Se suponía que no tenías que leerlo.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué lo dejaste en mi cama?
—¿Qué?
—Lo dejaste abierto sobre mi cama. Cuando subí hace un rato a la habitación. Querías que lo encontrase y lo leyese. Igual que querías que encontrase la foto de esa psicópata de Claire Hicks.
Kumiko se estremeció al oír el nombre:
—¿Quién?
—Un bicho raro que iba a nuestro instituto —contestó Minnie, apartándose un mechón de pelo de la cara—. Meg dejó una foto suya en nuestro cuarto para asustarme.
Meg abrió los brazos en un gesto de desesperación y se derrumbó en su silla.
—¡Yo no he hecho nada!
Kumiko seguía interesada:
—¿Has dicho que se llamaba Claire?
—Sí.
—¿Claire Hicks?
Minnie ladeó la cabeza hacia ella:
—¿La conocías?
Meg y T.J. se miraron. ¿Cómo encajaba Kumiko en todo aquello?
—Sí —dijo Kumiko, con un susurro—. Sí, la conocía. Iba conmigo al Roosevelt. —Meg percibió el temblor de su voz.
—Espera. O sea, ¿que también fue a clase contigo? —Había una conexión. Tres institutos, tal y como se decía en el diario. El Roosevelt, el Mariner y el Kamiak. Con eso quedaban incluidos todos los invitados a la isla.
Kumiko asintió.
—Estaba en mi clase de física en segundo. Fuimos pareja de laboratorio en el examen de electricidad. Ella echó a perder nuestro proyecto y estuve a punto de suspender. Tuve que ir a hablar con el profesor y suplicarle que me dejase volver a hacerlo sola.
T.J. agarró a Meg del brazo.
—¿Has dicho electricidad?
—Sí, ¿por qué?
Meg estiró el brazo y arrastró el diario para acercárselo. En realidad no quería leerle aquel fragmento a Kumiko, sería como leer una sentencia de muerte a un criminal convicto. Miró a T.J. en busca de su apoyo y le dirigió una sonrisa forzada.
A ver… Tragó saliva y leyó la penúltima anotación en voz alta.
Cuando volvió a alzar la vista, Kumiko estaba temblando.
—Pero…, pero eso es imposible. Nadie más podría saber…
—Exacto —dijo T.J.—. Todas las anotaciones son así.
—Espera —dijo Minnie—. ¿Crees que Claire escribió ese diario?
—¡Pero si está muerta! —exclamó Gunner, como si esa afirmación eliminase cualquiera otra opción.
—¿Estás seguro de eso? —le preguntó T.J.
Gunner arqueó las cejas.
—Pero… se celebró un funeral.
—¿Estás diciendo que esa friki no está muerta de verdad? —preguntó Minnie.
—Es una posibilidad —dijo T.J., sentándose al lado de Meg—. O alguna otra persona que haya leído el diario lo está utilizando para darnos caza.
Minnie abrió los brazos.
—Pero ¿por qué? Yo nunca le hice nada.
Gunner y T.J. se miraron y luego los dos miraron a Minnie.
—¿No te acuerdas? —inquirió Gunner.
—¿Acordarme de qué?
—Mira —repuso T.J. con firmeza—. No importa. Lo que sí importa es que tenemos dos opciones.
—¿Tantas? —dijo Kumiko.
T.J. ignoró su comentario.
—O bien uno de nosotros es el asesino, o bien hay alguien más en esta casa.
Minnie contuvo el aliento.
—¿Alguien más?
Kumiko soltó un bufido:
—Obviamente.
—Así que, o bien nos encerramos en una habitación y rezamos por sobrevivir hasta que amanezca, cuando se supone que volverá el ferry…
—¿O?
—O registramos la casa y descubrimos si de verdad estamos solos.
De nuevo se hizo el silencio. Pero esta vez la atmósfera estaba menos cargada de agresividad. Algo en la argumentación de T.J. había dado en el clavo, aunque era precisamente la parte que no había dicho en voz alta. Podían registrar la casa, y si no encontraban a nadie, al menos sabrían la verdad: uno de ellos era el asesino.
—¿Estamos todos de acuerdo? ¿Registramos la casa?
Nadie habló, pero cuatro cabezas asintieron a la vez lentamente.
—Muy bien. —T.J. echó su silla hacia atrás—. Deberíamos separarnos. Así iremos más rápido.
—Sí, claro, lo de separarse siempre da un resultado estupendo —dijo Kumiko.
—Yo creo que deberíamos permanecer juntos —corroboró Meg.
T.J. se volvió y la miró.
—¿Sí?
Meg se encogió de hombros.
—Juntos estaremos más seguros.
—De acuerdo —aceptó T.J.—. Empecemos por abajo y luego vamos subiendo.