TRES

Habían pasado varios meses desde que Meg y T.J. hablaron por última vez. Desde el día de la fiesta de bienvenida. Durante aquel semestre no fueron a ninguna clase juntos, y desde que Minnie rompió con el mejor amigo de T.J., no habían vuelto a verse. Su amistad había terminado.

No obstante, los detalles relativos a la vida de T.J. eran de sobra conocidos por todo el mundo. Meg había oído los rumores: la beca de fútbol para estudiar en la Universidad de Washington, el montón de ligues, las fiestas salvajes. Minnie hablaba de él sin cesar, obsesivamente. Aunque eso era algo normal. Había estado enamorada de T.J. desde primero, hasta el punto que acabó saliendo con su mejor amigo, Gunner, después de que T.J. la rechazara. Durante las semanas siguientes a la fiesta de bienvenida, cuando el simple hecho de oír su nombre hacía que Meg se sobresaltase, había tenido que escuchar a Minnie parloteando sin parar sobre lo alucinante que era T.J.

Minnie no tenía ni idea de que Meg también estaba enamorada de él.

Y esa era la razón por la que Meg necesitaba controlarse y dominar sus emociones. Una mirada al rostro sonriente de T.J., a su maravillosa piel morena y sus hoyuelos marcados, y sería como en una de esas escenas de dibujos animados en la que a uno de los personajes le late el corazón con tanta fuerza que le sale disparado ante los ojos de todo el mundo. No podía permitir que eso ocurriera. Nadie podía saber qué sentía realmente. Tampoco Minnie. Y mucho menos T.J.

—Me alegro mucho de que hayáis podido venir —gritó T.J. mientras avanzaba a grandes zancadas por el embarcadero.

Meg intentó, sin conseguirlo, no ponerse roja. Rezó para que Minnie no se diera cuenta. A él no le gustas, se dijo. Todavía está enfadado contigo.

Afortunadamente, Minnie solo tenía ojos para T.J.

—¡T.J.! —chilló. Fue hacia él, con un zapato colgando de cada mano—. No sabíamos que estarías aquí.

No, no lo sabían. Porque por nada del mundo Meg habría ido si hubiera sabido que T.J. estaba en la lista de invitados.

La segunda figura seguía a T.J. por el muelle. En un primer momento, Meg pensó que era Gunner, pero era demasiado alto, demasiado larguirucho. Alguien nuevo.

—Temía que hubierais perdido el ferry —dijo T.J., casi sin aliento. Llevaba un gorro de lana que le cubría la cabeza rapada y un chaquetón de marinero abrochado hasta la barbilla.

—¿Sabías que íbamos a venir? —Minnie le rodeó el cuello con los brazos, sin soltar los zapatos, y poco le faltó para saltar a sus brazos.

T.J. la saludó chocando su pecho contra el de ella en un gesto algo masculino y dándole unas palmadas en la espalda, y a continuación la esquivó y se apresuró para acercarse a Meg.

—Claro que sabía que veníais.

A Meg el corazón le latió con tanta fuerza que estaba convencida de que todo el mundo en al menos tres kilómetros a la redonda podía oírlo. Bajó los ojos para disimular su conmoción.

—Sí —dijo—. Ehh… nosotras también sabíamos que tú venías.

—Hola —saludó el otro chico—. Tú debes ser Minnie.

Era tan alto como T.J., pero delgado y espigado en lugar de musculoso y atlético. Sus vívidos ojos azules destellaron cuando sonrió a Minnie, y formaron pequeñas arrugas en sus sienes, lo que le dio a su rostro una expresión perruna. Y lo que era aún más impactante, tenía una mata de pelo casi tan rubio platino como el de Minnie. Un rubio para una rubia.

Minnie ladeó la cabeza.

—¿Cómo sabes quién soy?

—Oí decir que eras la rubia guapa. —El rubio parpadeó.

Meg hizo lo posible por controlar el impulso de poner los ojos en blanco ante la exagerada cursilería de aquella frase, pero a Minnie le sentó de maravilla.

—¡Oh! —murmuró con admiración, y luego miró a T.J.—. ¿Eso se lo dijiste tú?

—Ehh… —T.J. desvió la mirada hacia el ferry—. ¿Solo estáis vosotras dos? —preguntó, cambiando de tema.

—Sí —contestó Meg—. ¿Esperabas a alguien más?

T.J. sacudió la cabeza.

—Recibimos antes una llamada del señor Lawrence diciendo que Jessica iba a intentar llegar en el último ferry. Parece que ella y un grupo de amigas se han retrasado por no sé qué del instituto, así que se reunirán con nosotros mañana.

—Animadoras —añadió el rubio—. Entrenamiento de última hora.

Ahora había obtenido toda la atención de Minnie.

—¿Eres amigo de Jessica?

—Ehh… —dijo, mostrando una sonrisa aniñada—. Algo así.

¿Así que el rubio era el nuevo ligue de Jessica? Interesante.

—Lo siento —dijo T.J., dándole una palmada a su amigo en la espalda—. Debería haber hecho las presentaciones. Este es Ben.

—No te preocupes, colega. —Los ojos azules de Ben se posaron en Meg. Había algo agradable en él que a ella le gustó inmediatamente—. Tú debes de ser Meg

—Sí —contestó. Cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, consciente de que un montón de desconocidos habían estado hablando de ella hacía poco si Ben sabía quiénes eran Minnie y ella.

—¿M&M? —Ben se rio—. Qué gracioso.

Minnie le dio la mano a Meg, manteniendo los ojos fijos en Ben.

—Nos conocimos en séptimo y desde entonces somos íntimas.

Ben continuó sonriendo a Minnie.

—¿Puedo llevarte el equipaje? —le preguntó.

—Vaya —respondió Minnie, dirigiéndole una mirada a T.J.—. Un caballero.

T.J. la ignoró, y mientras Ben se ponía al hombro las bolsas de Minnie, él tiró suavemente de la manga del abrigo de Meg.

—Por aquí.

T.J. se apresuró por el embarcadero, y sus largas zancadas enseguida dejaron atrás a Minnie y a Ben. Meg tuvo que esforzarse para mantener el ritmo. Una parte de ella quería quedarse atrás con Minnie para evitar por todos los medios estar a solas con T.J., pero había algo que la empujaba a seguirlo. Al ver que T.J. le sonreía, se dio cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

Caminaron en silencio, pese a que la mente de Meg funcionaba a toda velocidad. ¿Debería decir algo? ¿Sacar el tema de lo que había ocurrido en la fiesta de bienvenida? ¿Intentar explicarle por qué lo había dejado plantado y suplicarle que la perdonase? Quería hacerlo, estaba desesperada por hacerlo. Pero, sin embargo, no dijo ni una palabra. Como siempre.

Deseó que fuera ya septiembre y estuviera en la universidad, en Los Ángeles, lejos de todo aquello y de todos los que la conocían. En algún lugar en el que pudiera comenzar de cero y no sentirse todo el tiempo torpe y tímida.

T.J. siguió avanzando con paso firme delante de ella. Al aproximarse a la línea de los árboles, Meg percibió el familiar aroma navideño a pino por encima del aire salado del mar y el tufo mohoso a algas podridas que llegaba de la playa. Tomó aire. Así era como olía su casa, a Navidad y a agua salada.

El muelle se extendía tierra adentro y desaparecía entre los árboles, pero en lugar de seguirlo, T.J. saltó con destreza a la arena de la playa. Se giró para ayudarle justo en el momento en que Meg lo imitaba. Su impulso le hizo irse contra él, y T.J. le puso las manos en la cintura para sostenerla. Permanecieron así, sobre la arena mojada, durante un momento, sin que T.J. apartase las manos de su cintura. Era muy agradable volver a estar tan cerca de él, como si nunca hubieran tenido una discusión horrible. Lo echaba tanto de menos…

La aguda risita de Minnie llegó hasta ellos cuando Ben y ella alcanzaron el final del muelle. Meg salió de su ensimismamiento, se apartó de T.J. y echó a andar por la arena. Tienes que olvidarte de él.

Se detuvo al llegar más o menos al centro de la playa. A través de los árboles se distinguía una casa. Daba la impresión de que todas las luces del edificio de dos plantas estaban encendidas, y el viento traía hasta ella música y risas.

—La fiesta ha empezado en cuanto se ha ido el sol —dijo T.J. a sus espaldas.

—¿Esa no es White Rock House? —le preguntó Meg.

T.J. sacudió la cabeza.

—Ahí viven los Taylor. Lawrence Point, la casa de los Lawrence, está en el extremo de la isla.

—¿Cómo lo sabes?

—He estado aquí unas cuantas veces —respondió, encogiéndose de hombros.

Oh. Claro que sí, Meg. Cuando salía con la mejor amiga de Jessica.

—Está bien —continuó T.J.—. Me refiero a saber que hay otra fiesta cerca. ¿No te parece?

—Supongo que sí. —En realidad, sí estaba bien. En cierto modo, saber que había una casa llena de gente en las proximidades calmó algo su nerviosismo.

—Vamos. —T.J. le hizo un gesto y Meg lo siguió, rodeando la casa. Más allá el bosque terminaba, y al otro lado se abría una estrecha extensión de tierra iluminada por el suave resplandor anaranjado que proyectaban las luces de la casa de los Taylor. El istmo surgía de la propia isla, tenía unos siete metros de ancho y se alzaba poco más de un metro sobre el nivel del mar; a lo lejos se veía Lawrence Point. Los troncos pálidos y podridos de varias docenas de árboles cubrían el istmo como en un juego gigantesco de palillos.

Un pedazo de tierra aislado y sitiado por todos lados por un mar hostil. Meg sintió que había llegado al fin del mundo.

Una ola enorme chocó contra la orilla oriental y cubrió por completo el istmo.

—¿Tenemos que cruzar por ahí? —preguntó Meg, abriendo los ojos como platos al ver el efecto de la ola.

—Sí, hay un sendero por el centro —contestó T.J., y señaló hacia la oscuridad.

En un primer momento, Meg no vio nada, pero luego, al retirarse la ola, quedó a la vista lo que parecía ser una barandilla desvencijada.

—¿Eso es un puente?

—Algo así —respondió T.J.—. Más bien una plataforma elevada, para pasar por encima del agua.

Una nueva ola, más fuerte que la anterior, inundó el istmo y Meg y T.J. tuvieron que retroceder varios pasos para no mojarse. La plataforma quedó totalmente sumergida, solo un pequeño pedazo de la barandilla sobresalió por encima de la espuma de la ola. Luego el agua se retiró hacia ambos lados del istmo con un borboteo que casi parecía burlarse de ellos, retarlos a que se aventurasen a cruzar.

—¿No hay otra manera de llegar a la casa?

—No —dijo T.J.—. Pero no está tan mal. Tenemos que pasar entre las olas.

—Eso es fácil, si puedes verlas.

T.J. dejó caer las bolsas de Minnie en la arena y se metió las manos en los bolsillos de su abrigo. Su semblante era ahora serio, la sonrisa y los hoyuelos habían desaparecido.

—¿Eres tan borde a propósito?

—Yo… —titubeó Meg—. No me había dado cuenta…

—Sí, sí que te habías dado cuenta. Te conozco, Meg Pritchard. No dices nada a no ser que quieras decirlo.

Meg hizo una mueca. Aquello era cierto, aunque también lo era el hecho de que no decía la mitad de las cosas que quería decir.

—Mira —continuó T.J. al ver que ella guardaba silencio—. No quiero que este fin de semana nos sintamos incómodos ninguno de los dos. Éramos amigos, ¿te acuerdas? Nos divertíamos.

Ahí estaba otra vez esa palabra. Diversión. ¿De verdad había perdido su lado divertido? No, estaba segura de poder volver a ser aquella chica, la que se reía y gastaba bromas con el único chico del planeta con el que se sentía tan a gusto como para ser tal y como ella era en realidad.

—Somos amigos —dijo—. Y nos lo pasaremos genial este fin de semana. Lo prometo. —Incluso si muero en el intento, pensó.

T.J. arqueó las cejas.

—¿Seguro?

Meg dirigió la mirada hacia la plataforma. En la penumbra se distinguía la espuma blanca de una ola en retirada. Era el momento justo.

Una sonrisa le cruzó la cara.

—Seguro. Desde ahora mismo. —Tomó impulso con los talones y echó a correr por el istmo.