T.J. se incorporó de un salto.
—Si Claire está en la isla, tenemos que volver a la casa para avisar a los demás.
—Para, no nos volvamos locos —dijo Meg, esforzándose por dominar su miedo—. No puede ser Claire.
—¿Por qué no?
—¡Vamos! ¿Qué crees, que su fantasma ha regresado desde la tumba o algo así?
—No, claro —repuso T.J.—. Pero ¿cómo sabemos que está realmente muerta?
—Esquela. Funeral. Vamos, lo normal.
—Todo eso es circunstancial. ¿Fuiste al funeral? ¿Viste su cadáver?
Meg lo miró de soslayo.
—Crees que fingió su muerte.
—Solo digo que es posible.
Meg entrecerró los ojos para ver mejor en la oscuridad e intentar leer los pensamientos de T.J. ¿Le estaba tomando el pelo? Sugerir que Claire Hicks había fingido de algún modo su suicidio y ahora se vengaba de la gente que le había causado algún mal en su vida era pasarse de la raya incluso para una escritora. Pero al ver cómo se frotaba la frente con el dedo índice mientras contemplaba el diario, se convenció de que T.J. realmente creía que Claire podría estar detrás de todo aquello.
¿Y ella? No, ella no llegaba tan lejos.
—Bien —dijo—. Vamos a suponer por un momento que es Claire.
—Bien.
—Lori, Vivian, Nathan y Kenny la conocían del instituto Mariner. Los cuatro. Y ella estaba, obviamente, enamorada de ti, así que entiendo por qué podría odiarme a mí, pero… No sé. ¿Por qué querría vengarse de ti? ¿O de Minnie y de Gunner?
T.J. se pasó la mano por la boca, pero no dijo nada.
—¿Apareció aquel día, como dijo que iba a hacer? ¿Se presentó en la fiesta?
T.J. desvió la mirada.
—Algo así.
—¿Algo así? —La fiesta de bienvenida. Todo el mundo estaba siempre hablando de lo que había ocurrido esa noche, y Meg siempre hacía oídos sordos porque el solo recuerdo le hacía sentirse mal. Pero, de pronto, no había otra cosa que quisiera más que saber lo que había sucedido.
Todavía quedaba una anotación del diario por leer. Puede que en ella estuvieran las respuestas. Meg abrió el cuaderno y fue hasta la última entrada.
—¿Qué haces? —le preguntó T.J. Parecía preocupado.
—Hay más —contestó Meg, colocando la página bajo la luz—. Necesito saber qué pasó.
—Meg… —empezó a decir T.J.
—¿Sí?
Los ojos de T.J. se encontraron por un instante con los suyos. Tenía la cara descompuesta, casi como si sintiera un dolor insoportable.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo él. Se pasó el dorso de la mano por la frente—. Léelo en voz alta.
Esto es el fin.
Y ahora estoy preparada.
Puedo soportar sus burlas, su esnobismo, sus grupitos. Puedo soportar ser una paria. Nunca he querido su amistad. Solo me presenté en la hoguera para reclamar mis derechos sobre T.J. Meg Pritchard tiene que entenderlo.
No llegué a verla allí. Debía de estar escondida, porque lanzó a su pitbull contra mí. Esa bruja rubia. Me humilló delante de él y…
Meg pasó la página, pero no había nada más. Ni una palabra. Solo un trozo dentado de papel.
Habían arrancado la última hoja del diario.
—¡Mierda! —exclamó Meg.
T.J. dejó caer la cabeza entre las manos.
—No nos hace falta. Puedo contarte exactamente lo que pasó.
A Meg le temblaban las manos cuando pasó la hoja hacia atrás y releyó la última línea. Esa bruja rubia. Solo podía ser una persona.
—Se refiere a Minnie, ¿no es cierto?
T.J. asintió.
—Para entonces, ya se había bebido seis cervezas ella sola. Y ya sabes cómo se pone cuando bebe.
—Desde luego.
—Pero… —T.J. se puso de repente en pie. Comenzó a caminar de un lado a otro delante de las latas de gasolina—. Mira, no es culpa de Minnie. Todos estábamos muy borrachos, Minnie, Gunner y yo. Yo estaba enfadado de verdad, intentando apartarte de mi cabeza. Y Minnie, después de las primeras tres o cuatro cervezas, se puso a tirarme los tejos otra vez. En las mismísimas narices de Gunner.
Meg hizo una mueca de desagrado. No estaba segura de por quién sentía más lástima, si por Minnie o por Gunner.
—Y yo la rechacé. La aparté de la gente para que nadie pudiera oírnos, pero le dije que nunca iba a salir con ella y que fuese lo que fuese lo que ella creía que había entre nosotros era imaginación suya.
—¿Le dijiste eso?
—Sí. —T.J. se quedó quieto—. Pero creo que eso no hizo más que empeorar las cosas.
Meg podía imaginarse perfectamente la cara de Minnie mientras T.J. le dejaba claro que nunca estarían juntos. Una mezcla de incredulidad y desafío.
—Fue entonces cuando apareció Claire. Cruzó la playa directamente hacia mí y todo pareció quedarse en silencio. Parecía un fantasma o algo así, con su melena negra ondeando al viento. Creo que ni siquiera vio que Minnie estaba a mi lado. Llegó hasta mí y me soltó: «Quiero que sepas que te quiero y creo que tú sientes lo mismo por mí».
Meg refunfuñó. Sabía lo que venía ahora. Cuando Minnie se sentía dolida arremetía contra todo y contra todos los que estuvieran a su alcance.
—Y Minnie la tomó con ella.
—Como los leones del zoo a la hora de la comida. Fue brutal. Minnie se echó a reír y le dijo a Claire que era una friki y que nadie la querría nunca en la vida. Gunner y yo intentamos llevárnosla, pero ya era demasiado tarde. Y todo el mundo estaba viendo lo que pasaba. Creo que estaba la mitad del instituto. Claire se puso roja. Yo iba a decir algo, intentar tranquilizarla, pero se dio la vuelta y salió corriendo. —T.J. tragó saliva—. A la mañana siguiente estaba muerta.
—Mierda.
—Pero, Meg —T.J. se arrodilló delante de ella—, yo soy quien tiene la culpa. Debería haberla detenido. O haber ido tras ella. Pero no lo hice. Me quedé allí mirando, igual que los demás. —Hundió la cabeza en el pecho—. Así que esto, todo esto, es culpa mía.
—No lo es —dijo Meg, extendiendo su brazo para acariciarle la mejilla—. No es culpa tuya —repitió—. Claire estaba deprimida, y lo que le había pasado para que estuviese así empezó mucho antes de que te conociera. Este diario lo prueba. Si no hubieses sido tú, habría sido cualquier otro.
—¿Tú crees?
—Primero se enamoró de Nathan. Solo por eso puedo poner en duda su cordura.
T.J. se rio y le estrechó la mano.
—No, quiero decir: ¿crees que podría haber sido cualquiera?
—Sí. Ocurrió porque fuiste amable con ella. Te fijaste en ella. Eso es… —hizo una pausa, buscando la palabra adecuada— humano. Tú no sabías que ella iba a idealizarte como a un príncipe azul.
—Supongo que no. —T.J. se quedó en silencio por un momento, y luego respiró profundamente—. No puedo creer que sea uno de nosotros.
—Lo sé. —Meg había estado dándole vueltas en su cabeza a la lista de supervivientes. Cinco personas, a cuatro de las cuales las conocía desde hacía años. Simplemente, no le parecía posible.
—Quiero decir —prosiguió T.J.— que no me habría sorprendido si hubiese sido Nathan. Sé que se supone que no se debe hablar mal de un muerto, pero ese tío era un capullo.
Contra su voluntad, Meg se rio.
—Kenny tenía un lado oscuro.
Meg asintió.
—Y Vivian era fría como un témpano.
—Pero todos ellos están…
—Muertos.
—Sí. —T.J. la miró a los ojos—. Así que supongo que lo único que sabemos de verdad es que nosotros somos inocentes. Hemos estado juntos casi todo el tiempo.
Meg sonrió, pero algo se revolvió en su interior. No habían estado juntos todo el tiempo. Después de que Nathan y Kenny se marchasen, no lo había visto hasta que Minnie había gritado.
T.J. le apretó la mano y le devolvió la sonrisa. Si había una persona en la que pudiese confiar, era él.
Se sentaron en el suelo de la caseta, con las manos entrelazadas, contemplando el diario bajo la luz menguante de la linterna. Meg quería decir algo, una frase de consuelo o esperanza, pero no se le ocurría ninguna. En lugar de eso, se recostó contra él. T.J. le rodeó la cintura con sus brazos y la atrajo hacia sí. Meg podía oír los latidos de su corazón, fuertes y acompasados, algo normal, algo que estaba vivo. T.J. descansó su cabeza sobre la de ella y se quedaron así, abrazándose el uno al otro.
Meg cerró los ojos y se hizo a la idea de que estaban en otro sitio. En una playa. En su dormitorio. Tumbados en la línea de cincuenta yardas en el campo del instituto Kamiak. En cualquier sitio excepto en la caseta del embarcadero de White Rock House. Casi podía olvidarlo todo. Solo casi.
—Nos estarán esperando —dijo.
T.J. respiró hondo.
—Lo sé.
—¿Se lo contamos?
—Tenemos que hacerlo.
—Y ¿después?
T.J. se apartó de ella.
—No lo sé. De verdad que no lo sé. Pero, pase lo que pase, no voy a alejarme de ti, ¿de acuerdo? Voy a pegarme a ti hasta que llegue el ferry mañana.
—¿Lo prometes? —preguntó Meg, utilizando una de las frases favoritas de Minnie.
T.J. sonrió.
—Tendrás que dispararme para librarte de mí.
—Tienes suerte de que no tenga una pistola —dijo Meg y se rio.
—Ya te digo.
Meg recogió el diario y le tendió la linterna; las pilas ya estaban casi agotadas.
—Bien, príncipe azul. Después de ti.