T.J. estiró el cuello cuando Meg terminó la lectura:
—¿Darle en la cabeza? ¿Y un corazón arrancado?
—Sí.
T.J. se quedó con la boca abierta.
—¿Estás diciendo que todos han sido asesinados de un modo predeterminado?
Por fin.
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—Mmm… —T.J. se rascó la pierna a través de los vaqueros y luego negó con la cabeza—: No cuadra. Quiero decir, ¿qué hizo el asesino: convencer a Lori para que se colgase ella misma y luego tener la suerte de que Vivian cayera sobre el trozo de madera que se le clavó en la espalda?
¿Se mostraba tan corto adrede?
—T.J., eres tú quien me ha dicho hace un rato que parecía que a Nathan le habían disparado primero en el estómago y que luego le habían atravesado el corazón.
—Sí, para asegurarse de que estaba muerto.
—O para seguir un patrón. Y la muerte de Vivian podría ser lo mismo. Nosotros no somos la Policía. No sabemos cómo murió realmente. Puede que se rompiese el cuello al caer y que luego el asesino colocase el cadáver de acuerdo con su plan.
Sonó plausible, no solo porque Meg había visto demasiados episodios de Dexter. Y mientras observaba cómo T.J. absorbía toda aquella información, lo vio intentando resistirse a aceptar la idea de que ella tenía razón.
—Todos los que iban al Mariner están muertos. Pero ¿cómo encajamos el resto de nosotros?
Meg sostuvo en alto el diario.
—Puede que… Puede que aparezcamos todos aquí.
T.J. la miró a los ojos. Ya fuera por la tensión o por la escasa iluminación, parecía haber envejecido veinte años. Su frente se había poblado de arrugas de preocupación, alrededor de su boca y su nariz se habían formado profundas marcas en forma de arcos y sus labios carnosos se habían convertido en una delgada línea.
—Dijiste que sabías quién era el asesino. En la casa.
—Creo… —Meg se mordió el labio. Iba a parecer una loca si le decía a T.J. lo que realmente pensaba—. Creo que el asesino conocía este diario.
—Y ¿lo está utilizando para vengarse o algo?
—Sí.
—Pero ¿quién es?
De nuevo, Meg se plantó antes de pronunciar la respuesta. Todo le parecía demasiado irreal. Claire Hicks no podía ser la asesina. Pero, entonces, ¿quién estaba dándoles caza?
—Tal vez deberíamos leerlo juntos —dijo.
—De acuerdo —asintió T.J.—. Pero tenemos que leerlo rápido. Nos están esperando.
—Bien.
Lee rápido. Sin presión, se dijo Meg.
Abrió el diario por la siguiente anotación, inclinó la cabeza cerca de la de T.J. y comenzaron a leer.
Primer día en el nuevo instituto.
Ajá.
Nuevo instituto. Debía referirse al Kamiak. Claire había empezado a ir en otoño, Meg recordaba los rumores que decían que ya había estado en cinco o seis institutos diferentes. Al parecer, habían sido dos. Había estado en el Mariner antes de cambiarse al Kamiak. Pero ¿y antes? Seguía siendo un misterio.
Tres institutos en dos años. Eso tiene que ser algún récord en el Libro Guinness de los Bichos Raros. Mi madre y Bob cada vez creen que, de verdad, todo será diferente. Yo también lo creí. Pero ahora no. Ahora sé la verdad. Ni siquiera tiene sentido volver a intentarlo.
Y estoy bastante segura de que el pasado me persigue. Ayer vi a alguien de segundo. Eso fue hace dos institutos, pero parece que ha pasado una vida entera. Y ella ni siquiera me reconoció. O, al menos, fingió no hacerlo.
¿Por qué habría de hacerlo? Yo no significaba nada para ella. Solo un chivo expiatorio para que pudiese conseguir su sobresaliente en física. Apuesto a que no esperaba volver a verme desde que me pasé al Mariner.
Ella no es la única que me persigue. Hoy he visto a aquel idiota de la clase de educación física. No tengo ni idea de qué estaba haciendo aquí, aparte de intentar arruinarme la vida en otro instituto. Nunca llegué a entender por qué me convirtió en el centro de todas sus bromas. Recuerdo cada una de sus gracias. Se me han quedado grabadas en la memoria para siempre.
«Eh, monstruo, ¿qué tal el circo?».
«¿Qué tal es el menú en el manicomio?».
«Cuando vas al zoo, ¿te tienen miedo los animales?».
Quiero que se trague esas palabras. Él y su estúpido pelo rubio teñido. ¿En serio? ¿Yo soy el bicho raro?
Meg jadeó. Tragarse las palabras…
—¿Qué? —preguntó T.J.
—El chico rubio.
—¿Ben?
—Sí.
T.J. sacudió la cabeza.
—Estaba pensando lo mismo —dijo.
¿Qué probabilidades hay de que los vea a los dos en cuestión de dos días? Es como una broma pesada. A él puedo ignorarlo, pero tenía ganas de abalanzarme sobre ella y abofetearla. O sea, no fue culpa mía que me tocara de pareja para trabajar en el laboratorio de física. Yo no la habría escogido a ella, eso por descontado. Pero nos emparejaron y se suponía que teníamos que colaborar. Trabajar en equipo. No que una tomara las decisiones y la otra se limitara a asentir. Que es lo que ella quería.
Hasta que todo salió mal. Le dije que tal y como había colocado los circuitos no funcionarían, pero ¿me prestó atención? No. Al parecer, ella fue la única que se sorprendió cuando la bombilla no se encendió y suspendimos el proyecto.
Fue a hablar con el profesor y me echó todas las culpas. Consiguió rehacer su experimento. Y lo aprobó. Yo me quedé con el suspenso.
¿Cómo pudieron creerla? El profesor ni siquiera se molestó en preguntarme. ¿Cómo puede ser eso justo? Tom dijo que era una conspiración, pero sea lo que sea, da asco.
—Mierda —soltó T.J., y pasó a la página siguiente—. ¿Una conspiración en una clase de física en el instituto?
—La única conspiración es que nos obliguen a estudiar física.
—Genial —dijo T.J. con una breve sonrisa—. ¿Tienes idea de a quién se refiere?
Meg negó con un gesto.
—Sigamos leyendo.
Es él. Lo sé.
Aquí todo el mundo hace como si no me viese, pero él es diferente. A veces me sonríe. Me ve. Creo que le gustaría hablar conmigo pero que sus amigos no lo verían bien.
Solo necesito encontrármelo a solas, sin sus amigos, y quizá entonces no tendría miedo. Quizá entonces podríamos hablar.
Meg volvía a sentir empatía por aquella chica. La recordó con su pelo sucio, su tristeza y su dolor. Le costaba creer que alguno de los chicos del instituto hubiera mostrado interés por ella, pero daba la impresión de que la chica pensaba realmente que sí había ocurrido. Tal vez fuese lo mismo que había sucedido con Nathan. Meg se preguntó de cuál de los chicos del Kamiak estaba hablando.
T.J. pasó la página.
Todo es siempre igual. Nada cambia.
Le ha pedido a otra que vaya con él a la fiesta de bienvenida. Llevo días intentando pillarlo a solas. Le he esperado frente a los vestuarios de los chicos después del entrenamiento. Me he sentado al lado de su coche después de un partido. Pero él siempre estaba con alguien.
Hoy me he escondido en la copistería a esperar. Siempre va los jueves, a tercera hora. Pero, como siempre, iba con alguien. Ese estúpido amigo suyo. No me vieron pero oí lo que decían:
—Tengo una cita para la fiesta.
Su amigo se rio.
—¿Ese bicho raro con el pelo asqueroso que siempre te está siguiendo? Colega, esa chica no está bien de la cabeza.
—No, no lo está.
—Bueno. Preferiría pegarme un tiro antes que tener que llevar a esa tía a la fiesta.
¿Bicho raro con el pelo asqueroso? Esa soy yo. ¡Era de mí de quien estaba hablando su amigo! Saboteándome. Ahora él nunca dejará de pensar en mí como la loca que le sigue por todas partes. ¡¡¡NO ES JUSTO!!!
Ahora tengo que hacerles frente. Probablemente irán después del baile a alguna de las hogueras de la playa. Los encontraré y les plantaré cara.
T.J. emitió un gemido.
—Oh, Dios mío.
—¿Qué?
T.J. le dio la mano.
—Dijiste que sabías quién era el asesino.
—Sí.
—¿Crees que es la misma persona que escribió este diario?
Meg se mordió el labio.
—O alguien que sabe lo que pone en el diario.
—Meg. —T.J. tiró de su mano para acercársela al pecho—. Meg, yo sé quién escribió esto.
Meg no se había esperado aquello. No le había hablado de la fotografía.
—¿Cómo lo sabes?
—La copistería. Ese era yo. Voy todos los jueves antes de que empiece la clase de tercera hora para fotocopiar las actividades de la clase de liderazgo. La semana de la fiesta, Gunner me acompañó. Le conté que te había pedido que vinieras conmigo.
—Oh, mierda.
—Ella debía de estar allí. Es decir, la había visto rondando mi coche y todo eso, pero después de lo que les pasó a Bobby y a Tiffany era más seguro mantenerse bien lejos de ella, ¿sabes?
—Oh, Dios. —La revelación hizo mella en Meg. Si T.J. era el chico del que hablaba la autora del diario, eso significaba que la chica a la que iba a hacerle frente, la chica de la que iba a vengarse… era ella.
—Pero es imposible —dijo T.J., pasándose una mano por la cabeza—. No puede ser ella…
—Porque está muerta —dijo Meg.
T.J. levantó la cabeza.
—¿Sabes quién es?
Meg asintió. Pasó varias páginas hacia atrás hasta llegar a la foto:
—Claire Hicks.