VEINTISÉIS

T.J. se lanzó contra la puerta y los dos entraron en tropel. Meg esperaba que Nathan se lanzara a por ella, con una mirada salvaje en los ojos y blandiendo un hacha. Pero nadie les hizo frente. De hecho, nada en la habitación se movía a excepción de unas cortinas de seda de damasco que, al igual que las que había en la planta baja, ondeaban hinchadas por el viento que entraba por las ventanas abiertas.

De Nathan, ni rastro.

Aunque ser atacados por un asesino demente podría haber sido mejor que lo que encontraron.

Los ojos de Meg pasaron de las cortinas a la cama, situada en el centro de lo que parecía ser el dormitorio principal. Dos personas yacían juntas, acurrucadas. El hombre era algo mayor: rondaría los sesenta años, a juzgar por los escasos mechones de pelo gris. Su brazo estaba apoyado sobre el cuerpo de la mujer, más o menos de la misma edad y con el pelo castaño con mechas.

Como Kenny, parecía que solo estaban dormidos, y Meg deseó con todo su corazón poder creer que era así realmente. Pero sus rasgos faciales estaban distorsionados de modo antinatural, y su piel había adquirido una palidez grisácea. Flotaba en el aire un olor pútrido y nauseabundo. Meg tiró de la manga de su sudadera y se tapó con ella la boca y la nariz.

Muertos. Igual que Kenny.

T.J. también se tapó la nariz y la boca, a la vez que rodeaba la cama. Utilizó el candelabro para apartar las cortinas de la ventana y asegurarse de que no había nadie detrás. Luego comprobó si había alguien en el armario.

Meg se dio la vuelta. Sabía que no había nadie con vida en aquella casa, lo sabía. Estaba cansada de tanta muerte, harta de sentir su peso sobre ella. Quería con toda su alma marcharse de aquella casa, de la isla, estar lejos de todo aquello.

Se disponía a salir de la habitación cuando algo atrajo su atención. La puerta del cuarto de baño estaba abierta de par en par. El interior estaba a oscuras, pero Meg distinguió algo en el espejo. Parecía que habían escrito algo.

Sin pensar, tanteó la pared hasta dar con el interruptor de la luz.

—¿Qué haces? —le preguntó T.J.

Meg lo miró por encima del hombro mientras entraba en el cuarto:

—Mira, hay algo…

Se quedó como congelada. Devolviéndole la mirada desde el espejo estaba Nathan.

Pero en lugar de ser la cara de un asesino enloquecido a punto de abalanzarse sobre ella, el rostro de Nathan era una máscara sin vida, una máscara de miedo y dolor. Tenía la boca abierta en un grito inacabado y mudo, y su cuerpo estaba ensartado a la puerta con una flecha que le atravesaba el corazón.

Era demasiado. Meg se tambaleó hacia atrás y se tapó la boca para contener las ganas de vomitar. Luego, giró sobre sus talones y echó a correr.

Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Sus pulmones parecían no querer colaborar. Jadeaba entre frenéticos sollozos en busca de aire. La cabeza le daba tantas vueltas que creía que podría desmayarse en cualquier momento, mientras el suelo lleno de barro frente a la casa de los Taylor se volvía borroso con cada nuevo latido de su corazón.

No oyó cómo alguien se acercaba por su espalda.

—Eh.

Meg gritó. Trató de correr, pero un brazo la retuvo. Se sintió dominada por el pánico. Había un asesino suelto. Ella podría ser su próxima víctima. Tenía que escapar de la isla. Tenía que huir con Minnie de aquella isla maldita. Pateó con todas sus fuerzas, intentando liberarse de quien la sujetaba por la cintura. Pero no pudo.

—Está bien —dijo una voz familiar—. Estás a salvo, estás a salvo. Soy yo.

T.J.

Meg se dejó caer en sus brazos.

—No es justo, no es justo —repitió. Un torrente de lágrimas ardientes se derramó por sus mejillas.

—Lo sé, cariño —dijo T.J., apretándola contra sí. Antes de que Meg se diera cuenta, tenía el rostro hundido en el pecho de T.J., que la abrazaba con sus brazos musculosos mientras ella lloraba de forma incontrolable.

—¿Por qué está pasando esto? ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué nosotros?

T.J. agarró su rostro entre sus manos. Le limpió suavemente las lágrimas con el pulgar, y Meg contempló cómo sus ojos la examinaban desde la frente a la barbilla. Entonces, sin avisar, se inclinó hacia ella y la besó.

Meg había fantaseado un millón de veces con besar a T.J. Pensaba en ello en los momentos más insospechados: mientras esperaba el autobús al salir del instituto, cuando estaba sentada delante de él en clase, cuando veía su sonrisa y sus hoyuelos desde lejos en la cafetería, y, de modo aún más intenso, al despertar por la mañana, tumbada en la cama, aún medio dormida, antes de que sonase la alarma del despertador y la arrojase de vuelta al mundo de los vivos. Esos eran los instantes más deliciosos. Imaginaba los labios de T.J. contra los suyos, una mano en su espalda y la otra soltando la goma de su coleta antes de enredar los dedos entre sus rizos.

Y por muy alucinantes que fuesen esos momentos, no eran nada comparados con la realidad.

No fue un beso romántico. No fue como en Orgullo y prejuicio, cuando Mr Darcy besa a Elizabeth en el carruaje tras la boda. Fue un beso desesperado, incluso frenético. T.J. la apretó contra él de modo que Meg podía sentir perfectamente su cuerpo, incluso a pesar del chubasquero. Su mano se deslizó por debajo del abrigo de ella, aferrándola como si temiese que fuera a desaparecer en ese momento.

Meg se sorprendió a sí misma al emular la intensidad con la que él la besaba. Lo besó como si lo hubiera estado haciendo toda su vida. Un beso fuerte y feroz. Le desabrochó el chubasquero e introdujo su mano bajo su sudadera antes siquiera de percatarse de lo que hacía. T.J. tenía la piel caliente y suave, y Meg quería recorrer cada centímetro, allí y ahora, sin pensar para nada en lo que estaba sucediendo a su alrededor. ¿O quizá era precisamente por eso? Meg no podía saberlo. Solo pensaba en T.J. y en lo mucho que lo quería. No le importaba nada más, ni los asesinatos, ni estar atrapada en la isla, ni el texto escrito en el espejo del baño, que le resultaba extrañamente familiar…

—Espera. —Fue su propia voz, no la de él. Aunque sus bocas estaban tan pegadas que ni siquiera podía estar segura de quién había hablado.

T.J. le puso la mano en la mejilla al tiempo que separaba sus labios de los de ella.

—¿Qué?

—Espera.

—¿Por qué?

—Necesitamos volver. —Ni ella misma podía creer lo que estaba diciendo.

T.J. se quedó quieto un momento, y luego la agarró de la mano y tiró de ella hacia el istmo para regresar a White Rock House.

—De acuerdo, tienes razón. Estaremos más seguros allí.

—No —dijo ella, reteniéndolo—. Tenemos que volver a entrar en la casa de los Taylor.

Los ojos de T.J. se abrieron como platos.

—Ni hablar.

—Lo sé —dijo Meg. Recordó los cuatro cadáveres que había en el interior y enseguida volvió a sentir náuseas, pero había algo que necesitaba ver. El texto escrito en el espejo. La manera en la que Nathan había sido asesinado. Todo ello se le antojaba de algún modo familiar—. Necesito que veas algo.

—Ya, pues no. He visto todo lo que tenía que ver en esa casa, vámonos.

—Mira, sé que te estoy pidiendo mucho, pero…

T.J. tiró de Meg hacia él y la abrazó. Allí, entre sus fuertes brazos, Meg se sintió a salvo y quiso permanecer así para siempre.

—Pero ¿qué?

Meg suspiró. Le costaba creer sus propias palabras:

—Algo no cuadra.

—¿Algo no cuadra? ¿Te refieres a algo más aparte de que Kenny haya sido golpeado hasta la muerte, que los Taylor hayan muerto mientras dormían, y que Nathan tenga una flecha clavada en el pecho? ¿Puede haber algo peor que todo eso?

—Luego te lo explico. Ahora, lo que necesito es entrar otra vez ahí y ver algo y…

T.J. le apartó un mechón de pelo de los ojos.

—Y no quieres entrar sola.

Meg asintió. No estaba segura de ser lo suficientemente fuerte para entrar en aquella casa sin él.

—No confío en nadie más, y necesitamos averiguar qué es lo que está pasando antes de…

Una vez más, fue él quien finalizó su frase:

—Antes de que uno de nosotros sea el próximo.

—Sí.

Meg miró hacia la casa de los Taylor. Desde el exterior, resultaba atractiva y acogedora, seguía totalmente iluminada, igual que hacía veinticuatro horas, cuando la había visto desde la playa. Pero ahora había algo siniestro en ella, algo que parecía acosarlos. ¿Podría escapar? Por mucho que echase a correr hacia el extremo opuesto de la isla, ¿sería realmente capaz de escapar de quien andaba tras ellos?

No, tenía que volver a entrar. Tenía que averiguar si tenían alguna oportunidad de salir de ahí con vida. Notó el peso del diario en el bolsillo de su abrigo. Aquella era la llave del misterio. Tenía que serlo. Estaba muy cerca de averiguarlo. Tenía que reunir el valor necesario. Y para ello le hacía falta la ayuda de T.J.

T.J. apoyó su frente contra la de ella. Meg vio cómo llenaba sus pulmones de aire y luego lo soltaba lentamente.

—Bien. Vamos allá.

Al entrar en la casa de los Taylor, Meg se sintió como una sonámbula. Lo vio todo con claridad y bien definido, la televisión volcada, las cortinas ondeando al viento, las luces brillando en los brazos de los candelabros. Pero se sentía como si ella no estuviera allí, como si lo estuviese viendo en una pantalla. Sabía lo que le aguardaba en la segunda planta y, sin embargo, esa certeza de algún modo mantenía bajo control la oleada de pánico que crecía en su interior. Una vez que había tomado la decisión de volver adentro, se sentía extrañamente calmada. T.J. parecía tener la misma disposición. Caminaba a su lado, fuerte y confiado. Casi indiferente al horror que los rodeaba.

¿Se sentiría así también el asesino? Después del primer o del segundo crimen, quizá todo le resultaba más sencillo, de manera que para cuando golpeó a Kenny y disparó a Nathan con la flecha, igual se comportaba con una actitud de total indiferencia.

Meg no pudo creerse que estuviera comparándose a sí misma y a T.J. con un asesino. ¿Qué demonios le pasaba?

Pasaron por encima del cuerpo de Kenny y fueron directos al dormitorio principal. Se movían con rapidez, pues no querían estar en la casa ni un segundo más de lo necesario.

La luz del baño continuaba encendida y Meg se dirigió inmediatamente hacia el espejo, tratando de mantener los ojos fijos en el texto escrito, sin mirar a Nathan.

Apenas había visto brevemente las palabras antes de que su mirada se desviase hacia el cadáver y saliera huyendo de la habitación. Pero aquellas palabras le resultaban conocidas, estaban escritas con pintura roja, igual que las barras en la pared de White Rock House.

«Pues la hora de su desgracia está cerca». Las frases comenzaban a cobrar sentido. La del vídeo, la que había detrás de la foto de Claire, la del diario, y ahora esta otra.

—Es extraño —dijo T.J. Meg vio su rostro reflejado en el espejo. No estaba mirando la frase escrita en el cristal; estaba mirando fijamente el cuerpo inerte de Nathan.

—¿Qué?

T.J. se hizo a un lado para esquivarla y fue hacia el costado de Nathan, para examinar la herida producida por la flecha. Meg se giró y miró directamente el cadáver por primera vez. Nathan colgaba de la puerta, con su corazón atravesado por una flecha. Su cuerpo se doblaba hacia delante, con los brazos colgando, la cabeza caída hacia un lado con la boca abierta en un grito mudo de horror.

T.J. tiró de la puerta para apartarla de la pared, haciendo al mismo tiempo que el cadáver se balancease más cerca de Meg, que retrocedió torpemente hasta darse con el lavabo. Su estómago empezó a darle vueltas y se tapó la boca con la mano, luchando por mantener la compostura.

—Lo siento —dijo T.J.

Meg tragó saliva.

—¿Qué estás haciendo?

T.J. tiró del hombro de Nathan y apartó el cuerpo unos pocos centímetros de la puerta. Luego se apartó y sacudió la cabeza.

—Mira. —Señaló el pecho de Nathan, del que sobresalía el delgado metal de la flecha. Resultaba sorprendente pensar que algo tan pequeño pudiera destruir una vida humana—. ¿Ves dónde está la flecha? Y la sangre… —Ahora T.J. señaló el círculo rojo visible en la camisa de Nathan, que se había ido extendiendo desde el punto en el que la flecha le había atravesado—. Sale de la herida, ¿verdad? Pero, entonces, ¿qué es esto?

Deslizó su dedo por el estómago de Nathan e, inmediatamente, Meg vio a lo que se refería. Más cerca del abdomen había otra mancha de sangre.

Se dejó llevar por su curiosidad. Meg se acercó al cadáver, poniendo su nariz a escasos centímetros para examinar la mancha que indicaba T.J. No solo había un segundo círculo de sangre, sino que también parecía haber cierto destrozo en la tela de la sudadera, casi como si…

A pesar de la repulsión que sentía, Meg se apresuró a desabrochar la sudadera con capucha de Nathan.

—¿Qué haces? —se sorprendió T.J.

Meg no se paró a explicárselo. Tenía que comprobar si su teoría era cierta. Abrió la sudadera, y allí, justo encima del estómago de Nathan, en el centro de aquel segundo círculo de sangre, había un agujero en la camisa. Una segunda herida de flecha.

—Le dispararon dos veces —dijo, sin aliento.

—Dios —murmuró T.J., echándose hacia atrás.

—Por la forma en que la tela de su camisa y de su sudadera parece que se aparta de su cuerpo —dijo Meg, sintiéndose cada vez más segura de su descubrimiento—, da la impresión de que primero le dispararon por la espalda.

T.J. miró hacia la puerta del dormitorio.

—El asesino estaba detrás de ellos. En las escaleras. Golpeó a Kenny, y luego siguió a Nathan a la habitación y le disparó por la espalda.

Meg asintió.

—Sí. Sí, eso tiene sentido.

—Y mira.

T.J. movió la puerta para que Meg pudiera tener una perspectiva lateral. Había dos ganchos metálicos para toallas en la parte superior. El cuerpo de Nathan se balanceó ligeramente cuando T.J. detuvo el movimiento de la puerta y Meg pudo ver con claridad a lo que se refería. Habían colgado a Nathan de los ganchos. Su sudadera estaba enganchada en el toallero.

—El primer disparo debió matarlo —continuó T.J.—. Luego lo colgaron aquí y le dispararon de nuevo, puede que con la misma flecha, a quemarropa, en el corazón.

El corazón. Aquello era lo que había estado palpitando en la mente de Meg. Un disparo en el corazón.

—Oh, Dios mío.

—¿Qué?

El texto. Las muertes. Una nota de suicidio escrita en el dorso de una partitura musical. La imagen de un mazo de juez igual que el que se emplea en el equipo de debate. Problemas matemáticos deslizándose por la pantalla. «La venganza es mía».

El coro. El equipo de debate. Un chico al que la autora del diario le daba clases de álgebra y su estúpido amigo.

Meg se llevó una mano temblorosa al bolsillo y tocó el diario. Dios, ¿podría ser? Lori, Vivian, Nathan, Kenny, ¿podría ser que todas las víctimas hubieran aparecido en el diario de Claire?

Era una locura, y, sin embargo, todo tenía sentido. Lori, Vivian y Nathan estaban relacionados con Claire. No podía ser una coincidencia, no con todas aquellas evidencias delante de sus narices. Nathan era la prueba final.

Se rio en una repentina liberación de su miedo y su frustración.

T.J. la agarró por los hombros.

—¿Meg?

Tenía la respuesta. Tenía la clave para explicar los crímenes. Se giró sobre sus talones, contemplando el diámetro completo de la habitación.

—¿Qué te pasa?

—Tú no lo entiendes —dijo, intentando controlar su risa histérica.

—Tienes razón, no lo entiendo.

Meg respiró hondo.

—Sé qué significa el poema.

T.J. inclinó su cabeza hacia ella.

—¿Qué poema?

Meg señaló hacia el espejo.

—Esa frase. Es parte de un poema. Lo hemos estado recibiendo por fragmentos, así que no lo reconocí inmediatamente.

—¿Recibiéndolo por fragmentos?

Mía es la venganza y la retribución.

A su debido tiempo, su pie resbalará.

Pues la hora de su desgracia está cerca.

Y el día de su perdición se aproxima.

Los ojos de T.J. fueron del espejo a Meg.

—¿De qué estás hablando?

Meg lo miró directamente a los ojos. Sacó el diario de su bolsillo y se lo mostró.

—Sé quién es el asesino.