VEINTICINCO

La habitación empezó a dar vueltas. Cuando aquella horrible revelación caló en su cerebro, Meg buscó el apoyo de la pared para no caerse.

La casa estaba muerta.

Aunque algo distante, la idea de que hubiese otra casa en la que se celebraba también una fiesta justo al otro lado del istmo que la separaba de White Rock House había producido una cierta sensación de tranquilidad el día anterior. La casa era una especie de carabina en la distancia, que estaba ahí por si acaso sucedía algo realmente malo. El problema era que, aparentemente, todo había sido una farsa. La fiesta, la gente, la sensación de calidez y seguridad. Todo ello había desaparecido en un instante. Había sido una mera ilusión.

—¿Qué pasa con Kenny y Nathan? —preguntó Meg. Su voz sonaba tensa y las palabras que salieron de su boca estuvieron a punto de quebrarse. Le costaba respirar y le temblaba todo el cuerpo—. ¿Crees…?

—Espera —dijo T.J. La calma con la que hablaba resultaba balsámica—. Lo primero es lo primero.

Se puso en cuclillas y tiró del aparato multimedia para apartarlo de la pared. La pantalla plana de televisión se tambaleó y cayó al suelo, pero ninguno de ellos se inmutó. Daba igual.

—Hay un temporizador con dos enchufes múltiples. Parece que todos los aparatos eléctricos que hay en la habitación están conectados aquí. —T.J. se pasó una mano por el pelo—. Puede que solo sea un sistema de alarma.

—¿Para espantar a los ladrones que merodean por Henry Island? —dijo Meg—. ¿Con todas las ventanas abiertas y la puerta sin cerrar con llave? No me lo creo.

—De acuerdo —repuso T.J.—. Entonces tiene que haber otra razón.

La verdad era horrible:

—Para engañarnos. Solo para hacer que nos sintiésemos a gusto.

—Lo cual significa que quienquiera que hizo esto…

—Mató a Lori, a Vivian y a Ben.

T.J. asintió.

—Y probablemente…

—Para. —Meg sabía lo que iba a decir. «Y probablemente a Nathan y a Kenny»—. No quiero oírlo.

—Vale —dijo T.J., con calma—. Pero hay otra opción.

La voz de Meg tembló al contestar:

—Uno de ellos es el asesino o los dos.

—Sí. —T.J. inspeccionó lo que había detrás de la sala de estar—. La escalera está cerca de la cocina —dijo. Le dio la mano, con extrema delicadeza, como si tuviera miedo de que se rompiera—. Deberíamos ir juntos.

Ella no quería. Quería marcharse de allí, salir corriendo y no detenerse nunca. Pero sabía que T.J. tenía razón: era necesario que registrasen la casa para comprobar si Nathan y Kenny seguían allí. Tenían que cerciorarse.

Uno al lado del otro, atravesaron lentamente la estancia. Las cortinas se hincharon y se agitaron hacia ella, Meg se encogió buscando refugio en el brazo de T.J. Era como si las cortinas quisieran envolverla, retenerla en aquella casa para siempre. Todo parecía estar contaminado, no quería tocar nada. No existía suficiente jabón en el mundo para hacer desaparecer la sensación que impregnaba aquella casa.

La sala quedaba separada de una enorme cocina por una escalera; junto a ella, en la pared, había un teléfono. Meg contuvo la respiración mientras T.J. levantaba el auricular y pulsaba el botón de llamada. Había electricidad en la casa, así que quizá, solo quizá…

La luz de encendido emitió un brillo verde que les supo a gloria. Meg esperó, sin atreverse siquiera a respirar, desesperada por oír el monótono sonido que indicaba que había línea.

Silencio.

T.J. pulsó el botón de encendido varias veces, pero no ocurrió nada.

—Tiene batería, pero no hay línea.

—No, tiene que haber línea. Tiene que haberla. —Meg le arrebató el teléfono de la mano y empezó a pulsar frenéticamente todos los botones—. Hay electricidad, así que el teléfono tiene que funcionar.

—Meg —dijo T.J., poniendo su mano sobre la de ella—. Meg, no da tono.

Meg no podía mirarlo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, lágrimas gruesas que no le dejaban ver. Lo único que podía hacer era mirar fijamente el auricular mientras la mano de T.J. ascendía por su brazo y rodeaba sus hombros. Estaban muy cerca de conseguir ayuda. Había dado por hecho que aquel estúpido teléfono inalámbrico podría haber sido su salvación, su conexión con el mundo exterior. El teléfono estaba cargado, encendido, devolviéndole la mirada como indignado, mostrándole el último número al que se había llamado desde allí…

Lawrence, John y Jean 360-468-2920

Meg se puso rígida.

—¿Cómo se llaman los padres de Jessica?

—¿Qué?

—Sus padres. ¿Cómo se llaman?

—Ehh… —T.J. sacudió la cabeza, intentando captar el sentido de lo que Meg le estaba preguntando—. Su padre se llama John. Y su madre…

—¿Jean?

—Sí, creo que sí —dijo, apartando su brazo—. ¿Cómo lo sabes?

Meg le lanzó el teléfono.

—Mira.

T.J. miró fijamente la pantalla digital durante un instante, y luego revisó el resto de llamadas que se habían hecho.

—Creo que este es el número de White Rock House —dijo—. Y parece que llamaron desde aquí… —se interrumpió, frunciendo el ceño en una expresión de máxima confusión.

—¿Qué?

Sus miradas coincidieron.

—Parece que llamaron a White Rock House ayer por la tarde.

El corazón de Meg retumbó en su pecho.

—¡Eso quiere decir que hay alguien aquí! —gritó—. Tiene que haber alguien en la casa. ¡Alguien que esté vivo!

Giró sobre sus talones varias veces, como si esperase encontrar a los Taylor preparando la cena en la cocina.

T.J. sacudió la cabeza:

—Meg, no creo…

—¡No! —repuso ella—. Hay alguien aquí. Solo tenemos que encontrarlo. —Su mirada se dirigió hacia la escalera. ¡Por supuesto! Debían de estar arriba, durmiendo o algo. Sin pensárselo dos veces, salió disparada escalera arriba.

—¡Meg, espera!

Pero ella no lo escuchaba. Subió los escalones de dos en dos, ansiosa por llegar a lo alto. Sabía que allí había alguien. Alguien que podría ayudarles. Tenía que haberlo. Tenía que haber alguien. Tenía que haber…

Meg no llegó siquiera a ver con qué tropezaba. Al alcanzar el rellano de la segunda planta, su pie dio contra algo grande y duro que había en el suelo. Perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el objeto. Aterrizó con medio cuerpo sobre él y el otro medio contra el suelo, y se golpeó la frente con la alfombra.

—Meg, ¿estás bien? —preguntó T.J., a solo unos escalones de distancia—. ¿Qué ha pasado?

Rodó sobre sí misma, frotándose la frente.

—Estoy bien. Solo he tropezado con… —Miró hacia atrás para ver sobre qué había caído.

Era un cuerpo. Un cuerpo enorme.

Kenny.

La cara de Meg estaba a escasos centímetros de la de Kenny. Muy cerca. El chico tenía los ojos cerrados, y la expresión de su rostro era pacífica. No estaba rígido y frío como lo había estado Lori, lo cual evidenciaba que no llevaba allí mucho tiempo. Y aunque Meg deseó poder creer que Kenny solo estaba descansando en el suelo, su cuerpo estaba totalmente quieto, inmóvil, no respiraba y tenía varias marcas rojas en la frente y las mejillas que brotaban desde su cráneo.

Meg se arrastró para apartarse del cuerpo, como si estuviera cubierto de serpientes venenosas. Muerto. Muerto. Kenny estaba muerto. Arañó sus ropas intentando desprenderse de cualquier rastro de muerte. Era demasiado. Todo aquello era ya demasiado.

—¡Meg! —T.J. la rodeó enseguida con sus brazos y le ayudó a incorporarse.

—No puedo soportarlo —sollozó—. No puedo soportarlo más.

T.J. le acarició el pelo.

—Lo sé, cariño. Lo sé.

Meg hundió el rostro en el hombro de T.J.

—Cuando he visto la llamada en el teléfono he pensado… he pensado…

—Lo sé —dijo él, en voz baja—. Pero, Meg, esa fue la llamada que contesté yo. La que se suponía que era del señor Lawrence.

Meg echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué?

—Sí. El registro de llamadas indica que esa llamada se realizó en el momento exacto en que recibimos la del padre de Jessica. O de alguien que pretendía ser el padre de Jessica, supongo. La conexión era bastante mala.

Meg se limpió las lágrimas de las mejillas.

—Fue el asesino.

—Sí.

Ambos miraron fijamente el cadáver de Kenny. Ninguno se inclinó para comprobar si tenía pulso. Ninguno tenía la menor intención de tocarlo.

Tenía el pelo de la nuca mojado. Al lado del cuerpo había un mazo negro, y Meg distinguió un mechón del pelo negro y rizado de Kenny pegado al metal. Alguien le había golpeado por la espalda. Probablemente, Kenny ni siquiera había visto quién le había atacado. Tal vez eso fuese algo bueno, el no ver cómo se aproxima la muerte. ¿Quizá así fuese más fácil? O, al menos, menos doloroso.

Un ruido repentino devolvió a Meg al terrorífico presente. Tanto T.J. como ella se quedaron petrificados. Se oía una especie de crujido, como el movimiento de una tela, procedente de una puerta entreabierta que había a su izquierda.

Meg contuvo la respiración. Nathan. Tenía que ser Nathan. Él había tenido la oportunidad de matar a Lori y a Vivian, y fácilmente podría haber puesto las nueces en la botella de agua de Ben. Y ahora Kenny. Todos ellos iban al Mariner; Nathan los estaba matando uno a uno.

Agarró a T.J. de la chaqueta.

—Nathan —dijo, sin atreverse casi a respirar. Intentó tirar de él hacia la planta baja—. Nathan es el asesino.

T.J. tenía algo distinto en mente. Se llevó el dedo a los labios y luego alcanzó con sigilo un gran candelabro de hierro que estaba en un aparador del pasillo. Lo levantó por encima de su cabeza mientras caminaba de puntillas hacia la puerta.

Meg fue tras él. No tenía claro por qué, pero sentía que debía estar allí, apoyarle en caso de que Nathan le atacase. Juntos, podrían detenerlo antes de que matase a nadie más.

T.J. la miró y Meg contempló cómo sus labios comenzaban a contar en silencio:

Uno.

Dos.

Tres.