Finalmente, la madre naturaleza se apiadó de ellos.
La lluvia había amainado cuando Meg y T.J. comenzaron a bajar las escaleras de piedra de White Rock House. La feroz tormenta había quedado reducida a una ligera, pero persistente, llovizna que empapó la coleta de Meg en cuestión de minutos, aunque eso era mucho mejor que el martilleo incesante y brutal que les había caído encima las últimas dos veces que habían salido de la casa, así que Meg agradeció la tregua.
No se produjo ninguna apertura mística entre las nubes por la que pudiera colarse la luz del sol. No tuvieron esa suerte. Un grueso manto de nubes seguía cubriendo la isla, a lo que había que sumar que se estaba yendo el sol y apenas había luz suficiente para ver el camino.
También el viento se había calmado. En lugar de vendavales, que podrían alcanzar la intensidad de los tornados, ahora era más una brisa juguetona que le revolvía el pelo a Meg. Las olas que habían barrido el istmo y arrancado el puente apenas rompían tranquilamente en la costa oeste de la isla, y aunque la franja de arena estaba prácticamente inundada y cubierta de maderos rotos y restos de la tormenta, al menos Meg y T.J. pudieron cruzar sin miedo de que el agua los arrastrara mar adentro.
Algunos pájaros revoloteaban entre la arena en busca de su cena y en lo alto varias gaviotas planeaban en círculos; acababan de salir de los refugios que habían encontrado para guarecerse de la tormenta. Había vuelto la vida a la isla, lo cual hizo que también Meg volviera a sonreír, aunque sin muchas ganas. También había regresado una cierta hermosura al mundo gris y empapado que la rodeaba. El aire, fresco y vigorizante, le llenaba los pulmones. Era un placer, al igual que el crujido de la arena y los guijarros bajo sus pies. Podía entender por qué gente como los Taylor y los Lawrence se habían construido casas en mitad de la naturaleza. Tras la tormenta, había vuelto una paz en cierto modo indómita, con la que la naturaleza recordaba que era ella quien estaba al mando y que solo ella podía patearte el trasero siempre que quisiera.
En otras circunstancias, Meg podría haber disfrutado de todo aquello.
Quería hablar con T.J., contarle lo del diario de Claire y de cómo ella podría estar de algún modo relacionada con White Rock House, pero él se mostraba distante, encerrado en sus propios pensamientos. Apenas la miró mientras avanzaban entre troncos de pinos que el temporal había empujado a la orilla. Así que optó por esperar. Tal vez encontrasen a Nathan y a Kenny en la casa, aguardando pacientemente a que llegase la Policía, entonces Meg podría entregarle el diario a las autoridades y olvidarse de él.
Caminaban por la zona más elevada del terreno, en el centro del istmo. Avanzaban despacio, aunque Meg se alegraba de estar ocupada, en lugar de esperar sentada que sucediese algo. Era un cambio; la idea de quedarse en White Rock House con los cadáveres, y los cambios de ánimo de Minnie, y las acusaciones de Kumiko… Cualquier cosa se le antojaba mejor que eso.
Mientras le ayudaba a superar un grupo de maderos cubiertos de algas que los hacían muy resbaladizos, T.J. se aclaró la garganta y le preguntó:
—¿Siempre es así?
—¿Quién?
Meg estaba tan ensimismada en sus pensamientos que necesitó un momento para comprender que T.J. no se refería a la madre naturaleza.
—Minnie.
—Oh, bueno…
—Quiero decir, Gunner me dijo que podía ser un tanto… cambiante. Pero me ha parecido hasta un poco psicótica.
Meg se enfureció. Por muy cierto que fuese, no le gustaba que nadie se refiriese a su amiga como a una «loca». Además, no era culpa de Minnie ser bipolar. Uno no escoge ser así. Y aunque su madre intentaba ignorar el hecho de que algo no iba bien con su hija, su padre en cambio se había asegurado de que la viera un terapeuta y le recetase los medicamentos adecuados. Incluso había mantenido una conversación privada con Meg sobre ello, en la que le había pedido que la vigilase y se cerciorase de que tomaba sus pastillas.
Nadie más lo sabía. Solo Meg. Y ella estaba dispuesta a proteger por todos los medios el secreto de Minnie.
—No es culpa suya —dijo, con tono firme.
T.J. se paró en seco y se volvió hacia ella:
—¿No es culpa suya que te trate como escoria? ¿Como si fueras su sirvienta o algo así?
Meg torció el gesto. T.J. había dado en el clavo, pero parecía no haberse dado cuenta porque no desistió en su interrogatorio:
—¿No es culpa suya el hecho de que no muestre ningún respeto hacia ti? ¿El hecho de que solo piense en sí misma?
Meg dejó escapar un suspiro.
—No siempre es así.
—Eso no es excusa. Ni para ti ni para ella.
—Tú no lo entiendes.
—Entiendo que Minnie no te respeta. Que espera que tú siempre estés a su lado, pero que no piensa devolverte el favor. Lo que no entiendo es por qué lo toleras.
—Mira, no puedo… —Meg se sonrojó. No podía decírselo. Le daba muchísima vergüenza. Había pensado que ella era la única que se había percatado del modo en que la trataba Minnie últimamente. Pero, al parecer, no era así.
—¿No puedes qué? —le preguntó T.J.
Meg abrió la boca para protestar, pero se contuvo. T.J. tenía razón, al menos hasta cierto punto. No es que Minnie fuese una mala amiga, solo que en muchas ocasiones era incapaz de ver más allá de su propio dolor y sus propias necesidades. Y eso, en parte, era culpa de Meg, porque se lo había consentido durante tanto tiempo que ya no sabía qué otro tipo de relación podría tener con ella.
—Tú mereces… —T.J. dio un paso hacia ella— algo mejor.
Meg levantó la vista para mirarlo directamente a los ojos. Solo vio en ellos tristeza.
T.J. sentía lástima por ella. Semejante idea le encogió el estómago. Era patético. Ella era patética.
—Tú no lo entiendes —repitió. Eso era cierto en muchos niveles distintos.
—Entonces, explícamelo.
Meg se apretó los ojos con las palmas de las manos. La presión le hizo sentir bien, le produjo una sensación de alivio frente al punzante dolor que comenzaba a formarse en sus sienes. Quería explicarle la enfermedad de Minnie y su lucha con los medicamentos y el tratamiento, y cómo eso la había cambiado desde el año anterior. Quería contarle cómo se había visto empujada a aquella función de cuidadora de Minnie, cómo los padres de la propia Minnie confiaban en ella para que vigilase a su hija, y que era precisamente para huir de ese círculo vicioso por lo que había decidido marcharse a la universidad lejos de allí.
—¿Qué? —dijo T.J., con tono cortante—. Venga. Explícame lo que no entiendo.
Meg bajó la mirada. Era un secreto de otra persona, no podía contarlo.
—No puedo.
—¡Maldita sea! —gritó él. Se apartó de ella y pateó una piedra del tamaño de una pelota de béisbol, que rodó por el sendero embarrado hasta impactar contra un leño—. ¿Por qué siempre la estás protegiendo?
Meg se puso firme.
—Eso no es asunto tuyo. —No le debía ninguna explicación. No le debía nada.
—Me preocupo por ti. Y eso hace que sea asunto mío.
Ahora era el turno de Meg de enfadarse. Y, por una vez, las palabras no quedaron atrapadas en su cabeza:
—¿Te preocupas por mí? ¿De verdad? Entonces, ¿cómo es que no he sabido nada de ti durante meses? ¿Cómo es que nunca te habías dado cuenta del modo en que me trata Minnie? ¿Cómo es que lo único que he sabido de ti es que has estado saliendo con todas las animadoras de aquí hasta la frontera con Canadá?
Ni ella misma podía creer que las palabras le hubieran salido con tanta facilidad. El miedo y el cansancio se estaban apoderando de ella.
T.J. le dio la espalda.
—Estaba cabreado.
—Sí, lo sé. Lo siento, ¿de acuerdo? Siento haber cancelado nuestra cita de aquella noche.
—¿Lo sientes?
—¡Claro que sí!
T.J. se giró y le asaltó con preguntas:
—Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué no saliste conmigo?
—Porque Minnie… —Meg se interrumpió.
Los músculos de la mandíbula de T.J. se hincharon.
—Minnie. ¿En serio? ¿Otra vez? ¿Qué diablos tiene esto que ver con ella?
—Ella está enamorada de ti —le soltó Meg. Uff. En vez de arreglarlo, lo estaba empeorando todo.
Esperaba que T.J. se escandalizara o se sorprendiese. Pero lo que hizo fue reírse.
—¿Qué es lo que te parece tan divertido?
—La única persona de la que Minnie está enamorada —dijo, calmándose— es de sí misma.
Meg estaba tan acostumbrada a defender a Minnie que no pudo controlarse:
—No hables así de ella.
—Ni siquiera sabe lo que es el amor, Meg. Para ella solo es un juego. Una forma de llamar la atención.
—¿Acaso tú sabes mucho del amor? ¿Tú y tus cuarenta exnovias?
Toda la tristeza y la simpatía de T.J. desaparecieron de su rostro y fueron sustituidas por una máscara de ira. Lo había hecho otra vez. Maldita sea, ¿qué era lo que le pasaba? Siempre que decía exactamente lo que pensaba, alguien terminaba enfadado.
—Será mejor que nos demos prisa —dijo T.J., sin expresión alguna en su voz—. Está oscureciendo.
—Sí —asintió Meg, apartándose de él—, es verdad.
Continuaron su camino en silencio.
La casa de vacaciones de los Taylor estaba construida sobre una base elevada de madera en un claro, al otro lado del istmo. Su arquitectura era completamente diferente a la de White Rock House. Un hogar moderno con una hilera de ventanas que daban al océano y que la noche anterior, cuando Meg la había visto desde la playa, brillaba y relucía llena de luces. Menos de veinticuatro horas antes había vida en aquella casa. Una luz encendida en cada ventana. Música atronando desde el interior. Ecos de risas y tintineo de cristales arrastrados por la brisa. Ahora, todo parecía completamente…
—Muerto —murmuró T.J., deteniéndose a los pies de la escalera de madera que llevaba a la puerta principal—. Este sitio parece que está muerto.
—Alucinante tu elección de vocabulario.
Pese a la tirantez existente entre ellos, T.J. se rio, pero fue una risa breve.
—Perdón.
—Puede que estén en la parte de atrás —dijo Meg, intentando mantener la esperanza. Tenía que haber alguien en la casa; de lo contrario, Nathan y Kenny habrían regresado ya.
T.J. hizo un esfuerzo por sonreír.
—Vamos a verlo. —Subió las escaleras y llamó al timbre.
El timbre sonó en el interior. Buenas noticias: fuera cual fuera el estado de la electricidad en la casa, algo sí funcionaba.
Malas noticias: esperaron lo que pareció una eternidad y la única respuesta a su llamada fue el silencio.
Manteniendo su optimismo habitual, T.J. volvió a pulsar el timbre. Al otro lado de la puerta, Meg pudo oír el eco electrónico retumbando dentro de la casa.
Notó que se le formaba un nudo en el estómago. Nada. Ni una voz, ni un grito, ni siquiera el ruido de pasos caminando por la casa. El único sonido que oía era el de los latidos de su propio corazón. Aquello no podía ser nada bueno.
T.J. puso su mano en el pomo de la puerta y presionó sobre el cerrojo.
La puerta emitió un ruido metálico y cedió. Esperó unos segundos y dijo:
—¿Hola?
No hubo respuesta.
Sin mirarse, Meg y T.J. se dieron la mano. La rabia y el rencor que había sentido hacia él momentos antes se desvanecieron en un instante. Había algo raro en la casa, fuera lo que fuese lo que iban a encontrar, lo descubrirían juntos. Respiraron hondo y entraron.
La casa estaba sumida en un silencio sepulcral. Y a oscuras. Aparte de la luz del sol, que estaba a punto de desaparecer, no había ningún tipo de iluminación. No solo eso, además hedía a humedad y a cerrado, como un almacén abandonado y viejo. Meg se estremeció. Aquella casa era aún más fría que White Rock House. No parecía que allí se hubiese celebrado una gran fiesta la noche anterior. Era más bien un mausoleo.
Cruzaron de puntillas el vestíbulo hacia la sala de estar, y Meg comprendió enseguida por qué el edificio estaba tan frío. Todas las ventanas estaban abiertas. Las cortinas, empapadas, ondeaban empujadas por la brisa. Bajo sus pies, la moqueta estaba encharcada y todos los muebles que había cerca de las ventanas estaban totalmente mojados.
—¿Qué pasa aquí? —susurró Meg. No sabía muy bien por qué había bajado la voz, pues no parecía que nadie pudiera oírla.
T.J. le apretó la mano más fuerte y respondió también en un susurro:
—No lo entiendo. ¿Dónde está todo el mundo?
De pronto, hubo un destello y se oyeron ruidos y movimiento. La estancia entera cobró vida. Todas las luces de la sala se encendieron: las que colgaban del techo, las lámparas de pie, los candelabros de pared. Incluso unas luces que simulaban un fuego en la chimenea. La habitación se llenó de una luz amarilla y cálida. Los ventiladores del techo se pusieron en marcha, girando a una velocidad tan endiablada que podían llegar a desprenderse de sus sujeciones y salir volando.
Los altavoces empezaron a sonar a todo volumen con una vibración que estuvo a punto de dejar a Meg sin aliento. Gritó, pero apenas pudo oír su propia voz con todo aquel estruendo. El volumen estaba al máximo, con los graves subidos, y Meg podía sentir que la música atravesaba todo su cuerpo. Parecía haber dos canciones sonando al mismo tiempo: una la tocaba una banda de jazz, con fondo de tambores y una estridente sección de metal que casi les reventaba los tímpanos; la otra parecía música de fiesta enlatada y acompañada de una conversación ininteligible y de cristales entrechocando. Una mujer se reía, con unas carcajadas enormes y molestas. Pretendía ser un sonido alegre, pero en aquella habitación sin vida provocó que un escalofrío recorriera a Meg de arriba abajo.
Quiso salir corriendo, pero sus pies permanecían clavados a la moqueta inundada.
T.J. soltó su mano y se cubrió los oídos mientras recorría la habitación con la mirada. Un instante después, se abalanzó hacia el aparato de música, situado en el otro extremo de la estancia, y bajó el volumen.
Inmediatamente, la música y el sonido ambiente de la fiesta se disiparon.
—¿Qué coño era eso? —resolló. Le faltaba el aliento, como si acabase de correr un kilómetro.
Meg temblaba de la cabeza a los pies.
—No…, no lo sé… —Ni siquiera era capaz de pensar con lógica, y mucho menos articular una idea razonable.
T.J. echó un vistazo a su reloj:
—Son exactamente las cinco en punto.
—¿Exactamente?
—Exactamente.
Meg sintió que su cabeza se aclaraba a medida que iba entendiendo lo que sucedía. Las luces, la música, la fiesta. Era todo falso. Todo.
—Oh, Dios mío. —Notó que el calor abandonaba su cuerpo—. Está programado.
—Eso significa… —empezó a decir T.J., haciendo una pausa para mirarla a los ojos, mostrando en los suyos el terror que se abría paso en su interior—. Significa que aquí no hay nadie.