Gunner se sentó en las escaleras, con Kumiko sobre sus rodillas.
—Nosotros no lo hemos hecho —dijo Gunner inmediatamente.
—¿Hecho? —preguntó T.J.
—Matarlo. K y yo no lo hemos hecho.
T.J. hizo un gesto con las manos para mostrar su incomprensión:
—Espera. Nadie ha dicho nada de…
—Ha sido un asesinato —le cortó Meg, sorprendiéndose a sí misma por lo calmada que sonaba su voz.
T.J. la miró de soslayo.
—¿Estás segura?
—Completamente —asintió Meg.
—¿Lo ves? —dijo Kumiko.
T.J. siguió mirándola, no parecía convencido.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—¿Cómo puedes tú no estar seguro? —le soltó Kumiko.
T.J. tardó un momento en contestar, y luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aceptando al fin el hecho de que las tres muertes ocurridas en la isla habían sido intencionadas.
—Exacto —dijo Kumiko—. Hay un asesino en la casa. Tenemos que largarnos de aquí.
Gunner le acarició el brazo.
—Estoy seguro de que los chicos encontrarán un teléfono.
—¿En serio? —dijo Kumiko, volviéndose hacia él—. Y ¿si uno de ellos es el asesino? Y ¿si lo son los dos?
—Espera —le dijo T.J.—. Podemos averiguar quién es. Lo único que necesitamos es pensar.
Tenía razón. Tres muertes. Si aceptaban que cada una de ellas era en realidad un crimen, deberían ser capaces de descubrir quién era el asesino.
—Cualquiera de nosotros podría haber matado a Lori —dijo Meg. Ni siquiera ella misma podía creer que aquellas palabras hubieran salido de su propia boca.
T.J. asintió.
—Cierto.
Gunner, sin embargó, negó con la cabeza:
—K estaba conmigo.
—Bien —dijo Meg—, quería decir «teóricamente». —No se sentía preparada para señalar a nadie. Conocía a Gunner desde el primer curso de instituto y le resultaba difícil verlo como un asesino que mata a sangre fría.
—¿Qué sacamos en limpio de eso? —dijo Kumiko—. Cualquiera podría haber matado a Vivian, también.
T.J. extendió su brazo para tocar a Meg.
—Meg y yo estábamos juntos. Podemos responder el uno por el otro.
Meg estaba a punto de contarles a Kumiko y a Gunner lo de la barandilla de la pasarela cuando la chica se echó hacia atrás y empezó a reírse.
—¿Qué? —le preguntó T.J.
—¿De verdad os creéis que eso va a colar?
Meg se enfureció. Era la primera vez en su vida que la acusaban de haber cometido un crimen. Y no le sentó nada bien.
—Es la verdad —repuso T.J.
—Tal vez —prosiguió Kumiko—. Pero ¿acaso no os defenderíais mutuamente? Igual que Gunner y yo. Podríamos estar los dos en el ajo.
—¡Eh! —exclamó Gunner—. ¿Qué dices?
—No estoy diciendo que seamos culpables —explicó Kumiko—. Solo estoy señalando algo evidente.
T.J. frunció los labios.
—Y ¿qué es?
—Eso, ¿qué es? —repitió Gunner,
—¿Qué es? —dijo Kumiko, con tono de sorpresa—. ¡Venga, ya! —Ladeó la cabeza y le lanzó a Gunner una mirada que decía «¿De verdad no lo pillas?»—. No podemos confiar en nadie.
—Y ¿si no es ninguno de nosotros? —intervino Meg.
—¿Qué quieres decir? —T.J. se giró hacia ella.
—Me refiero a que existe otra posibilidad.
—¿Quieres decir que crees que hay alguien más en la casa? —preguntó T.J.
—Eso no estaría mal, ¿no? —resopló Kumiko.
—He visto a alguien —dijo Meg— entrando en la casa por el patio trasero, justo antes de que Minnie encontrase la tercera raya en la pared.
—¿De verdad? —preguntó Gunner—. ¿Quién era?
Meg sacudió la cabeza.
—No sabría decir. Lo seguí por la puerta lateral que da al estudio y entonces…
—Eso es perfecto, ¿no? —la cortó Kumiko.
—¡Oye! —respondió Meg, cansada de que la señalaran con el dedo, harta de las acusaciones—. He visto a alguien.
Kumiko entrecerró los ojos y dijo:
—Seguro. Y luego, ¿como por casualidad, estabas en el vestíbulo cuando Minnie se puso a gritar?
—Para —le dijo T.J.—. No podemos empezar a acusarnos los unos a los otros.
—Me he leído El señor de las moscas —dijo Gunner. A Meg le sorprendió que hubiera llegado a terminar el libro—. No acaba bien.
Kumiko se levantó del regazo de Gunner.
—Tengo noticias para vosotros: ya estamos a mitad de nuestro particular señor de las moscas, chicos. Tenemos cadáveres amontonados, y no sé vosotros, pero a mí no me apetece ser la siguiente.
—¿Qué sugieres que hagamos? —le preguntó T.J. Meg percibió un tono de crispación en su voz. Apenas podía contenerse—. ¿Que nos metamos cada uno en una habitación y esperemos a que alguien venga a buscarnos?
Meg hizo un gesto en dirección a la habitación de Ben.
—Sí, porque eso siempre da buen resultado.
—¡No tiene ninguna gracia! —gritó Minnie. Estaba en el umbral del dormitorio, con una mano apoyada firmemente contra el marco de la puerta, como para sostenerse en pie, y la otra aferrando el pomo. Con un movimiento rápido de la muñeca, cerró dando un portazo y se fue directa hacia Meg—: Nada de esto me parece divertido.
—Por supuesto que no —dijo Meg—. Nadie piensa que lo sea.
Veía cómo los ojos de Minnie recorrían el hueco de la escalera e iban de ella a T.J., de T.J. a Gunner y de Gunner a Kumiko, y luego de nuevo a ella para después subir hacia la torre, al punto donde habían encontrado el cuerpo de Lori, y una vez más a Meg. Era una bomba de relojería. Su nuevo amor estaba muerto. Su exnovio iba de la mano de otra chica. Y estaba convencida de que a su antiguo amor le interesaba su mejor amiga. Había empezado Chernóbil.
—Tenemos que descubrir quién ha hecho esto —dijo Minnie—. Quién de vosotros lo ha hecho.
—¡Eh! —Meg estaba harta de verse incluida en la lista de sospechosos. Y aunque podía entender que alguien como Kumiko, que no la conocía mejor de lo que podía conocer a Charles Manson, podría no confiar en su inocencia, al menos sí esperaba que Minnie la creyese. ¿Era mucho pedir?
—Todo el mundo es sospechoso —dijo Minnie con una mueca.
Parecía claro que no estaba dispuesta a creerla.
—Mirad —terció T.J.—. Estoy seguro de que tiene que haber otra explicación.
—¿Como cuál? —quiso saber Kumiko. No hizo caso a la muda petición de Gunner para que volviera a sentarse sobre sus rodillas, apartó su mano y se apoyó contra la pared.
—Bueno… —T.J. miró a Meg. Parecía confuso, como si se hubiera quedado en blanco y esperase que Meg pudiera ayudarle a llenar los huecos vacíos. Minnie vio su gesto y emitió un sonido a medio camino entre un gruñido y un suspiro, para darles luego la espalda a ambos.
—Pues… —dijo Meg. Su mente comenzó a funcionar a toda velocidad—: Bien, para empezar, ¿y si Lori o Vivian mataron a Ben?
Vio que Minnie echaba la cabeza hacia atrás, pero no se volvió a mirarla.
—¿Cómo? —preguntó Kumiko.
—Las nueces estaban en su botella de agua —dijo Meg, encogiéndose de hombros—. Cualquiera podría haberlas puesto allí en cualquier momento. Quiero decir, todos presenciamos el incidente de anoche en la cena.
—¿Pero no crees que fue la misma persona? —preguntó T.J.—. ¿Que empezó con los frutos secos en la ensalada y luego tuvo que ponérselos en el agua?
—Tal vez —aceptó Meg. No estaba del todo segura de que su argumentación fuese convincente, pero ambas opciones cobraban sentido en cuanto a la motivación—. Las dos teorías son posibles.
Kumiko seguía sin dejarse convencer.
—Y ¿qué pasa con las otras?
—Ehh… —De acuerdo, Meg, piensa—. Si Lori intentó matar a Ben, ¿pudo suicidarse por los remordimientos?
T.J. cruzó los brazos sobre el pecho.
—Y ¿Vivian?
—Podría haber sido realmente un accidente —mintió Meg. Notó que T.J. ladeaba la cabeza hacia ella, pero no dijo nada para corregirla.
—Mmm —asintió Gunner—. Tiene sentido.
—Apenas —dijo Kumiko.
—O fue Nathan, o Kenny —siguió Meg.
—Mierda —soltó Gunner, aparentemente desilusionado—. Si uno de ellos es un asesino, está claro que no van a avisar a la Policía.
T.J. dio un respingo:
—¡Gunner, tienes razón!
—¿La tengo? —Gunner se apartó el pelo de la cara y mostró una sonrisa de confusión.
—Totalmente —aseguró T.J., echando un vistazo a su reloj—. Se fueron hace casi tres horas. Ya deberían estar de vuelta.
Eso hizo que Minnie se volviese hacia ellos.
—¿Crees que les ha pasado algo? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
T.J. intercambió una mirada con Meg antes de responder:
—Bueno, tal vez no. —Luego añadió, con una risa forzada—: Puede que solo estén dándose un buen banquete y se hayan olvidado de nosotros.
Meg recordó la cara de Kenny al descubir el cuerpo de Lori por la mañana. Dudaba mucho que ese chico estuviera disfrutando lo más mínimo aquel fin de semana.
—Solo hay un modo de saberlo.
¡Venga! ¿De verdad esas palabras habían salido de su boca? ¿Realmente estaba sugiriendo que cruzaran el istmo con aquel temporal?
—Ni hablar —dijo Kumiko, tan optimista como siempre—. Nunca lo conseguiríamos.
—Sí podríamos —repuso T.J. con convicción—. La tormenta ha amainado. Podríamos hacerlo.
Minnie retrocedió unos pasos para apartarse del grupo.
—Yo me quedo aquí. No me fío de nadie, de ninguno de vosotros.
—¡Minnie! —A Meg le resultó imposible disimular el dolor que sentía—. ¿De qué estás hablando?
—Sois unos mentirosos. Todos vosotros.
Meg la agarró por el brazo.
—Minnie, piensa lo que dices.
—Por favor. —Minnie se soltó de su mano y la miró con expresión severa—. Tú escondes más mentiras que cualquiera de nosotros.
—Vaya —musitó Kumiko. Se había colocado de nuevo al lado de Gunner, que ahora le acariciaba con la mano la cara interior del muslo—. ¿Cuánto tiempo saliste con ella?
Minnie tomó aire con fuerza.
—¿Qué has dicho?
T.J. se interpuso, para intentar que todos se mantuvieran concentrados.
—Deberíamos ir todos. Juntos. Si vamos en grupo estaremos más seguros.
—No, ni hablar —dijo Minnie, retrocediendo hasta la puerta del dormitorio de Ben—. Yo no voy a ninguna parte.
—¡Oh, venga! —exclamó Meg. Aquella escena se estaba haciendo insoportable, incluso para los parámetros a los que Minnie la tenía acostumbrada.
—¡He dicho que NO! —gritó su amiga. Se dio la vuelta, entró en la habitación y cerró con un portazo.
Kumiko meditó un instante, la mirada fija en la puerta del dormitorio y la confusión claramente visible en su rostro.
—Por mucho que odie admitirlo —dijo con suma lentitud—, creo que estoy de acuerdo con ella. Creo que deberíamos quedarnos aquí.
—Yo también —se apresuró a decir Gunner. Meg no tuvo claro si realmente estaba de acuerdo con Kumiko o no, y probablemente ni él mismo lo sabía.
—¿Estás seguro? —le preguntó T.J.
Gunner miró a Kumiko, que le dirigió un gesto de asentimiento.
—Sí —dijo Gunner—, lo estoy.
T.J. se encogió de hombros.
—Supongo que quedamos solo tú y yo, Meg.