Meg se sintió mareada. Había estado leyendo el diario de una compañera de clase que había muerto. Había notado algo familiar en el texto, algo que no podía identificar del todo, pero en ningún momento se le había ocurrido que perteneciera a alguien que ella conocía. Y no a cualquiera, sino a Claire Hicks.
El diario de Claire. La foto de Claire en su habitación. ¿Por qué? ¿Cuál era la conexión?
Se estaba poniendo el sol y la luz se retiraba rápidamente. ¿Cuánto tiempo llevaba leyendo? No era capaz de decir si habían sido dos minutos o dos horas. Tenía la impresión de que el tiempo se había detenido. El diario la había absorbido y aislado del resto del mundo.
Miró fijamente la cubierta negra y arrugada del cuaderno. No debería haber pasado de la primera página. Se sentía como si hubiera llevado a cabo un sacrilegio, casi como si hubiera traicionado a Claire de algún modo. ¡Y resultaba tan triste, tan infinitamente triste que Claire no hubiera tenido a nadie! Debía haber estado escribiendo sobre el instituto al que había ido antes de pasarse al Kamiak. Quizá precisamente todo aquel drama fuera la razón por la que se había cambiado al instituto de Meg.
Se sintió identificada con Claire. También ella había sido nueva en el instituto. La chica nueva que no le caía bien a nadie. A nadie excepto a Minnie. Le había resultado muy difícil hacer amigas, siempre que abría la boca era como estuviera ofendiendo a alguien. Había aprendido a mantener la boca cerrada.
Pero al menos tenía a Minnie. Claire no había tenido a nadie.
Claire Hicks. Tanto su fotografía como su diario habían acabado en la habitación de Meg. No era una coincidencia. ¿Había alguna relación entre Claire y lo que estaba ocurriendo en White Rock House?
Meg se puso en pie. Tenía que encontrar a T.J. Ahora. Tenía que contarle lo del diario y ver si a él se le ocurría alguna teoría sobre lo que estaba pasando. Dio un paso hacia el pasillo, pero se detuvo en seco.
Había visto algo con el rabillo del ojo.
Solo un movimiento, una mancha de oscuridad a través de las ventanas empañadas por la lluvia. Acto seguido oyó el sonido amortiguado de las pisadas de alguien que subía la escalera del patio, y luego la puerta chirrió al abrirse y se cerró de golpe.
Oh, Dios mío. Seguro que se trataba de Nathan o de Kenny, que habían vuelto de la casa de los Taylor. Habían encontrado a alguien y habían avisado a la Policía. ¡Por fin!
Corrió hacia la cocina. Esperaba ver a alguno de los dos entrando desde el patio, empapado por la tormenta. Pero allí no había nadie.
—¿Nathan? —llamó.
Se produjo un instante de silencio agónico, y luego Meg oyó unas fuertes pisadas que corrían por el lateral de la casa.
—¿Kenny?
Salió a toda prisa al patio. A la derecha estaba la puerta que daba a la parte trasera. A la izquierda, el patio daba a la cocina y al salón y luego giraba en ángulo recto hacia el otro extremo de la casa. El ruido de las pisadas se alejaba, y Meg podía sentir las vibraciones que producían en las tablas de madera del suelo.
—¿Chicos? —Corrió por el patio y dobló la esquina justo a tiempo para ver que una puerta se cerraba a lo lejos.
¿Qué estaba pasando? ¿Había otra entrada a la casa? ¿Por qué no habían entrado directamente por la cocina? Avanzó por el patio hacia aquella puerta y vio una chaqueta oscura tirada en el suelo, empapada y manchada de barro, parecía que quien se la hubiera quitado la había tirado de cualquier manera antes de salir corriendo. Un poco más adelante, un par de botas de agua, también tiradas por quien hubiera pasado por allí.
Meg se paró bruscamente.
¿Qué estaba pasando? Era obvio que alguien estaba corriendo de un lado a otro de la casa, pero ¿por qué? Meg pensó en las pintadas rojas y en la barandilla. ¿Y si estaba en lo cierto? ¿Y si ambas cosas eran intencionadas?
Eso significaría que alguien de los que estaban en la casa no era exactamente quien pretendía o lo que pretendía ser. Pero ¿quién?
No pudo contestar a su propia pregunta, pues un grito ahogado perforó el silencio de la tarde.
Echó a correr. Los gritos continuaban en el interior. Tiró de la puerta para abrirla, sin saber adónde llevaba ni qué podría encontrar al otro lado.
El estudio. El patio rodeaba toda la casa y conectaba con el estudio, situado junto a la escalera principal. Al atravesar la estancia, Meg apenas fijó los ojos en el gran bulto que formaba el cadáver de Lori, envuelto en las sábanas detrás de la mesa. Los gritos procedían del vestíbulo. Cruzó la puerta y salió trastabillando al pasillo, desde donde vio a Minnie, en mitad del vestíbulo, señalando con un dedo a la pared.
Una tercera barra.
Meg la agarró por los hombros y la obligó a volverse de espaldas a la pared.
—¿Qué ha pasado?
—No… no podía dormir —dijo su amiga. Tenía los ojos rojos e hinchados—. Así que bajé y… no sé. Quería asomarme afuera y ver si los chicos estaban de vuelta y entonces vi…, vi…
—¿Viste a alguien? —le preguntó Meg—. ¿Ha entrado alguien por aquí?
Minnie la miró, confundida.
—No, aquí no hay nadie. —Miró por encima del hombro de Meg, hacia el estudio—. ¿De dónde…?
—Pero alguien tiene que haber pasado por el pasillo —dijo Meg. Registró con su mirada el pasillo y el vestíbulo. No había ningún lugar donde esconderse. No había armarios, ni sitios en los que alguien pudiera agazaparse. Nada.
—Joder —dijo Gunner. Kumiko y él aparecieron en el pasillo.
—Si significa lo que las dos primeras significaban —dijo Kumiko—, entonces…
T.J. bajó corriendo las escaleras.
—¿Quién falta?
Meg miró a su alrededor, hizo un recuento, pero se interrumpió al sentir el abrupto cambio en la respiración de Minnie. Oh, Dios. Era Ben.
—¡NO! —gritó Minnie. Apartó de un empujón a T.J. y subió las escaleras a la carrera.
T.J. la siguió, y tras él fueron Kumiko y Gunner. Meg se quedó la última. Ella no corrió con la misma sensación de urgencia que los demás. Lo cierto era que le daba miedo lo que fueran a encontrar. Otro cuerpo, esta vez el nuevo amor de Minnie.
Se detuvo en el rellano que daba a la habitación de Ben. Los otros estaban dentro, pero ella esperó fuera, aterrorizada ante la perspectiva de lo que podría ver allí. En el ya frágil estado mental de Minnie, Meg no creía que pudiese soportar lo que iba a encontrar en aquella habitación. Una parte de ella quería que T.J. o Gunner se encargasen de lidiar con el inminente ataque de nervios de su amiga. Quería darse la vuelta y salir de aquella casa para no volver nunca.
—¡NOOOOOO! —gritó Minnie.
Mierda.
El sollozo de Minnie llenaba la estancia cuando Meg cruzó lentamente la puerta. Se sintió como una rea condenada avanzando hacia su sentencia. Kumiko se apoyaba en Gunner, con la cara hundida en sus brazos fornidos, y T.J. estaba junto a la cama, aferrando la columna del cabezal con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos.
—¿Quién ha hecho esto? —gritó Minnie—. ¿Quién ha sido?
Minnie estaba arrodillada en el suelo, en el lado opuesto de la cama, y acunaba la cabeza de Ben sobre su regazo. Estaba tumbado boca abajo, y lo único que Meg alcanzaba a ver era su pelo rubio despeinado. Tenía el brazo izquierdo extendido hacia su mochila, que estaba en el suelo, cerca de la ventana, como si hubiera intentado alcanzarla.
Minnie balanceaba su cuerpo hacia delante y hacia atrás.
—No es justo. No es justo.
Meg se agachó a su lado y le pasó un brazo por encima de los hombros. Minnie se estremeció.
—Esto no ha sido un accidente —dijo. Sonaba a acusación.
A pesar del pánico que se abría paso en su interior, Meg se esforzó por mantener la calma.
—Yo no he dicho que lo fuera.
—Alguien ha hecho esto. Alguien lo ha hecho a propósito.
T.J. se aclaró la garganta.
—¿Está…? Quiero decir…
—¿Muerto? —gritó Minnie, con los ojos húmedos—. ¿Asesinado?
Meg sintió un escalofrío al oír aquella palabra.
—Minnie, quizá haya sido… No sé.
—¿Un error? ¿Un accidente? —Minnie se apartó de ella—. ¿Tres muertes seguidas? ¿De verdad crees que puedes explicarlo?
No. No podía. Pero tampoco podía admitirlo ante Minnie, que estaba al borde de un ataque total. Su amiga agachó la cabeza y apoyó la frente sobre el pelo rubio de Ben. Meg pudo oír su llanto.
—Meg —dijo T.J., con la voz convertida en poco más que un susurro. Le indicó con un gesto que rodease la cama—. Ven y mira esto.
Se arrodilló al lado de la mesita de noche. Cerca de Ben había una botella de plástico tirada, cuyo contenido se había derramado por el suelo. T.J. se inclinó hacia delante y examinó el líquido.
—¿Ves lo que yo veo? —preguntó.
Meg se puso de rodillas para ver mejor el charco que se había formado. La luz que penetraba por la ventana era escasa, pero daba la impresión de que había pequeños trozos sólidos flotando en el líquido. Meg olisqueó el agua.
—Oh, Dios mío —dijo, echando la cabeza hacia atrás—. Huele a…
—Tarta de nueces —dijo T.J.
Meg se sentó sobre sus talones. Alguien, deliberadamente, había puesto nueces en el agua de Ben, del mismo modo que alguien debía haber añadido almendras a la ensalada a propósito. Si había dudado en creer que las muertes que estaban teniendo lugar en la isla no tenían que ser necesariamente accidentes, esa duda se evaporó en un instante.
Había estado todo el día intentado negar la evidencia. Quizá desde el mismo momento en que había llegado a la isla. Algo iba mal. Algo no cuadraba. Debería haber confiado en su intuición, haber hecho caso a su voz interior. Y ahora solo existía una explicación lógica.
Asesinato.
El pánico la invadió. Habían mentido a sus padres acerca de adónde iban. Dios santo, nadie sabía dónde estaban. Podían morir en aquella isla y nadie los encontraría jamás.
Miró a T.J. Tenía el ceño fruncido, como si le doliera algo. Había intentado mantenerse fuerte, asumir el papel de líder e intentar que se mantuviera la calma. Por eso quería que Meg no dijese nada sobre lo de la barandilla de la pasarela, para que los demás siguieran pensando que se trataba de una coincidencia. Pero ¿lo pensaba? Meg no estaba segura. Lo único que sabía es que ahora T.J. estaba asustado. Igual que todos.
T.J. se incorporó bruscamente, la agarró por los hombros y la obligó a ponerse en pie.
—No pasa nada, Meg. Lo prometo. Estoy seguro de que existe una explicación lógica para todo esto.
Más promesas. Más coincidencias. Esta vez no. Tenían la verdad delante de ellos.
—No, no la hay. —Le temblaba la voz, pero estaba convencida de lo que decía. Agarró a T.J. de la mano y tiró de él hacia fuera—. Tenemos que hablar.