«Debería acabar con todo ahora».
¿No era eso lo que Lori había escrito en su nota de suicidio? ¿Palabra por palabra?
Meg dejó caer el diario. De repente, le parecía peligroso. Fuera de lugar. Igual que todo lo demás que había en aquella casa.
Tal vez fuera solo una coincidencia. «Acabar con todo» debe de ser un sentimiento común en las notas de suicidio, y aunque la autora del diario no parecía que estuviera a punto de suicidarse, estaba claro que se intuía un cierto trastorno en ella. Así que sí, podía ser una simple coincidencia. ¿Verdad?
Meg sacudió la cabeza. Eran demasiadas coincidencias en un mismo fin de semana. ¿Cómo había ido a parar aquel diario a su habitación? ¿Otra coincidencia? ¿Como la de que la canción que sonaba en el DVD fuera la misma que aparecía en la hoja que Lori había utilizado para escribir su nota? ¿Y la barandilla rota?
No. No creía que lo fueran. Y T.J. también pensaba que había algo más que una mera serie de accidentes, o no le habría pedido que no le contara a nadie lo de la barandilla. Le preocupaba que todos sospechasen que ocurría algo raro y que se dejaran llevar por el pánico. Meg quería enseñarle el diario cuanto antes, pero no tenía ni idea de dónde se había metido. Mierda.
Necesitaba que él viera lo que ella estaba viendo. En algún lugar en lo más profundo de su mente, se había encendido una luz. Aquellos sucesos estaban relacionados. Tenían que estarlo. Y ella necesitaba saber por qué.
Volvió a abrir el diario y pasó a la siguiente entrada:
Está volviendo a pasar.
Me habían dicho que las cosas serían diferentes esta vez. Que podría empezar de cero. Tom me prometió que todo sería diferente.
Meg sintió que se le secaba la boca. Promesas que no se podían cumplir. De nuevo, lo que ponía el diario le resultaba muy familiar.
Sé que no he escrito nada en un mes, pero, arg, ha sido terrible. He tenido que salirme del coro. Fui a hablar con el director, como Tom me había aconsejado. Me dijo que tengo una voz realmente bonita, pero que espera que sus solistas canten lo que está escrito. Y mi interpretación de la canción fue demasiado libre.
Sentí como si alguien me hubiera dado una patada en el estómago. Mi «amiga». Sí, vaya amiga. Fue ella la que me dijo que improvisase, que me saliera de lo que marcaba el texto. Me mintió para que no consiguiera el papel. Pensaba que era mi amiga.
Intenté explicarle al director que había sido un malentendido, pero en lugar de escucharme, se puso furioso. Muy furioso. Delante de todos los miembros del coro. Me dijo que si yo tenía algún problema con su decisión, era libre para marcharme.
Todos me miraban. Quería que me tragase la tierra. Y ¿cómo podía quedarme en el coro después de eso? Ahora nunca cantaré y El Chico nunca me amará. Todo por culpa de ella.
Fui a plantarle cara durante el almuerzo, pero ni siquiera se dignó a mirarme. Como si no me viera allí, delante de ella. Simplemente me ignoró. En ese momento, ya no pude evitarlo. Empecé a llorar allí mismo, en la cafetería. Ese capullo de educación física estaba sentado en la mesa detrás de mí y comenzó a hacer como si estuviera llorando, «Buah, buah, buah. Pobrecito bebé». Cuando lo miré me gritó: «¡A la hoguera, friki!», y él y todos sus amigos se echaron a reír. Fue una pesadilla.
Pero intentaré olvidarme de todo ello. Aún tengo el equipo de debate, así que voy a concentrarme en eso.
Quizá entonces El Chico se fije en mí.
Primero el coro, luego el equipo de debate. Parecía completamente desesperada por sentirse querida y parte de un grupo. Un sentimiento que Meg podía comprender de sobra.
En séptimo, cuando Meg era la chica recién llegada, siempre acababa diciendo algo equivocado en el momento más inoportuno. Nadie entendía sus bromas. Los chicos de su colegio de Nueva York sí las entendían, pero en Seattle, de repente se había convertido en un bicho raro. No se vestía de la forma adecuada ni caminaba como los demás. Había conocido a Minnie en clase de educación física y a través de ella había más o menos contactado con el grupo de amigas de Jessica Lawrence. Un día, Jessica había dibujado una línea en la arena: Meg era un bicho raro, y Minnie tenía que escoger entre ellas o Meg.
En una decisión que a día de hoy todavía le sorprendía, Minnie la eligió a ella.
Meg cerró con fuerza los ojos, en un intento de relegar aquellos dolorosos recuerdos a lo más profundo de su mente. Era una deuda que nunca podría pagar. Minnie había sido su única amiga en un momento en el que necesitaba desesperadamente tener al menos una, y por eso había rechazado a T.J.
Todo aquel asunto le revolvía el estómago. Los Ángeles. Se iba a Los Ángeles para comenzar de nuevo. Al menos ella tenía esa opción, no como la autora de aquel diario, atrapada en un instituto sin amigos ni aliados.
Meg pasó la página.
¡Me ama! No me lo puedo creer.
Estaba en el comedor y un chaval de mi clase de álgebra se me acercó. No me había dado cuenta, pero es el mejor amigo de El Chico. Me preguntó qué iba a hacer después de clase, porque El Chico quería invitarme a tomar un café.
¡OH, DIOS MÍO! Me puse a temblar por el entusiasmo y los nervios.
El Chico sabe quién soy. ¡Se ha fijado en mí!
Así que nos vimos para tomar café y resulta que es SUPERDULCE y SUPERSIMPÁTICO. Me dijo que se había fijado en mí en clase de español, pero que era un poco tímido. Hablamos del instituto y de las clases y admitió que está teniendo problemas con el álgebra, yo me ofrecí a darle clases particulares. ¡Pareció tan sorprendido y feliz! Así que ahora quedaremos después de clase todos los días…
*Suspiro de felicidad*. Yo sabía que él me amaba. Lo sabía. Puedo hacerle feliz. Puedo hacerle mejor de lo que es. Todas esas chicas que siempre revolotean a su alrededor en realidad no lo conocen. Pero yo sí. Ellas no significan nada para él. Y nosotros tenemos una conexión que nadie más puede entender.
Meg se ruborizó. Recordaba haber escrito durante el verano en su diario lo que pasó una noche que desearía poder olvidar. Minnie se abalanzó sobre T.J. en una fiesta y, a medida que la noche avanzaba y todos estaban cada vez más borrachos, la actitud de Minnie pareció dar frutos. Lo siguiente que Meg supo fue que todos comentaban que T.J. y Minnie se habían ido juntos a una de las habitaciones de arriba.
Recordó el pánico que sintió al saber que el chico a quien amaba estaba arriba enrollándose con su mejor amiga. Nunca había creído que T.J. se liaría con Minnie. Pensaba que lo conocía lo suficiente.
Pero al parecer no era así.
Nunca le preguntó a Minnie qué había ocurrido y esta nunca le contó los detalles. Solo le dio algunas pistas. Pero no podía olvidar el dolor, siempre recordaría lo que sintió esa noche mientras vertía su alma en su diario. Tenía que protegerse a sí misma contra aquel dolor, para no volver a sentirlo nunca. Y quizá por ese motivo rechazaba a T.J. una y otra vez…
Le enfurecía que T.J. se mostrase tan cercano a ella y que, a la vez, fuese incapaz de verla tal y como ella quería. Lo mismo que le sucedía a la autora del diario, aunque para ella, al menos, las cosas parecían funcionar con El Chico.
No sé qué ha pasado.
Iba bien. Todo iba bien. Le estaba dando clases casi todos los días. Me estaba esforzando de verdad en el grupo de debate. Empezaba a sentirme bien otra vez después de lo del coro. Confiada. Y de pronto todo se derrumbó.
La presidenta del equipo de debate se me acercó el lunes, el día antes de nuestra reunión más importante del semestre, y me dijo que todos habían votado y que pensaban que debía dejar el equipo.
¿DEJAR EL EQUIPO? Le respondí que no era justo, pero me soltó que tenía que pensar en el bien común, porque el equipo sería mucho más fuerte sin mí.
Le dije que no quería dejarlo, que era lo único con lo que disfrutaba en el instituto. Entonces cambió de actitud. Me dijo que si no dejaba el equipo «lo lamentaría» y que era capaz de hacerme la vida imposible.
Se lo conté a El Chico mientras le daba clase de álgebra. Me dijo que no me preocupase. Que lo tenía a él, así que ¿a quién le importaba el equipo de debate? Tiene razón. Tendría que contentarme con lo que tengo. Pero me daba rabia esa puñalada trapera… Arg. No importa. Estoy intentando superarlo.
Sin embargo, hay otra cosa que me preocupa. El Chico me ha pedido que haga algo. Me ha dicho que si de verdad lo quiero, le ayudaré, porque si no lo hago será como si le disparase en el corazón.
Quiero hacerlo, pero… No sé. Me parece que no está bien si…
Meg pasó a la siguiente página, ansiosa por saber qué era lo que El Chico quería que hiciera, pero descubrió que faltaban varias páginas, como si las hubieran arrancado. La página siguiente comenzaba a mitad de una frase:
… viene este fin de semana. Lo prometió. Él sabrá qué hacer. Cuida de mí, y siempre me siento mejor cuando está aquí.
Justo debajo de ese texto había una fotografía. Era en color, impresa con poca calidad y en papel normal, y estaba pegada a la página del diario. Era una chica con el pelo largo y negro, recogido con una pinza que llevaba un adorno de flores. Estaba sonriendo, aunque no se trataba de una sonrisa resplandeciente y amplia. Era más bien una sonrisa forzada. Pero, definitivamente, era una sonrisa de felicidad, y sus ojos azules formaban unas pequeñas arrugas en sus extremos. Llevaba puesto un abrigo de invierno, y se veía una mano enguantada sobre su hombro, como si alguien estuviera de pie a su lado. Pero habían cortado la cara de esa otra persona junto con la esquina de la página a la que estaba pegada la foto.
Debajo de la imagen, escrita en letras mayúsculas de reducido tamaño que no parecían cuadrar con el resto del diario, había una especie de cita:
PARA EL MOMENTO EN QUE SUS PIES RESBALEN.
Extraño. Y totalmente aleatorio. No tenía ningún sentido.
¿O sí lo tenía? Había algo familiar en todo aquello, en lo que se relataba en el diario, en esa cita aparentemente arbitraria y en la chica. Especialmente en la chica, pero Meg no conseguía reconocerla. Sin embargo, la conocía de algo, ¿verdad? ¿O la confundía con otra a la que se parecía? Había algo muy diferente en ella. ¿La sonrisa? ¿Los ojos? ¿El pelo?
El pelo. Los ojos de Meg se abrieron como platos. Imaginó aquel mismo rostro con el pelo sucio y descuidado cayéndole por delante, y de repente supo quién era. Claire Hicks.
Cerró el libro con un golpe seco. Mierda.
Estaba leyendo el diario de Claire Hicks.