DIECINUEVE

Un pequeño fuego crepitaba en la chimenea, convirtiendo el salón en la estancia más cálida de la casa. El sofá más grande y algunas sillas estaban delante del fuego, y todos se encontraban allí sentados, hablando. Meg entró en silencio y se quedó cerca de la ventana, con el deseo de que nadie reparase en ella.

—¿Y nadie ha visto nada? —preguntó T.J. Estaba apoyado contra una estantería, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Minnie se recostó en el sofá al lado de Ben.

—Nosotros —dijo, enfatizando el plural— estábamos juntos en la torre. No hemos visto nada.

—Vosotros estábais ahí fuera —dijo Nathan. A Meg no le gustó nada su tono acusador.

—Estábamos en el embarcadero —repuso T.J.—. Desde allí no puede verse el sendero.

—¿Qué había que ver? —intervino Kumiko—. Vivian resbaló y se cayó. Fue un accidente.

—Me da igual —dijo Nathan—. Estoy harto de estar aquí sentado hablando de ello.

—Y ¿qué sugieres que hagamos? —le preguntó T.J.

Nathan comenzó a mover la pierna furiosamente arriba y abajo.

—Creo que deberíamos intentar cruzar a la isla en lugar de quedarnos esperando a que ocurra otro «accidente».

La forma en la que pronunció la palabra «accidente» hizo que Meg se estremeciese. ¿También él sospechaba que sucedía algo más?

—¿Qué es lo que quieres hacer? —preguntó Kumiko—. ¿Cruzar a nado?

—La tormenta ha amainado un poco —intervino Kenny—. Podríamos conseguirlo.

Ben negó con la cabeza.

—¿No visteis las olas que rompían contra la playa? Arrancaron el puente. No hay forma de que podamos cruzar.

—No tenemos por qué ir todos —insistió Kenny—. De hecho, no deberíamos ir todos.

—¿Qué significa eso? —T.J. se incorporó.

—T.J. —le soltó Nathan—, ¿es que eres corto?

—No, soy el chico negro. Lo que significa que debería sentirme agradecido por seguir aún con vida, ¿recuerdas?

—Solo fue una broma, tío —dijo Nathan, sin dejar de mover la pierna.

Gunner echó su silla hacia atrás.

—Una broma sin gracia.

Nathan imitó su gesto.

—No es culpa mía que tú y tu novio no tengáis sentido del humor.

—¿Ahora has pasado a las bromas sobre gays? —repuso T.J., apretando los puños—. ¿Racista y homófobo? —Le hizo un gesto a Kenny y le dijo—: ¿Cómo puedes ser amigo de este tío?

Kenny se levantó del sofá.

—Da la casualidad de que lo soy.

Kumiko se abalanzó para ponerse entre los dos.

—Dios mío, ¿qué narices os pasa, tíos?

Nathan no parecía dispuesto a rectificar.

—Y ¿esas pintadas en la pared? No han aparecido ahí por arte de magia.

La habitación quedó sumida en el silencio. Todos lo habían pensado, pero Nathan fue el primero en decirlo en voz alta. No había nadie más en la casa. Uno de ellos había pintado aquellas rayas en la pared.

—¡Escuchad! —exclamó Kenny, lanzando una patada contra el sofá con tanta violencia que Meg se sobresaltó—. Uno de nosotros es un capullo. Y yo no pienso quedarme sentado y esperar a ver qué es lo próximo que ocurre.

El comportamiento de Kenny había cambiado por completo desde el suicidio de Lori. La primera noche parecía un gigante dulce y amable que apenas hablaba y sonreía mucho. En un día se había transformado en una bomba de relojería.

—Exacto —asintió Nathan, y volvió a sentarse—. Así que disculpadnos si no queremos que todo el mundo se venga con nosotros —al decirlo, miró intencionadamente a Meg.

Meg abrió la boca para protestar, pero T.J. se le adelantó:

—Ella es la que descubrió que la pintura había desaparecido del barco. ¿Por qué iba a hacerlo si es la responsable?

—Puede que esté intentando despistarnos.

—Las pintadas no son cosa suya —dijo T.J., con los dientes apretados.

—¿Ah, no? —bufó Nathan. El movimiento de su pierna era tan frenético que Meg podía incluso sentir la vibración del suelo—. ¿Y qué se supone que tenemos que hacer, aceptar su palabra?

T.J. se irguió, cuadró los hombros y sacó pecho.

—La suya y la mía.

Meg miró a Minnie, deseando que su mejor amiga interviniese y apoyase su inocencia. Pero, en vez de eso, Minnie tenía la mirada fija en la mesa de centro.

—Discúlpadme si considero que eso no es suficiente —dijo Nathan, y se levantó de nuevo—. Kenny y yo nos vamos a la otra casa. Solos.

—Haced lo que os dé la gana —respondió T.J.—. Buena suerte.

Nathan y Kenny abandonaron la sala sin decir una sola palabra más.

—Eso ha sido de un dramatismo ridículo —sentenció Kumiko.

—¿No deberíamos intentar detenerlos? —preguntó Meg—. Nunca lo lograrán.

Ben se puso en pie y estiró los brazos por encima de su cabeza, desperezándose.

—Estoy seguro de que podrán hacerlo. Cuanto antes podamos contactar con la Policía, mejor. —Luego se dirigió a Minnie, le puso una mano en el hombro y le dijo—: ¿Por qué no descansas un poco? Ha sido un día muy largo.

Minnie dio un respingo, como si Ben la acabase de despertar. Se levantó sin ni siquiera hacer un mero gesto de asentimiento o una sonrisa y salió con él del salón.

Meg estaba preocupada. No era propio de Minnie mostrarse tan tranquila, tan estoica. Su comportamiento habitual era el que había presenciado aquella mañana: un ataque de nervios seguido por un episodio de narcisismo ligeramente dramático. Así que aquella reacción resultaba llamativa.

—Minnie, espera —le dijo, corriendo tras ellos. Alcanzó a su amiga a los pies de la escalera—. Oye, ¿estás bien?

Minnie le dedicó una mirada fugaz.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Ehh… —¿Acaso Meg era la única que recordaba su épico ataque de dos horas atrás, cuando Minnie había destrozado literalmente su habitación mientras buscaba sus medicinas? Ben estaba unos escalones más arriba, y era el único que podía oírlas—. Bueno, ya sabes. ¿Sin tus pastillas para la ansiedad? Me preocupa que todo lo que ha sucedido hoy haya sido…

—Estoy bien.

—Oh.

Era la primera vez que decía eso. En seis años de amistad, Meg había sido siempre la única persona a la que Minnie se había confiado. Y por mucho que hubiesen empeorado sus cambios de humor durante los últimos dos años, Meg estaba acostumbrada a ese papel, a ser el hombro en el que su amiga podía llorar. La persona que podía solucionarlo todo. Hacerlo cada vez mejor. Ese era el guión que siempre seguía. Quizá no fuera la más saludable de las relaciones, pero era la norma por la que ambas se guiaban, y había algo en todo ello que hacía que Meg se sintiera cómoda. Y ¿ahora esto? Tenía que deberse a la falta de pastillas. Tenía que ser por eso.

Alcanzaron el rellano del segundo piso y Ben entró en su cuarto. Minnie continuó subiendo hacia la torre, pero de pronto giró con brusquedad.

—Voy a echarme una siesta —dijo, con total naturalidad—. Necesito estar un rato sola. —Giró otra vez sobre sus talones y subió la escalera de dos en dos, desapareciendo en la habitación de la buhardilla antes de que a Meg le diera tiempo a hacerle alguna otra pregunta.

—Oh, vale —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

Se quedó allí, en mitad de la escalera, durante unos instantes. Estar sola era la peor pesadilla de Minnie. Su kriptonita. Su talón de Aquiles. Si presentía un episodio de depresión, Minnie llamaba a Meg a cualquier hora del día o de la noche, pidiéndole que se quedase al teléfono durante horas porque tenía miedo de sentirse sola. Y ahora, en medio de aquella pesadilla, ¿quería estar sola? De todas las cosas extrañas que habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas, esa ocupaba la primera posición de la lista.

Lentamente, se dio la vuelta y regresó abajo. ¿Era ella? ¿Era ella la leprosa social de la casa? Nathan y Kenny pensaban que estaba detrás de las pintadas de la pared. T.J. había desaparecido. Minnie no quería estar con ella en la misma habitación… Pues muy bien, a la mierda.

Se detuvo a los pies de la escalera. ¿Adónde iba? En el estudio había un cadáver. En el vestíbulo estaban las siniestras rayas rojas y no quería que nadie la viera cerca. Una parte de ella quería subir a la segunda planta y encontrar a T.J., o a Kumiko y a Gunner, por el simple hecho de tener compañía.

Necesitaba hacer algo, ocupar su tiempo de algún modo. Su mano se deslizó al interior del bolsillo de su chaqueta y tocó la cubierta gastada del diario. O podía también encontrar algún lugar tranquilo y descubrir qué había exactamente en aquel cuaderno.

La tentación era demasiado grande. Se dirigió a la sala de estar.

La estancia estaba fría y a oscuras. El fuego casi se había apagado, cuando intentó reavivarlo solo brotaron unas pocas chispas anaranjadas entre las cenizas. No quedaban leños en la cesta, así que tuvo que conformarse con el resplandor tenue de las brasas, que apenas iluminaba la penumbra de la habitación. No era luz suficiente para leer. Con lo cual, pese al frío, se sentó en el banco de la ventana, donde al menos había algo de luz natural.

Con un pequeño escalofrío, provocado por la baja temperatura o por los nervios ante lo que se disponía a hacer, no estaba segura, abrió el diario.

Sabrán cuando me haya ido el desastre que provocaron. ¿Lo lamentarán? No lo sé. Pero por lo menos sabrán que fueron ellos quienes provocaron esto. Fue culpa suya y algún día lo pagarán.

Todos ellos.

Joder. ¿Qué demonios era aquello? El texto estaba escrito con tinta negra y letra irregular y estaba emborronado en puntos en los que el papel aparecía ligeramente arrugado, como si hubieran caído gotas de agua sobre la página. ¿Lágrimas, tal vez? Meg pensó en todas las lágrimas que ella misma había derramado mientras escribía ciertos fragmentos de su diario y pudo imaginarse al autor de aquel otro diario en la misma situación.

Resultaba difícil saber si lo habían escrito recientemente o hacía años, incluso décadas. Y seguía sin aparecer ninguna prueba de la identidad del autor.

Una vez más, Meg pensó que debería cerrar el cuaderno, dejarlo en el banco de la ventana y marcharse. Debería hacerlo. Pero, sin embargo, se sentía obligada a continuar leyendo, pese a las advertencias del autor. Estaba totalmente atrapada.

No obstante, no debía hacerlo, y ella lo sabía. Aquellos eran los pensamientos privados de alguien, y cuando lees los pensamientos privados de otros…, bueno, las consecuencias podían ser horribles. Meg pensó en lo que Minnie, T.J., o incluso Jessica Lawrence, pensarían si leyeran lo que había anotado en su diario. Igual que en su propia vida, había muchas cosas que era mejor que permanecieran ocultas.

Esa era precisamente la razón por la que tenía un diario.

Y, sin embargo, en cierto modo, su diario era la cosa más concreta que había en su vida. Era totalmente real y auténtico, el único lugar en el que siempre podía mostrarse como era en realidad, donde siempre podía decir exactamente lo que quería, cuando quería. Nunca se mordía la lengua, nunca le vencía la timidez, nunca se sentía insegura.

Debería haber dejado a un lado aquel diario.

En vez de eso, pasó la página.