DIECIOCHO

Meg no sabía con seguridad cuánto tiempo llevaba allí, en el vestíbulo, mientras a sus pies se acumulaban pequeños charcos embarrados. Apenas podía recordar por qué estaba allí. Toda su atención se centraba en las dos rayas paralelas que había en la pared. Dos rayas. Dos cadáveres. No había posibilidad alguna de que se tratase de una coincidencia.

Pero ¿qué significaban? Alguien estaba jugando con ellos, era obvio. Estaba intentando asustarlos. Con un sentido del humor enfermizo. Probablemente solo fuera una broma que coincidía por casualidad con el accidente de Vivian. O…

El estómago le dio un vuelco. O alguien más sabía que Vivian estaba muerta.

—¿Estás bien?

Meg volvió bruscamente a la realidad y descubrió a Nathan en el umbral del pasillo con un sándwich de pavo a medio comer en la mano.

—¿Habéis encontrado una radio? ¿Dónde está T.J.? ¿Quieres un poco de sándwich? Está bastante bu… —Se interrumpió a mitad de palabra cuando sus ojos vieron lo mismo que Meg—. ¿Qué es eso? —rugió. Dejó caer el sándwich al suelo y cruzó la estancia para acercarse a las barras pintadas en la pared—. ¿Qué coño has hecho?

—¿Yo? —musitó Meg. ¿De qué diablos estaba hablando?

Nathan se giró hacia ella y la miró a la cara.

—Antes solo había una barra, ahora hay dos. ¿Te crees que es gracioso eso de hacer que se parezcan a las que salían en ese estúpido vídeo?

Meg se apartó de él.

—Yo no lo he hecho.

—¡Gente! —Nathan se asomó al pasillo y volvió a gritar—: Bajad todos, ¡ahora!

Kumiko y Gunner fueron los primeros en llegar, seguidos por Kenny, los tres salían de la sala de estar. Ben y Minnie bajaron tranquilamente por la escalera.

—¿Por qué está todo el mundo gritando? —preguntó Minnie, soltando un bostezo.

—Es ella —dijo Nathan, y señaló a Meg con el dedo—. Lo ha hecho ella.

—¿Ha hecho qué? —preguntó Kumiko.

Nathan hizo un gesto con la cabeza hacia la pared y todos fueron entrando al vestíbulo.

—Yo no he hecho nada —dijo Meg. Sintió que seis pares de ojos se clavaban en ella y deseó con todas sus fuerzas que T.J. estuviera allí—. Acabo de entrar y lo he visto justo antes de que viniera Nathan.

—Esa barra no ha aparecido ahí por sí sola —dijo Kenny, poniéndose de parte de su amigo.

Kumiko no resultó tan fácil de convencer.

—Entonces, ¿dónde está la pintura? Si hubiera acabado de hacerlo ella, todavía tendrá una brocha, o una lata de pintura, o algo.

—Ha podido esconderlos después de usarlos —dijo Nathan, sin rendirse.

—Y ¿por qué iba a volver a la escena del crimen, idiota? —quiso saber Ben—. ¿Solo para confundirte?

—Bueno… ehh… —Pobre Nathan. Estaba claro que no lo había pensado.

—Además —continuó Ben, poniéndose detrás de Meg y señalando con un gesto ostensible el rastro de suciedad y agua que había dejado al entrar en la casa—. Está chorreando y cubierta de barro. Se ve claramente que sus pisadas acaban justo donde está ahora. No ha llegado a acercarse a la pared.

Meg sintió ganas de darle un abrazo.

—Supongo —gruñó Nathan, aunque su voz mostraba que no estaba en absoluto convencido.

—Espera —dijo Kenny, mirando a los demás—. ¿Dónde está Vivian?

—¿Y T.J.? —añadió Minnie.

Mierda. El miedo que Meg había sentido antes por tener que contarles a todos lo de Vivian había aumentado por culpa de aquella segunda pintada.

—Ha… —empezó. Miró una a una todas las caras que tenía delante. ¿Cómo reaccionarían? ¿La culparían a ella?—. Ha habido un accidente.

Para cuando Meg guio al resto del grupo ladera abajo, T.J. había conseguido cubrir bastante bien el cuerpo de Vivian. Había asegurado la lona con algunas piedras y había doblado los laterales para engancharlos debajo del madero sobre el que había caído Vivian. Nathan y Kenny insistieron en ver el cadáver, Meg no tuvo claro si era porque no se creían que estuviera muerta o no se creían que hubiera muerto como resultado de un accidente. Fuera cual fuera la verdadera razón, los dos descendieron por la ladera embarrada y T.J. apartó la lona para que lo vieran. Desde donde estaba, en la pasarela, Meg no podía ver el cuerpo, pero los rostros descompuestos y horrorizados de los chicos le dejaron bien claro lo que estaban viendo.

Fue la última en subir de vuelta a la casa. Se quedó voluntariamente algo relegada, sin querer participar en la inevitable conversación que discurría delante de ella. Las muertes, las barras rojas en la pared, el hecho de estar aislados del mundo. No necesitaba oír todo eso otra vez. Hasta la lluvia era preferible.

De nuevo se detuvo en el lugar donde Vivian debía haber perdido el equilibrio y caído al vacío. Era una muerte carente de sentido, que fácilmente podría haberse evitado. Dirigió la mirada a la barandilla. De no haber sido por la lluvia, o porque la madera era muy vieja, nada habría ocurrido. La barandilla debía de haber estado podrida para ceder así. Sin pensar lo que hacía, se inclinó para examinarla.

Mientras que el lado por el que Vivian había caído estaba astillado por el impacto de su cuerpo, el otro, el punto exacto en el que la pasarela giraba, presentaba una rotura limpia de arriba abajo, como si la madera se hubiera partido en dos. Había una ranura vertical que atravesaba casi por completo la viga. Un corte limpio hecho a propósito.

Como si alguien lo hubiera realizado con una sierra.

Alguien había cortado la barandilla intencionadamente.

Meg retrocedió. Parte de su ser quería contarle a los demás su descubrimiento, pero ¿la creerían? Nathan todavía estaba convencido de que había sido ella quien había pintado la segunda barra en la pared, y si aquel descubrimiento significaba lo que ella pensaba que significaba…

—¿Estás bien?

T.J. estaba en la pasarela que quedaba por encima de ella. Meg le hizo gestos para que se acercase.

—Mira esto.

T.J. se unió a ella con cuidado de no resbalar.

—¿No es este el mismo punto donde estuviste tú a punto de caer?

—Sí —confirmó Meg, y luego señaló la barandilla rota—. Y mira esto.

T.J. se agachó y miró con atención la madera astillada.

—Vivian debió resbalar también, solo que no había nadie con ella para agarrarla. Qué horror.

—Pero mira —dijo Meg, pasando el dedo sobre el corte que había descubierto—. No ha sido un accidente.

Los dedos de T.J. rozaron los de Meg cuando él también tocó el corte vertical.

—¿Crees que alguien ha hecho esto a propósito? —preguntó, después de una breve pausa.

—¿Que si lo creo? —Meg se puso nerviosa, con miedo a decir claramente lo que pensaba.

—Aún así podría seguir tratándose de un accidente —dijo T.J., con los ojos fijos en la barandilla—. Puede que alguien haya estado reparando la pasarela y se olvidase de acabar esta parte.

—¿Crees que deberíamos contarlo?

T.J. se irguió con brusquedad. Miró hacia la lona que cubría el cadáver de Vivian y luego hacia la casa. Finalmente, volvió a mirar a Meg.

—Todavía no —dijo—. Vamos a esperar a ver qué ocurre, ¿de acuerdo? Creo que todo el mundo está muy nervioso, y esto podría empeorar las cosas.

—De acuerdo. —Tenía razón, por supuesto. Después de ver la reacción de Nathan con la segunda pintada, estaba segura de que la acusaría también a ella de haber cortado la barandilla. Aún así, le parecía raro no decir nada. Tal vez, si descubrieran el modo de contactar con la Policía, podría contarlo.

Sintió un escalofrío. Si descubrían un modo de contactar con la Policía…

—Vamos, volvamos a la casa. —T.J. le ayudó a subir—. Necesitas ponerte ropa seca.

Cuando llegó a la buhardilla, Meg tenía la piel fría como el hielo. Se quitó el abrigo y la sudadera, y luego las botas y los pantalones empapados del pijama. Sacó su diario del bolsillo —seco, por suerte— y lo tiró sobre la cama mientras rebuscaba entre su ropa y elegía las prendas más calientes. Vaqueros, una camisa de manga larga con un jersey encima, calcetines gruesos, chaqueta y los mitones. No pudo localizar su cepillo, así que tomó prestado el de Minnie para peinarse, recogiéndose el pelo en una coleta.

Decidió quedarse en la habitación un rato. No quería ir abajo. Cuando T.J. y ella llegaron a la casa, todos se reunieron en el salón para discutir qué hacer a continuación. Pero, después de lo que había descubierto en la pasarela, lo único que quería era recluirse en la buhardilla hasta que el ferry regresase por la mañana. A pesar de que T.J. estaba convencido de que todo había sido un trágico accidente, los detalles que rodeaban la muerte de Vivian no dejaban de atormentarla. ¿Había sido realmente un accidente? ¿O había sido algo intencionado?

Estaba exagerando. Podía haber otras razones que explicasen el corte artificial de la barandilla. Como había dicho T.J., tal vez los Lawrence hubieran hecho reparaciones en la pasarela la última vez que habían estado allí, y aquella parte había quedado inacabada. Eso tenía sentido. Podrían incluso no saber que la barandilla había quedado suelta.

Pero ¿y lo de la pintura? Para eso no tenía explicación. Había rastros de pintura roja en el armario del Némesis. Alguien la había quitado de allí recientemente, en las últimas doce horas, más o menos, y había barras de pintura roja en la pared del vestíbulo. Dos. Cada una correspondiente a una muerte. Alguien había sabido que tanto Lori como Vivian estaban muertas incluso antes de que se encontraran sus cadáveres.

Alguien sabía que iban a morir.

Meg se apoyó contra el alféizar de una ventana y contempló los nubarrones. Sentía una especie de nudo en su interior, una mezcla de miedo, incredulidad y aprensión. Su mente iba a toda velocidad. ¿De verdad estaba sugiriendo que Lori y Vivian habían sido asesinadas? ¿O, al menos, que alguien se había enterado de su muerte y no se lo había dicho a nadie? Era absurdo, ¿no?

Lo que resultaba irrebatible era que se habían producido dos muertes. Una podría haber sido una tragedia, pero ¿las dos? No podía creer que la de Vivian fuera un simple accidente. No tras descubrir el sabotaje de la barandilla. Y las pintadas. Incluso aceptando que Lori hubiese pintado la primera en una especie de morboso «que te jodan» dirigido al mundo entero, ¿quién había hecho la segunda?

Desde que habían llegado a la isla había percibido algo extraño. Había tratado de ignorarlo: lo extraño de la lista de invitados, la ausencia de Jessica, y después aquel DVD siniestro y sin sentido. El DVD… Meg recordó la conversación entre Lori y Vivian cuando terminó el vídeo. «Alguien viene a por nosotras. Sé lo que hiciste». Lori y Vivian habían estado hablando sobre algo o sobre alguien, sobre un incidente en el instituto, algo que nadie más sabía. ¿Y si todo estaba relacionado?

Se apartó de la ventana y se sentó en el borde del colchón desnudo. Deseaba desesperadamente poder hablarlo con alguien, pero decirlo delante de todos los demás le resultaba tan atractivo como caminar descalza sobre un campo cubierto de cristales rotos, y T.J. le había dicho que lo mejor era mantener el secreto por el momento. Aún así, su mente no paraba quieta. Necesitaba poner orden en sus pensamientos.

Sin pensar en lo que hacía, extendió el brazo para alcanzar su diario.

En cuanto lo tuvo en su mano, se dio cuenta de que algo no cuadraba. Siempre guardaba un bolígrafo plateado y fino dentro, pero no estaba. No había ningún bulto entre las páginas. Bajó la mirada hacia la cubierta de falso cuero negro y, aunque parecía su diario, la tapa estaba más gastada, más vieja, Meg no sabía muy bien cómo definirlo. Prematuramente viejo. Pesaba, y parecía como arrugado, como un libro que se hubiera caído en la bañera y se hubiera puesto a secar al sol durante un mes. La cinta que servía de marcapáginas colgaba hecha jirones entre las páginas, sobresaliendo por un extremo como la cola abierta de un pavo real, y el cuaderno entero olía a humedad.

Una cosa era segura, no era el diario de Meg.

En su cabeza surgieron dos interrogantes a la vez. ¿Dónde diablos estaba su diario, y cómo había ido aquel cuaderno a parar a su cuarto? Paseó la mirada por el desastre en el que estaba sumida la habitación; su diario debía estar en alguna parte entre todo aquel desorden. Y el que ahora tenía en la mano probablemente había estado en la habitación, olvidado por algún inquilino anterior, y Minnie lo había encontrado en su frenética búsqueda de medicinas.

Meg quería guardarlo en un cajón. Puesto que ella misma escribía un diario, sentía una punzada de culpa por leer los pensamientos privados de otra persona, sus miedos y secretos ocultos. Se imaginó el horror que experimentaría si alguien encontrase su diario y lo leyera. La sola idea le produjo escalofríos. Así pues, quería meter el viejo diario en el cajón en el que había estado durante quién sabe cuánto tiempo, cogiendo polvo y preservando sus secretos. Quería dejarlo. Quería marcharse.

No lo hizo.

Leeré solo la primera página, se dijo. Para saber de quién es. Por hacer eso no pasa nada.

Dirigió una mirada furtiva por la habitación para asegurarse de que estaba sola, y luego fue a sentarse en el suelo bajo una de las ventanas, donde había luz suficiente para leer. Aquello era como tener en las manos un libro prohibido. Quería abrirlo desesperadamente.

Tiene que ser más viejo de lo que parece. Tan viejo que probablemente su dueño se haya olvidado de su existencia. Después de todo, lo había dejado allí. Por tanto, no podía ser algo tan importante. Tal vez el autor ya estuviera muerto. Eso significaba que podía leerlo, ¿verdad? Algo así como realizar una publicación póstuma de las cartas de alguien. No hacía ningún daño por echar una ojeada a la primera página y ver a quién pertenecía el diario. Ningún daño en absoluto.

Meg tomó aire y abrió el diario.

¿Este cuaderno es tuyo? ¿No? ENTONCES DEJA DE LEERLO. AHORA.

Las palabras aparecían en el centro de la primera página, escritas con tinta roja. Debería haberlo tomado como una señal de mal agüero. Una señal que le hiciera no pasar la página.

Pero no fue así.

En serio. No es broma. Te encontraré y te haré daño.

Meg soltó una carcajada. No es que las palabras tuvieran alguna gracia, ni que esa fuera la intención de quien las había escrito, pero le hicieron recordar un antiguo libro que le encantaba cuando era niña, en el que Coco, el personaje de Barrio Sésamo, intentaba evitar que el lector siguiera leyendo porque se suponía que había un monstruo en la última página. Por supuesto, como niña que era, sentía un placer travieso en pasar una a una todas las páginas, pese a las advertencias de Coco en forma de cuerdas, contrapesos y muros de ladrillos. Al parecer, las cosas no habían variado mucho en diez años.

En la tercera página había una única línea escrita.

Y su perdición se aproxima.

Aquellas palabras se le antojaron familiares, pero no logró saber exactamente de qué le sonaban. ¿El verso de un poema, quizá? ¿Shakespeare? Mierda, debería saberlo. Fuera lo que fuera, al autor del diario parecía gustarle especialmente aquella frase. La palabra «perdición» aparecía subrayada tres veces, y parecía que el autor se había ido excitando con cada nuevo subrayado; en la última raya, la punta del bolígrafo se había hundido tanto en el papel que había manchado las dos siguientes páginas.

De acuerdo. Una locura, ¿no?

—¿Qué estás haciendo?

Meg se sobresaltó al oír la voz, levantó la cabeza rápidamente y se dio contra la pared. Durante un breve instante se le nubló la vista, y después, cuando se le volvió a aclarar, vio la cabeza y los hombros de Minnie que parecían brotar del suelo, con el resto de su cuerpo oculto por las escaleras.

—Nada —dijo Meg. Cerró de golpe el diario, sintiéndose como una niña pillada en falta.

—Ah. —Le dio la impresión de que Minnie no se lo tragaba—. Tienes que venir abajo. Estamos intentando decidir qué hacer.

—Vale. —Meg se levantó y deslizó subrepticiamente el cuaderno en el bolsillo de su abrigo mientras se lo ponía. No había nada que le apeteciera menos en aquel momento que bajar y hacer frente a la conversación que estaba teniendo lugar, pero Minnie tenía razón. Debía estar allí. Tenía que estar presente.

El misterioso diario podía esperar.

Con un profundo suspiro, siguió a su amiga escalera abajo.