—¿Han quitado la radio del barco? —preguntó Meg, con la mirada fija en un hueco vacío en el tablero de mandos—. ¿Por qué lo harían?
T.J. negó con la cabeza.
—Ni idea. Pero, a juzgar por las marcas que hay en el polvo —dijo, señalando una especie de borrones que había a cada lado del lugar donde debía ir la radio—, parece que la han quitado hace poco tiempo.
—¿Es algo normal? —quiso saber Meg. Estaba buscando razones para sentir un poco de esperanza, en un intento de sofocar la inquietud que la embargaba y que amenazaba con convertirse en verdadero pánico—. O sea ¿para mantenimiento o algo así?
—No.
—Vaya.
Permanecieron en silencio. La idea de que habían eliminado intencionadamente una opción de comunicarse con el exterior aún tenía que calar en su cerebro, y mientras iba comprendiendo la realidad de su situación, la mente de Meg se afanaba en dar con posibles soluciones:
—¿Y el barco? ¿Podemos utilizarlo para llegar a Roche Harbor?
—No hay llaves.
—Oh. —Mierda. Había esperado recibir una respuesta algo más enérgica—. ¿Puedes hacer un puente?
T.J. ladeó la cabeza y la miró.
—¿Te doy la impresión de saber hacer el puente a un barco?
—Tampoco das la impresión de saber cómo se maneja, pero al parecer sí sabes.
—Ahí tienes razón.
Ahora fue el turno de Meg de ladear su cabeza.
—Entonces, ¿qué, sabes o no?
—Si sé ¿qué?
¿Qué era aquello, un programa concurso de preguntas? Meg movió los brazos en un gesto de impaciencia.
—¡¿Sabes hacerle el puente a un barco?!
T.J. frunció los labios. Sus hoyuelos se deformaron ligeramente.
—Pues no.
Meg registró la cabina con la mirada.
—¿Podrían estar por aquí? Las llaves, me refiero. —Aquello era algo lógico, hasta cierto punto. ¿Por qué no guardar las llaves del motor del barco en el propio barco? Nadie iba a ir allí, a robarlo, en mitad de ninguna parte.
—Sinceramente, Meg, lo dudo.
—Aún así, deberíamos asegurarnos.
T.J. suspiró.
—Como quieras. —Bajó la pequeña escalera que conducía al interior—. Yo miraré en los camarotes, tú busca por aquí, ¿de acuerdo? —Su tono no parecía muy optimista.
—De acuerdo. —Meg no estaba dispuesta a dejar que el pesimismo de T.J. la desmoralizase. Maldita sea, iba a encontrar las llaves.
La cabina del piloto parecía el lugar más lógico para guardar las llaves del motor. Recorrió todo el panel de control con el haz de su linterna, con la esperanza de que el destello metálico de las llaves destacase entre los distintos mandos y pantallas. Nada. Luego rebuscó en varios cajones y compartimentos que había a ambos lados del timón. Encontró mapas de navegación, una caja de herramientas, una lata de aceite, una brújula polvorienta, una gorra de béisbol de los Seattle Mariners con los bordes muy gastados, un ventilador a pilas, unas tazas de café sucias y un surtido de adaptadores, enchufes y cables que no parecían estar conectados a ningún aparato específico.
Vaya.
Vio una puerta en la pared, junto a las escaleras. La última oportunidad. Meg cruzó los dedos, contuvo la respiración y la abrió.
No solo no estaban allí las llaves, sino que el armario estaba extrañamente vacío. Ni fregona, ni escoba, ni abrigos, ni nada. Qué raro. Todos los demás compartimentos de la cabina estaban llenos de cosas, pero aquel lo habían vaciado por completo.
Lo registró con el haz de la linterna de arriba abajo, y se detuvo cuando la luz mostró algo en el fondo. Era una mancha, una mancha con forma de anillo, de pintura roja.
—¡T.J.! —llamó—. ¡Ven!
El barco entero se movió bajo las fuertes pisadas de T.J. por las escaleras.
—¿Qué? —preguntó, con la cabeza asomada por el hueco—. ¿Las has encontrado?
Meg negó con la cabeza.
—Mira esto.
El foco de T.J. se unió al suyo y alumbró la mancha roja en el suelo del armario. Se agachó y la frotó con el dedo. La yema de su dedo corazón apareció cubierta de pintura roja.
—¿Todavía está fresca? —dijo Meg, con un jadeo.
T.J. no contestó. Se llevó el dedo a la nariz y lo olisqueó unas cuantas veces antes de incorporarse con brusquedad.
—Creo… —comenzó a decir—. Estoy convencido de que es la misma pintura que hay en la pared de la casa.
El corazón de Meg latía desbocado. Radio desaparecida, pintura desaparecida…
—Alguien se ha llevado las dos cosas —dijo—. Y lo ha hecho hace poco.
No era una pregunta, y T.J. no respondió. El ¿por qué? que Meg no había llegado a decir quedó flotando en el aire. Tenía miedo a preguntarlo. Y tenía miedo a la respuesta.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó a cambio.
La mirada de T.J. fue del armario al hueco vacío de la radio, y luego a Meg.
—Volvemos a la casa.
No llovía con tanta intensidad como treinta minutos antes, y el viento ya no parecía querer arrastrar consigo a todos los habitantes de la isla, flora y fauna incluidas. Pero, en su lento ascenso por la pasarela hacia White Rock House, Meg tuvo que volver a luchar contra los elementos.
Igual que antes, T.J. lideraba la marcha, pero en esta ocasión no la llevó de la mano. Al contrario, para cuando llegaron a la mitad de la ladera iba a unos tres o cuatro metros por delante de ella. Ni una sola vez se volvió para comprobar si estaba bien.
No solo habían perdido la posibilidad de contactar con la civilización, sino que, además, Meg se las había ingeniado para que el amor de su vida se enfadase con ella. Otra vez. Alucinante, Meg. Bien hecho. ¿Por qué no te tiras al vacío ahora mismo y…?
Al mismo tiempo que esas palabras llegaban a su cabeza, sus ojos vagaban hacia el abismo y se posaban en las rocas de abajo. Pero, en lugar de las piedras afiladas y los maderos arrastrados por el oleaje que había esperado ver, vio algo más. Una mancha color amarillo brillante. ¿Una balsa hinchable? ¿Pero qué estaría haciendo allí? Meg entrecerró los ojos para ver mejor a través de la lluvia. La forma y el tamaño llamaron su atención. Era demasiado pequeña para ser una balsa. Parecía casi como…
Oh, Dios.
—¡T.J.! —gritó. No estaba segura de que pudiera oírla. Lo llamó de nuevo, sin apartar los ojos de las rocas—. T.J., ven aq…
—¿Qué ocurre? —T.J. estaba ya a su lado, y antes de que Meg tuviera tiempo de decirle lo que estaba viendo, siguió la dirección de su mirada y lo vio con sus propios ojos.
—¡Joder! —exclamó. Saltó por encima de la barandilla y comenzó a descender por la ladera.
Meg no dudó ni un instante. Pasó por debajo de la barandilla y lo siguió. Las botas de agua entorpecían su descenso, y T.J. rápidamente le sacó ventaja, a medias escalando y a medias deslizándose por el barro. Llegó abajo un minuto antes que Meg. Cuando se reunió con él, tambaleándose, T.J. se giró y la sujetó.
—No mires —dijo, interponiéndose entre ella y lo que había en las rocas.
—¿Qué? ¿Qué es?
T.J. tenía el rostro descompuesto. En vez de responder, la atrajo hacia sí y la abrazó con tanta fuerza que Meg apenas podía respirar. Podía sentir cómo le temblaban las manos mientras se apartaba lentamente de ella.
—Ha habido un accidente.
—¿Es Minnie? —Meg no logró evitar que el pánico se trasluciese en su voz.
T.J. sacudió la cabeza.
Meg dejó escapar el aire de sus pulmones. Si Minnie hubiera resultado herida por intentar seguirlos a la caseta del embarcadero, nunca habría podido perdonárselo.
—Quizá deberías ir a la casa —le dijo T.J.
—Déjame verlo. Quiero ver lo que ha pasado. —Sonaba más valiente de lo que en realidad se sentía, pero, de algún modo, después de todos los extraños acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, necesitaba verlo.
T.J. no se opuso. Se limitó a hacerse a un lado.
Detrás de él, tumbada boca arriba, estaba Vivian. Tenía los ojos completamente abiertos, congelados en una visión de miedo y dolor. Llevaba puesto un chubasquero amarillo abotonado sobre su pijama de seda. Un reguero de sangre recorría su brazo y goteaba desde la punta de sus dedos hasta el agua que se acumulaba debajo de ella. Un trozo de madera que las olas habían empujado hasta la orilla sobresalía de su pecho; la había atravesado por la espalda.
—¿Está…? —Las palabras no lograron salir de la garganta de Meg.
—Sí.
—Dios mío.
—Sí.
Meg no sabía qué pensar. Vivian debía haberlos seguido a la caseta. Se había puesto unas zapatillas y un chubasquero. ¿Pero cómo había sucedido aquello?
—Debe de haber resbalado en la pasarela —dijo T.J., respondiendo a la pregunta que Meg no había llegado a formular—. Si venía detrás de nosotros, con la lluvia… Era muy peligroso.
Los ojos de Vivian miraban ciegos hacia la ladera rocosa que Meg y T.J. acababan de descender. Su cabeza había quedado colgando del borde del madero, y sus brazos estaban extendidos a ambos lados de su cuerpo. Meg la imaginó corriendo detrás de ellos, convencida de que serían incapaces de encontrar o de utilizar una radio sin su ayuda. Iba corriendo y resbaló en el suelo mojado. Cayó de cabeza por la ladera y fue a aterrizar justo sobre aquel trozo de madera, que se le había clavado por la espalda. Su afán de controlarlo todo había sido su propia perdición.
¿Qué probabilidades había? ¿Dos muertes en tan pocas horas? Meg hizo un esfuerzo por desprenderse de sus temores. La muerte de Lori era, obviamente, un suicidio, y la de Vivian un horrible accidente. ¿Verdad?
Mientras estaban junto al cuerpo de Vivian, la lluvia empezó a caer con más fuerza. Enormes gotas de agua impactaron contra sus ojos abiertos e hicieron que los párpados se movieran casi imperceptiblemente, como si Vivian estuviera intentando hacerles un guiño. Meg apartó la mirada antes de sentir un mareo.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó.
—Tenemos la lona de la caseta —dijo T.J.—. Iré a buscarla. Deberíamos cubrir el cuerpo, pero quizá sea mejor no moverlo hasta que… —Su voz se apagó.
—¿Hasta que venga Jessica? —terminó Meg. No pudo disimular el sarcasmo—. ¿O hasta que vuelva el ferry mañana? En este momento, esa parece la opción con más posibilidades.
T.J. la miró. Tenía los labios tan apretados que habían adquirido un tono rosáceo.
—Voy a por la lona —dijo, ignorando su sarcasmo—. Tú regresa a la casa y cuéntales a los demás lo que ha ocurrido.
Los dos escalaron la ladera de la colina. A Meg el ascenso le resultó complicado, con el pijama de franela empapado, las botas de goma y la lluvia, pero, por pura fuerza de voluntad, consiguieron subir a la explanada más próxima. Permanecieron allí sentados un momento, jadeando, calados, cubiertos de barro, agotados mental y físicamente. Meg no podía dejar de mirar hacia el cadáver de Vivian. Igual que los de Lori, sus ojos seguían abiertos, vacíos y sin alma. No era capaz de quitarse de la cabeza ninguna de aquellas dos máscaras de muerte.
Sin pronunciar palabra, T.J. se levantó y ayudó a Meg a hacer lo mismo. Le dedicó un gesto con la cabeza y, con cuidado, emprendió el camino de vuelta a la caseta del embarcadero. Meg se quedó mirándolo durante unos segundos antes de girarse con desgana hacia White Rock House, que apenas se veía entre los árboles. Iba a tener que decirle a todo un grupo de personas en estado de shock que se había producido otro accidente. Minnie… Oh, Dios, Minnie iba a derrumbarse. Y no tenía sus pastillas.
Estaba llegando al punto donde la pasarela giraba bruscamente cuando se quedó totalmente paralizada. Casi en el sitio exacto donde ella había resbalado y había estado a punto de caer al vacío, la barandilla había desaparecido, arrancada de cuajo.
Se le formó un nudo en la garganta. Debía ser allí mismo donde Vivian había perdido el equilibrio, igual que ella una hora antes. Y si T.J. no hubiera estado en ese momento para sujetarla, fácilmente podría haber sido su propio cuerpo el que estuviese ahora ahí, en la playa, empalado por el trozo de madera. Mierda.
No quiso pensar en ello. Se giró y se apresuró hacia la casa, desesperada por estar de nuevo entre sus cuatro paredes. Cuando salía del bosque, la tormenta volvió a arreciar. Nunca el viento y la lluvia le habían parecido tan siniestros, como si quisieran emular la fría tristeza que sentía en su interior. Vivian y Lori estaban muertas. No había radio en el barco. Se estaban quedando sin opciones.
Para empeorar las cosas, la puerta que daba al patio de la cocina estaba cerrada por dentro. Mierda. Vivian debía de haberla cerrado al salir. Dios, el día no hacía más que mejorar. Con su estado de ánimo hundiéndose más rápido que el Titanic, se dirigió hacia la puerta principal de la casa.
Respiró hondo. Podía hacerlo. Había ocho personas en White Rock House. Suficientes para protegerse entre sí. Se refugiarían todos juntos para sobrellevar la noche. El lunes por la mañana volvería el ferry y aquel fin de semana de pesadilla acabaría siendo solo un terrible recuerdo.
Está bien, se dijo. Tenía que ser fuerte. Giró el pomo de la puerta y entró en la casa.
Pero toda su determinación, toda su falsa valentía y confianza desaparecieron en cuanto puso un pie en el vestíbulo.
En la pared, al lado de la primera, había una pintada fresca hecha con pintura roja.